sábado, 30 de noviembre de 2013

I DOMINGO DE ADVIENTO


DOMINGO I DE ADVIENTO
1-12-13 (Ciclo A)

 
     Comenzamos hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa advenimiento, venida, es decir aquello que está a punto de llegar y que hace que quien lo espera, se sienta ansioso e inquieto por su tardanza, preparándose adecuadamente para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar lo que no espera.

Y lo que nosotros vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.

Porque esta es la grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el crecimiento del Pueblo de Dios.

     El adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.

     El adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad entre las personas.

     Otros, sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.

     Los cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse nada.

     Tenemos que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.

     Adviento no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.

     Dios puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de Jesucristo.

     Dios viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin darnos cuenta a su encuentro.

     Es preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos, porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también hacen su mella en la experiencia de la fe.

     Podemos repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación navideña.

Podemos caer sin darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.

     Hay que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada acontecimiento de nuestra vida.

     Este es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para los hombres amados por él.

     Nuestro mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida que van emergiendo con la entrega generosa de todos.

     Que este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la casa del Señor”.

 

sábado, 23 de noviembre de 2013

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. DOMINGO XXXIV T.O.


DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (24-11-13; ciclo C)

         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.
         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que a la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en su entrega personal, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.

 
         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, desde el que iluminamos nuestra vida.

 
         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.

         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se asienta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.

         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.

         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les va en cada caso proponiendo para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y conforme a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.

         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor de la vida, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

        Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso.

jueves, 14 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA


DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

17-11-13 (Ciclo C – Día de la Iglesia Diocesana)

 
Queridos hermanos todos. Celebramos en este domingo, día del Señor, una jornada de especial relevancia para nuestra vida comunitaria, el día de la Iglesia diocesana. Un día que nos invita a seguir a Jesús más firmemente y a ser servidores de su Evangelio. La invitación se dirige al corazón de cada miembro de la iglesia diocesana y, de manera especial, al de cada una de nuestras parroquias y comunidades, grupos y movimientos eclesiales. Es un día para celebrar la alegría de ser comunidad diocesana y para renovar nuestra vocación de serlo.                
Nadie sobra en la iglesia en su propósito de ser verdadero Cuerpo de Cristo y auténtico Pueblo de Dios. Todos los miembros somos necesarios para constituir este cuerpo vivo. Sin nuestra colaboración siempre le faltará algo. Por esta razón, es también un día para fortalecer nuestra implicación personal y comunitaria

La familia cristiana es mucho mayor que esta pequeña porción comunitaria en la que hemos nacido a la fe, y en la que de forma cotidiana la vivimos y enriquecemos por medio de los sacramentos y la actividad pastoral. Nuestra parroquia, esta de Santiago, y con ella todas las demás parroquias de Bizkaia, forman la Iglesia diocesana de Bilbao, que bajo la guía y el servicio apostólico de nuestro Obispo, desarrolla la misión evangelizadora y misionera que Nuestro Señor Jesucristo encomendó a los apóstoles.

Pero esta labor apostólica sólo puede realizarse en la comunión eclesial. Todo en la Iglesia es comunión, y sin ella nada pueda darse que podamos considerar auténtico. Los Obispos del mundo viven esa unidad en la comunión entre ellos y con el Papa, sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal; nosotros en la diócesis, sacerdotes, religiosos y seglares, también vivimos esa unidad de fe y de vida en la comunión entre nosotros y con nuestro Obispo diocesano, D. Mario.

Por ello podemos decir, que la jornada de la Iglesia diocesana es ante todo la fiesta de la familia que reaviva en su corazón los lazos de unidad, de afecto y de auténtica fraternidad, lazos fundamentales para construir una familia eclesial sana, abierta a todos y que vive en fidelidad al evangelio del Señor.

En esta tarea estamos todos involucrados, y de hecho el apóstol Pablo, como hemos escuchado en su carta, no escatima en esfuerzos para concienciar a todos los miembros de la comunidad para que asuman su responsabilidad en la Iglesia y en el mundo, “el que no trabaja que no coma”.  No podemos vivir nuestra vinculación eclesial con apatía o desidia, como si el desarrollo de su vida no fuera con nosotros. La pertenencia a la Iglesia ha de ser afectiva, con corazón y profundo sentimiento de que es mía, que es mi familia vital y existencial, y también con una pertenecía efectiva, es decir, que se nota su efecto en mi comportamiento, compromiso y desarrollo de toda mi existencia. Ser miembro de la Iglesia me hace hermano de los demás cristianos, seguidor y discípulo de Jesucristo, el Señor,  e hijo de Dios y heredero de su Reino. Un  Reino que sin tener en este mundo su plena realización, sí va emergiendo con la entrega personal de cada creyente que lo va transformando y regenerando desde la justicia, el amor y la paz.

En esto se manifiesta el ejercicio de nuestra vocación concreta, la llamada que de Dios hemos recibido y que con libertad y responsabilidad cada uno desarrolla en su vida cotidiana.

Todos somos responsables de que nuestras comunidades se sientan enriquecidas con los distintos ministerios y carismas que la hagan vigorosa y eficaz en la transmisión de la fe.

