sábado, 21 de marzo de 2015

V DOMINGO DE CUARESMA


DOMINGO V DE CUARESMA
22-3-15 (Ciclo B)

       Llegamos al final de la cuaresma para dar paso inmediato a los días más intensos del tiempo litúrgico, y así nos vamos preparando para vivir el acontecimiento central de nuestra fe en la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos deja apreciar con claridad esa preparación en la misma vida de Jesús para asumir con fidelidad la entrega absoluta de su vida por amor a los hombres, sus hermanos.

Así, mientras que algunos siguen interesados en su persona por la curiosidad que en ellos despiertan sus palabras y gestos, otros sentirán el peso de la radicalidad a la que son llamados, renunciando a seguirle y abandonando el grupo de los discípulos del Señor.

Jesús va a ir enfrentándose en los momentos finales de su vida a la incomprensión de casi todos y al rechazo de muchos. Aquel joven nazareno que tanto entusiasmo despertó por sus palabras llenas de autoridad y por sus signos colmados de esperanza, es rechazado al mostrar el verdadero camino que conduce hasta el Padre, la entrega, la renuncia y el servicio. Para dar el fruto que Dios espera, es necesario entregarse sin condiciones a su plan salvador, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”.

No hay caminos alternativos ni atajos que nos eviten la entrega personal si queremos de verdad seguir a Jesucristo. Tomar el camino del amor egoísta indiferente para con los demás y soberbio ante Dios, sólo conduce a perder la vida, su sentido último y su plenitud.

Para seguir a Jesús no hay otro camino que el andado por él. El camino de la renuncia personal, la búsqueda permanente de la voluntad de Dios y el amor desinteresado para con los hermanos.

El simbolismo del grano de trigo cuya fecundidad depende de su muerte al plantarse en la tierra, se llena de contenido al contemplar a Jesús clavado en una cruz plantada en el Calvario. Cristo es el grano de trigo fecundo que va a colmar abundantemente las aspiraciones de la humanidad, y en medio de la agitación que siente su alma por la misión que ha de asumir en este momento fundamental de su vida, escucha con claridad el respaldo definitivo del Padre “lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Quien ve a Jesús ve a Dios, quien se une vitalmente a Jesús crucificado compartirá el gozo de Cristo glorificado.

Esta experiencia de fe es importantísimo renovarla constantemente en nuestro corazón porque las dificultades de la vida, los momentos de adversidad y la prueba que debamos superar en cada recodo del camino nos llevarán a sentir también en nuestra alma esa agitación y desasosiego del mismo Señor. No pensemos que para él fue mucho más sencillo que para nosotros mantener firme su ánimo y superar el dolor de las rupturas o del abandono de los suyos. Jesús era plenamente hombre como cualquiera de nosotros y durante los días santos que se nos acercan contemplaremos la durísima realidad por él vivida.

Pero Jesús sí tenía un asidero indeleble sobre el que sostener su vida, el amor del Padre y su relación íntima con él. La unidad existencial entre Jesús y el Padre Dios que ha acompañado toda su vida, se hace ahora más necesaria y consistente. Y son para nosotros garantía de que Dios también actúa en nuestra vida si vivimos, como Jesús, completamente entregados a él.

Cuando Jesús nos llama al seguimiento en su servicio, lo hace con una promesa firme, “donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.

Jesús no nos llama para seguirle a un destino incierto, su llamada es la vida en plenitud, a participar de su misma gloria, a compartir para siempre la realidad del Reino prometido, en una fraternidad universal de hijos e hijas de Dios.

Esta es la meta de nuestra vida para la cual nos vamos preparando a lo largo de la misma sabiendo que muchas veces tendremos que caminar entre luces y sombras, gozos y pesares, dudas y certezas. Pero tengamos muy presente que este camino no lo iniciamos nosotros, sino que lo transitamos tras las huellas de Aquel que nos amó primero y que entregó su vida por el rescate de todos.

Cristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Su obediencia incondicional y absoluta al plan de Dios fue vivida con entrega y disponibilidad, sin renunciar al sufrimiento que muchas veces llevaba consigo. Porque la obediencia, cuando es veraz y generosa, asume con libertad los costes de la misma por puro amor y en la confianza plena en Dios.

