jueves, 17 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIV T.O. - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO



DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (20-11-16; ciclo C)



         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.

        

         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que en la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de la entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en dar su vida, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.

        

         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, y desde la que iluminamos nuestra existencia.

          

         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.



         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se sustenta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.



         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.



         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les ofrece respetuosamente, para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y en fidelidad a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.



         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor del ser humano, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

        

           Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso.

viernes, 11 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII T.O. - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA



DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

13-11-16 (Ciclo C – Día de la Iglesia Diocesana)



Queridos hermanos todos. Celebramos en este domingo, día del Señor, una jornada de especial relevancia para nuestra vida comunitaria, el día de la Iglesia diocesana. Un día que nos invita a seguir a Jesús más firmemente y a ser servidores de su Evangelio. La invitación se dirige al corazón de cada miembro de la iglesia diocesana y, de manera especial, al de cada una de nuestras parroquias y comunidades, grupos y movimientos eclesiales. Es un día para celebrar la alegría de ser comunidad diocesana y para renovar nuestra vocación de serlo.                
Nadie sobra en la iglesia en su propósito de ser verdadero Cuerpo de Cristo y auténtico Pueblo de Dios. Todos los miembros somos necesarios para constituir este cuerpo vivo. Sin nuestra colaboración siempre le faltará algo. Por esta razón, es también un día para fortalecer nuestra implicación personal y comunitaria

La familia cristiana es mucho mayor que esta pequeña porción comunitaria en la que hemos nacido a la fe, y en la que de forma cotidiana la vivimos y enriquecemos por medio de los sacramentos y la actividad pastoral. Nuestra parroquia, esta de Santiago, y con ella todas las demás parroquias de Bizkaia, forman la Iglesia diocesana de Bilbao, que bajo la guía y el servicio apostólico de nuestro Obispo, desarrolla la misión evangelizadora y misionera que Nuestro Señor Jesucristo encomendó a los apóstoles.

Pero esta labor apostólica sólo puede realizarse en la comunión eclesial. Todo en la Iglesia es comunión, y sin ella nada pueda darse que podamos considerar auténtico. Los Obispos del mundo viven esa unidad en la comunión entre ellos y con el Papa, sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal; nosotros en la diócesis, sacerdotes, religiosos y seglares, también vivimos esa unidad de fe y de vida en la comunión entre nosotros y con nuestro Obispo diocesano, D. Mario.

Por ello podemos decir, que la jornada de la Iglesia diocesana es ante todo la fiesta de la familia que reaviva en su corazón los lazos de unidad, de afecto y de auténtica fraternidad, lazos fundamentales para construir una familia eclesial sana, abierta a todos y que vive en fidelidad al evangelio del Señor.

En esta tarea estamos todos involucrados, y de hecho el apóstol Pablo, como hemos escuchado en su carta, no escatima en esfuerzos para concienciar a todos los miembros de la comunidad para que asuman su responsabilidad en la Iglesia y en el mundo, “el que no trabaja que no coma”.  No podemos vivir nuestra vinculación eclesial con apatía o desidia, como si el desarrollo de su vida no fuera con nosotros. La pertenencia a la Iglesia ha de ser afectiva, con corazón y profundo sentimiento de que es mía, que es mi familia vital y existencial, y también con una pertenecía efectiva, es decir, que se nota su efecto en mi comportamiento, compromiso y desarrollo de toda mi existencia. Ser miembro de la Iglesia me hace hermano de los demás cristianos, seguidor y discípulo de Jesucristo, el Señor,  e hijo de Dios y heredero de su Reino. Un  Reino que sin tener en este mundo su plena realización, sí va emergiendo con la entrega personal de cada creyente que lo va transformando y regenerando desde la justicia, el amor y la paz.

En esto se manifiesta el ejercicio de nuestra vocación concreta, la llamada que de Dios hemos recibido y que con libertad y responsabilidad cada uno desarrolla en su vida cotidiana.

Todos somos responsables de que nuestras comunidades se sientan enriquecidas con los distintos ministerios y carismas que la hagan vigorosa y eficaz en la transmisión de la fe.

Por ello podemos sentir la estrecha vinculación entre Iglesia diocesana y las distintas vocaciones que puedan nacer para su servicio.

En tiempos donde la vocación sacerdotal y religiosa escasea, todos los miembros de la familia eclesial tenemos que ponernos en clave vocacional. Las familias cristianas deben ser semilleros de vocaciones, donde sientan con gozo y gratitud la llamada de uno de sus miembros al servicio pastoral y a la animación de la comunidad. Tener un hijo sacerdote o religiosa o religioso, no es una desgracia, sino una gracia que Dios nos ha hecho porque ha provocado que en nuestro hogar se haya gestado con su amor y su bendición, una vida al servicio de los demás con entera disponibilidad y dedicación.

Esta vocación de ser miembros activos de la iglesia vale para todos, y es necesario que saquemos también sus consecuencias en el campo del sostenimiento económico de nuestra Iglesia. Una de las claves para tomar conciencia de nuestra madurez eclesial es que la Iglesia debe ser sostenida económicamente por sus propios miembros. El Estado sólo debe entregar, aquello que los fieles han decidido compartir a través de sus impuestos, y así lo ha establecido la legislación vigente.

Nadie puede acusar a la Iglesia de vivir a costa de quienes no la quieren, aunque esta Iglesia nuestra, no haga distinción de credos a la hora de servir con generosidad a todas las personas a través de sus instituciones y de manera muy especial para con los pobres, a través de cáritas.

Cristo tampoco despreció al necesitado por no ser de fe judía. Al contrario, como buen Samaritano, nos llama para acercarnos al hermano que sufre para ejercer con él la misericordia que brota de su amor incondicional y universal.


    La Iglesia ha de ser siempre el corazón de la humanidad, el motor del amor fraterno que transforme y dinamice el desarrollo de unas relaciones más justas y solidarias donde sea posible que emerja el reino de Dios. Y nuestra pertenencia a la Iglesia ha de ser vivida con plena conciencia y gratitud ya que en ella hemos nacido a la vida en Cristo, y en ella fortalecemos nuestra espiritualidad que nos une a Dios y a los hermanos.



Que en este día gozoso sintamos la amorosa compañía de nuestra Madre Santa María. Que ella nos ayude a vivir con entera disponibilidad nuestra vocación, para que así podamos cantar con gozo las obras grandes que el Señor ha realizado en nuestras vidas.

sábado, 5 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

6-11-16 (Ciclo C)



       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.



       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.



       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.



       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.



       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.



       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.



       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.



       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.



       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper necesariamente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.



       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes han pervertido su corazón en el afán de poder.



       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.



       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.