La obediencia de Jesús “llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. No seguimos los cristianos a un fracasado de la historia. Somos discípulos del único que ha sellado con su vida la alianza definitiva, y cuya ley ha sido escrita en nuestros corazones para darnos vida eterna.

Pidamos en esta eucaristía, y en los días que nos quedan para vivir la alegría pascual, que el Señor cree en nosotros un corazón puro, como le hemos pedido en el salmo. Un corazón capaz de amar sin reservas a Dios, escuchando su llamada y poniendo por obra su voluntad. De este modo, con la vida renovada por completo, sentiremos de verdad la alegría de su salvación y así nos entregaremos con generosidad al servicio de nuestros hermanos, con quienes estamos llamados a transformar nuestro mundo en el reino de Dios.

Este miércoles celebramos la solemnidad de la Anunciación del Señor. Con María Stma. nos abrimos de par en par al don de la vida, que en Cristo ha sido dignificada de tal modo, que nos ha hecho a todos hijos de Dios. Que la Virgen nos ayude a vivir en fidelidad al evangelio de su hijo, y seamos portadores de vida y de esperanza en medio de nuestro mundo.

miércoles, 18 de marzo de 2015

SAN JOSÉ, el esposo de la Virgen María


SOLEMNIDAD DE S. JOSÉ
19-3-15

Dentro de la austeridad cuaresmal, celebramos hoy con solemnidad la fiesta de S. José. La humilde vida y obra de este hombre que supo desarrollar un papel fundamental en la historia de Jesús, ocupando un lugar discreto pero eficaz en la educación del Hijo de Dios.

Los relatos sobre S. José son muy escasos, sólo aparece en los evangelios llamados de la infancia, de S. Mateo y S. Lucas, los cuales nos narran varios aspectos de su vida y misión.

El primero su vocación, correspondiente al relato que hoy se nos ha proclamado; José comprometido en firme con María, al estilo propio de su tiempo en que tardaban un periodo en convivir juntos después de realizado el desposorio, se encuentra con la terrible sorpresa de que la mujer a la que ha unido su vida espera un hijo que no es suyo. La consecuencia inmediata de esto la describe el evangelista con absoluta claridad; ha de denunciarla a las autoridades y que la justicia de la ley de Moisés siga su curso.

Pero el narrador sagrado nos muestra un rasgo fundamental de José, era justo, era bueno. José entablaba su lucha interior entre la decepción sufrida y la decisión que ha de tomar, y opta por la que ocasione menor daño a la mujer que quiere, decidiendo repudiar en secreto a María. Así evitaría un juicio severo y una condena durísima para ella.

Sin embargo la última palabra no está dicha, y lo mismo que María se vio sorprendida por la irrupción de Dios en su historia personal, José va a ser llamado por Dios a una misión igualmente única e irrepetible, asumir la condición de padre de quien es el Hijo de Dios. El Señor ha tejido su proyecto de Encarnación con cuidadoso esmero, poniendo los pilares fundamentales sobre los cuales asentar su entrada en nuestra historia. La familia formada por José y María, gestada en el amor esponsal, desde la bondad y el respeto mutuos que les ha ayudado a vencer las dudas y los recelos, tiene la solidez necesaria para que en ella nazca el mismo Dios.

José es un eslabón necesario en la cadena sucesoria de David. Él es descendiente de esa genealogía citada en el evangelio, y ahora la profecía llega a su plenitud al nacer el renuevo del tronco de Jesé, el Mesías. José será el encargado de poner nombre al Hijo de Dios, un nombre cuyo significado contiene la esperanza del pueblo, Jesús, que significa “Dios salva”.

En el sueño envolvente que el trato con la divinidad conlleva, José comprende que el estado de María también responde al designio de Dios, y que la mujer a la que ha unido su existencia no le ha sido infiel, sino que es la elegida por el mismo Creador para llevar a su culmen la creación entera; “Mirad la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios con nosotros”.

José responderá con su obrar fiel y confiado a la palabra que de Dios ha escuchado en su alma, y desde ese momento será para Jesús el padre que mejor representa la paternidad divina. Por su relación paterno-filial, Jesús llamará a Dios “Abbá”, término que posiblemente emplearía para dirigirse, cada día de su vida, al mismo José.

Otros rasgos que la Sagrada Escritura nos ofrece de S. José, los encontramos en el momento de tener que empadronarse con María, antes del nacimiento del niño. O cuando en medio del desconcierto ocasionado por quienes van a Belén para encontrarse con la gloria de Dios en el recién nacido, debe huir a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes.

La vivencia de la penuria y el desarraigo, la escasez y el desconcierto, no causan mella en la sencilla Familia Sagrada, al contrario, todo es vivido en la confianza de que Dios protege con su mano la obra que él mismo comenzó, y que a su vez ha colocado en las del humilde carpintero.

Un último rasgo de la vida de José lo encontramos en el episodio de la subida por la pascua al templo de Jerusalén, donde el niño es extraviado. Y aunque la elaboración del relato evangélico viene a mostrar el crecimiento de Jesús en su dimensión humana y espiritual, también puede representar otra experiencia vital en la persona de S. José. Ciertamente él era el padre de Jesús a los ojos de todos, su dedicación, educación y responsabilidad para con el niño no se diferenciaría demasiado de la de otros padres de familia.

En la experiencia de perderlo en medio de las multitudes que acuden a Jerusalén, el desasosiego y el temor se apoderarían de él. Bien podría sufrir el miedo al fracaso en la responsabilidad que asumió ante Dios de cuidarlo y educarlo. Y la sorpresa vencerá sus dudas ante la respuesta del niño recién encontrado y recriminado por su madre María; “¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”. El obrar cotidiano de José tal vez le hubiera hecho olvidarse por algún momento de quién era el Padre de Jesús, porque su entrega y dedicación eran absolutas para con el niño como si fuera suyo. Claro que sí, que el niño ha de ocuparse de las cosas de su Padre, y aunque la respuesta sea un tanto difícil de comprender, y concluya el evangelio con que Jesús “bajó con ellos a Nazaret y vivía bajo su autoridad”, estaban asistiendo de forma misteriosa pero privilegiada, al crecimiento humano y divino del Hijo de Dios, quien “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”.

Después de estos episodios descritos por el evangelio nada más sabemos de S. José. Sin embargo la devoción popular ha concluido la vida de este hombre singular de un modo natural y dichoso. José acabaría sus días y su misión antes de iniciarse la vida pública del Señor, ya que en el comienzo de su ministerio no hay ninguna referencia al Santo Varón. S. José ha sido por ello reconocido como el “abogado de la buena muerte”, porque tuvo la dicha de culminar su existencia asistido por el amor de su esposa y del Hijo amado de Dios.

Hoy en su fiesta solemne, celebramos no sólo su onomástica, sino desde hace muchos años, el día del padre. Qué enormes enseñanzas podemos recoger de la vida de este modelo de esposo y padre. Cuantos rasgos elocuentes para buscar nuestra identificación con quien es ejemplo de creyente y servidor confiado de Dios.

S. José supo abrir su corazón a la palabra de Dios y configurarlo por completo a imagen de la paternidad divina que se le proponía asumir con entrega y disponibilidad. Por esa intervención de Dios en su vida, pudo confiar en el amor prometido de su esposa frente a todas las sombras de duda que se cernían sobre él, superando así los temores, comprendiendo la misión que se le ofrecía, y asumiéndola con libertad, entrega y confianza.

S. José supo desprenderse del hijo que no era una propiedad suya, sino de Dios; que en Dios tuvo su origen y hacia Dios se orientaba su destino, y que su papel no debía interferir en la vocación del hijo querido, sino que por amarlo de verdad, debía dejarle “ocuparse de las cosas de su Padre”.

Hoy nosotros nos ponemos bajo su amparo. Pedimos por nuestras familias, por nuestros padres, por sus trabajos y desvelos, por sus sacrificios y pesares. Para que encuentren en S. José el modelo de hombre, de esposo y de padre, que les ayude a vivir con plenitud, y reciban por su intercesión el estímulo necesario para desarrollar su misión con entrega y dedicación en el amor.

viernes, 13 de marzo de 2015

IV DOMINGO DE CUARESMA


DOMINGO IV DE CUARESMA

14-03-15 (Ciclo B)

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

En esta frase que hemos escuchado en el evangelio de hoy, se condensa con nitidez la obra y la misión de nuestro Señor Jesucristo, quien ha sido enviado por el Padre al mundo, no para condenarlo, sino para que se salve por él.

El cuarto domingo de cuaresma, llamado de laetare, “alegría”, nos presenta en el horizonte la luz pascual donde se cumple de forma definitiva el plan salvador de Dios en la resurrección de Jesús.

Pero para llegar a la luz pascual antes hemos de superar el camino de las sombras y tinieblas, donde es preciso que vayamos transformando nuestra vida para posibilitar que emerja el hombre nuevo cuya viva se identifique plenamente con Cristo.

Vivimos sustentados por una promesa salvífica que nos ofrece la posibilidad de ser hijos de Dios. Esa promesa anunciada por los profetas y esperada por el pueblo de Israel, se ha hecho realidad en la persona de Jesús. “Él es el camino, la verdad y la vida”. La Luz que pone al descubierto todas las obras y conductas del ser humano, para ayudarle a reconocer su desvío en el camino de forma que pueda retomar el rumbo que le conduzca hacia su plenitud en el amor.

La vida de Jesús ha sido un permanente acompañamiento en fraternidad. Asumiendo nuestra condición humana, el Hijo de Dios se hacía partícipe de nuestra debilidad, pero no para sucumbir bajo el peso del pecado y del mal, sino para mostrarnos que es posible superar esa realidad que nos deshumaniza si vivimos bajo la acción del Espíritu de Dios y nos dejamos modelar conforme a su voluntad de Padre.

Sin embargo en multitud de ocasiones hemos dado la espalda a su llamada. Hemos creído como el hijo pródigo que nuestra madurez se encuentra lejos del hogar paterno y que cuanto más lejos estamos de Dios más autónomos, libres e independientes somos. Nuestro egoísmo y soberbia nos llevan a vivir de espaldas a Dios ocultándonos de su mirada y huyendo de la luz que nos denuncia y delata.

Es la experiencia relatada en la primera lectura tomada del 2º libro de las Crónicas. El pueblo entero, con sus jefes y sacerdotes se habían pervertido con las costumbres paganas, viviendo al margen de la Alianza establecida con Dios, y creyendo que una vez llegado el tiempo del bienestar y bonanza, ya Dios no hace falta para nada.

En nuestros días bien podía esto asemejarse a la embriaguez de una sociedad acomodada en sus adelantos económicos y científicos, que se cree autora y dueña de la creación y que interviene sobre ella y sobre la misma humanidad conforme a los criterios que convengan en el momento. Así se va introduciendo en el camino de la insolidaridad para con los pobres, el proteccionismo egoísta de sus bienes, y la subordinación del valor de la vida humana conforme a los intereses del más fuerte.

Y cuando vivimos de espaldas a Dios, buscamos un ídolo al cual entregar nuestra voluntad y del que nos hacemos sus siervos. El ídolo del consumismo, de la violencia y del odio, que van transformando nuestra inteligencia en modas, nuestra libertad en esclavitud, nuestra ilusión en rutina vacía de esperanza.

En esta situación, somos llamados por el Señor a nacer de nuevo, a contemplar al Hijo del Hombre elevado como estandarte de salvación, “para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

El hecho de que la voluntad universal de salvación que Dios nos ofrece sea obra de su amor gratuito, no nos exime de responsabilidades y de tener que dar una respuesta clara en su favor.

La fe que nos salva es para nosotros tarea y compromiso; “el que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado”. Y estas palabras por muy duras que parezcan, no son sino la clarificación de las actitudes que a todos nos mueven.

El evangelio no habla de la increencia como algo involuntario en el hombre. Hay personas que no han conocido a Cristo, no por mala voluntad, sino porque nadie les ha anunciado el evangelio. A estos no se refiere el evangelista.

S. Juan con claridad expresa la causa de la condenación; “que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. Esta es la razón de su destino ajeno al amor de Dios.

Dios quiere que todos sus hijos se salven, pero ha puesto en nuestras manos la capacidad de tomar decisiones que abarquen toda nuestra existencia, y de las cuales somos los únicos responsables.

Hablar en nuestros días de pecado, de maldad, de condenación y perdición, parecen trasnochadas, e incluso en ambientes cristianos suscitan rechazo y se busca suavizarlas, cuando no evitarlas. Y preferimos llevar una vida anodina que no nos produzca demasiados quebraderos de cabeza, y mucho menos nos meta el miedo en el cuerpo.

Cuando somos llamados a la conversión no se nos realiza una invitación al miedo o al terror, sino que somos convidados a vivir la alegría del encuentro en el amor y en la paz para con Dios y con los hermanos. Nadie ama por miedo. El amor sólo puede emerger desde la confianza, el afecto, la libertad y el respeto. Y la prueba del amor incondicional de Dios está en que ha enviado a su Hijo al mundo como camino de salvación. Pero a nadie le va a imponer seguir ese camino en contra de su voluntad.

La respuesta del hombre ha de ser libre y responsable, y si bien en su acogida afirmativa al amor de Dios encuentra su dicha y su gloria, en la negación está su condena, por duro que nos parezca el así decirlo.

Los cristianos participamos de la misma misión de Cristo. Y hemos de sentir como propia la tarea salvadora que el Señor inició con la instauración de su Reino. Si creemos de verdad que el Hijo de Dios ha venido al mundo para que el mundo se salve por él, nosotros, hijos de Dios en Cristo, debemos empeñar nuestra vida en esta misma labor, ser portadores de esperanza y de vida para nuestros hermanos.

Que él nos ayude para anunciar con ilusión su evangelio, de modo que por los frutos de nuestra entrega, otros puedan encontrarse con Aquel que tiene palabras de vida eterna.

viernes, 6 de marzo de 2015

III DOMINGO DE CUARESMA


DOMINGO III CUARESMA
8-3-15 (Ciclo B)

En nuestro recorrido cuaresmal, llegamos ya al ecuador de este tiempo de gracia, y en él, Jesús, que ha sido declarado el Hijo amado de Dios, va a vincular su cuerpo con el Templo del Señor, a la vez que anuncia su próxima muerte y resurrección.

Palabras que todavía no son comprendidas por sus oyentes, ya que lejos de interiorizar en su corazón el mensaje liberador de Jesús, siguen inmersos en sus cálculos, intereses y formas de vida ajenas al amor verdadero, y alejados de una auténtica conversión.

El gesto enojado de Jesús, echando duramente a los mercaderes del templo de Jerusalén, causa una enorme conmoción en la sociedad y en el entorno religioso, ya que templo y sacrificios, sacrificios y víctimas, víctimas y negocio, estaban profundamente unidos y en ocasiones seriamente confundidos.

Jesús no critica la práctica de la ofrenda a Dios, cumpliendo así la ley de Moisés en su autenticidad. Lo que no puede tolerar de ninguna manera, es el que esa práctica religiosa, que ante todo lo que debe buscar es reconocer la suprema voluntad divina y la escucha de la misma por parte del hombre, se haya convertido en un negocio que mancilla la ofrenda por la perversión de la actitud del oferente, que pretende negociar con Dios su propia salvación. “Habéis convertido mi casa en una cueva de bandidos”. La casa de Dios, lugar de encuentro con el Señor, de oración y de caridad, de amor fraterno y de acogida de la Palabra de Dios para vivirla en fidelidad y coherencia, se había convertido en el mercado del cumplimiento vacío de unas prácticas, por las cuales se creían cumplir suficientemente con el Señor, olvidando el amor a los demás y la obediencia a la voluntad divina. Es la tentación permanente de cosificar a Dios y hacerle un instrumento a mi servicio.

La acción de Jesús viene a reivindicar la recuperación de la auténtica ley mosaica, poniendo al hombre en su sitio en su relación con Dios, y que se sintetiza en la misma afirmación divina; “Yo soy el Señor tu Dios...no tendrás otros dioses frente a mí”.

Sin embargo precisamente ha sido la continua tentación a echarse en manos de otros dioses, cayendo en el pecado de idolatría, lo que ha caracterizado la actitud humana.

Cuantas veces el hombre ha sustituido a Dios por los ídolos; cuantas veces nos hemos erigido nosotros mismos en absolutos frente a Dios y a los demás. Con cuanta frecuencia escuchamos expresiones como “yo soy el dueño de mi vida, yo hago lo que quiero; yo determino el criterio ético y moral,...” Cuantas veces el hombre ha creído que su completa autonomía está lejos de Dios, como si éste fuera su enemigo.

Y sin embargo cuanto mayor es la distancia que nos separa de Dios, mayor es el vacío, el sinsentido y el egoísmo que ahoga nuestra existencia. Porque si expulsamos a Dios de nuestra vida, inmediatamente abrimos las puertas a los ídolos que con falsas promesas de satisfacción inmediata, nos someten y esclavizan, a la vez que nos enfrenta y enemista con nuestros semejantes.

Sólo Dios puede ser tenido por absoluto si de verdad el hombre quiere sentirse libre y realizado, porque en la medida en que nos reconozcamos como criaturas fruto del amor del Creador, seremos plenamente aquello para lo que fuimos por él creados; ser hijos de Dios, en su Hijo Jesucristo y por lo tanto co-herederos de su Reino de amor y de paz.

Manipular la fe, comerciar con las cosas de Dios, pretender utilizar la fe para lograr algún beneficio, lejos de situarnos en el camino del seguimiento de Cristo, nos aleja de él.

Las prácticas religiosas, las ofrendas y las tradiciones, han de ser un vehículo para vivir una fe madura y auténtica, y no cosificarla.

La relación que el hombre establece con Dios, es una relación de amor paterno-filial, en la que la iniciativa siempre la ha tomado el Señor, y a la que nosotros hemos de responder con gratitud y confianza. Dios no nos ha creado para una relación de esclavos, sino de hijos, y por eso tampoco nosotros podemos acoger su llamada a la vida para vivirla desde el interés o el utilitarismo. Sólo una sana relación de respeto, de amor y de confiada obediencia al Señor, nos realiza como personas y como creyentes. Así la vivió el mismo Jesús nuestro modelo y maestro.

Jesús siempre se nos ha manifestado en plena armonía con el Padre Dios, buscando los momentos de encuentro personal con él, en la oración de escucha y contemplación, atendiendo a su Palabra y viviendo conforme a su voluntad, porque como él mismo nos dice no ha venido para hacer su voluntad, sino la voluntad del que lo envió. (Cfr. Jn 5, 30b) Sólo a través de Jesús podemos establecer esta relación con Dios, y sólo la manera de relacionarse Jesús con el Padre es la adecuada para nosotros.

No busquemos otros sustitutos en el camino del encuentro con Dios. No nos engañemos pensando que al margen de Jesús, o por otra ruta distinta de él y de su Iglesia, podemos entablar una relación madura y auténtica con el Señor.

Quien cree que su libertad y autonomía le impide aceptar una palabra distinta de la suya propia, lejos de abrir su corazón al amor, lo está cerrando a su egoísmo.

La ley dada a Moisés por Dios en el Sinaí, ha sido llevada a su plenitud por Jesús, que la ha superado con su entrega y amor absoluto a la voluntad del Padre. Ese amor que S. Pablo nos invita a vivir dando testimonio personal con nuestra vida.

La fe en Cristo es muchas veces necedad para quienes se sienten satisfechos con sus bienes materiales y sus logros personales.

Para otros que se han construido un dios a su medida, autocomplaciente y mudo, resulta escandaloso aceptar al Dios de Jesús que siempre nos interpela para liberarnos y vivir nuestra verdadera vocación humana.

Qué difícil es, mis queridos hermanos, para el corazón soberbio aceptar el don de Dios. Qué difícil para quien pretende ser él mismo el dueño de su vida abrir su corazón para que otro pueda entrar en él. Y sin embargo, cuando el hombre no se postra ante Dios que le ama como a un hijo, acaba arrodillándose ante la bestia que lo somete como a un esclavo.

Pidamos en este tiempo cuaresmal, que el Señor siga infundiendo en  nuestra alma la sed de encontrarnos con él. Que nos ayude a retomar el camino hacia él, para vivir así una auténtica vida en plenitud, una vida asentada en la libertad de los hijos de Dios. Que nuestra Madre Sta. María, que cantó con su vida las maravillas del Señor, nos guíe en este caminar cuaresmal, para vivir la conversión personal y sentir el gozo del encuentro con el Señor y con los hermanos.