Por ello podemos sentir la estrecha vinculación entre Iglesia diocesana y las distintas vocaciones que puedan nacer para su servicio.

En tiempos donde la vocación sacerdotal y religiosa escasea, todos los miembros de la familia eclesial tenemos que ponernos en clave vocacional. Las familias cristianas deben ser semilleros de vocaciones, donde sientan con gozo y gratitud la llamada de uno de sus miembros al servicio pastoral y a la animación de la comunidad. Tener un hijo sacerdote o religiosa o religioso, no es una desgracia, sino una gracia que Dios nos ha hecho porque ha provocado que en nuestro hogar se haya gestado con su amor y su bendición, una vida al servicio de los demás con entera disponibilidad y dedicación.

Esta vocación de ser miembros activos de la iglesia vale para todos, y es necesario que saquemos también sus consecuencias en el campo del sostenimiento económico de nuestra Iglesia. Una de las claves para tomar conciencia de nuestra madurez eclesial es que la Iglesia debe ser sostenida económicamente por sus propios miembros. El Estado sólo debe entregar, aquello que los fieles han decidido compartir a través de sus impuestos, y así lo ha establecido la legislación vigente.

Nadie puede acusar a la Iglesia de vivir a costa de quienes no la quieren, aunque esta Iglesia nuestra, no haga distinción de credos a la hora de servir con generosidad a todas las personas a través de sus instituciones y de manera muy especial para con los pobres, a través de cáritas.

Cristo tampoco despreció al necesitado por no ser de fe judía. Al contrario, como buen Samaritano, nos llama para acercarnos al hermano que sufre para ejercer con él la misericordia que brota de su amor incondicional y universal.

    La Iglesia ha de ser siempre el corazón de la humanidad, el motor del amor fraterno que transforme y dinamice el desarrollo de unas relaciones más justas y solidarias donde sea posible que emerja el reino de Dios. Y nuestra pertenencia a la Iglesia ha de ser vivida con plena conciencia y gratitud ya que en ella hemos nacido a la vida en Cristo, y en ella fortalecemos nuestra espiritualidad que nos une a Dios y a los hermanos.


Que en este día gozoso sintamos la amorosa compañía de nuestra Madre Santa María. Que ella nos ayude a vivir con entera disponibilidad nuestra vocación, para que así podamos cantar con gozo las obras grandes que el Señor ha realizado en nuestras vidas.

sábado, 9 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

10-11-13 (Ciclo C)

 
       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.

       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.

       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.

       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.

       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.

       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.

       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.

       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.

       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper necesariamente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.

       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes ha n pervertido su corazón en el afán de poder.

       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.

       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.

sábado, 2 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO


 
DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO
3-11-13 (Ciclo C)

     “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.

     Con estas palabras llenas de ternura, el autor sagrado del libro de la Sabiduría, refleja los sentimientos más profundos de Dios, sus entrañas de amor y de misericordia.

     La eterna batalla entre el bien y el mal no sólo condiciona las relaciones humanas, también afecta profundamente a la conciencia creyente que busca una respuesta en la palabra de Dios. Cómo es posible que exista el mal, si es voluntad del Creador la armonía y la fraternidad entre todos los seres de la tierra.

     Cómo es posible que Dios permanezca aparentemente impasible ante el sufrimiento, la injusticia, la opresión y la muerte cruel de tantos inocentes a lo largo de la historia humana.

     Y lo que a nuestra mente parece ocultársele, la Palabra de Dios nos ofrece una puerta para comprender y situar nuestra propia vida y las relaciones que en ella entablamos con los demás.

     Ciertamente en la voluntad creadora de Dios jamás existió un lugar para el mal. Dios nos creó a su imagen y semejanza, reflejando en la criatura el mismo ser del Creador. Dios no nos creó para una existencia predeterminada, ni condicionada, sino que nos regaló el don de la libertad mediante la cual pudiéramos desarrollar nuestra vida asumiendo también la responsabilidad de nuestros actos.

     Y así se ha manifestado las enormes posibilidades del ser humano para proseguir la obra creadora de Dios. De tal manera que junto a las sombras existentes en la historia humana, podemos hablar de una bondad natural en el hombre, que le lleva a hacer el bien y a evitar el mal. Que en el ejercicio de esa bondad natural, encontramos nuestra felicidad y el pleno desarrollo de nuestro ser, sintiéndonos en armonía con nuestros semejantes y con Dios.

     Pero también es verdad, que junto a esta bondad natural, coexisten en la historia permanentes episodios de maldad que empañan la condición humana y que muchas veces determinan una mirada global de la historia. El egoísmo, la ambición, la envidia, el deseo insaciable de poder y riqueza, han sembrado de injusticias, dolor y muerte nuestra realidad, mostrándonos que si es verdad que el ser humano es capaz de prolongar la mano bondadosa de Dios, también puede ofrecer el rostro más opuesto a la divinidad, rompiendo su alianza filial y rechazando el amor que Dios le ofreció.

     Dios puso en nuestras manos el desarrollo de nuestro destino. Nos creó con la capacidad suficiente para tomar las riendas de nuestra vida y optar en cada momento por el camino que nos conduce hacia él, o por el que nos aleja de su lado. Y aunque es difícil realizar apuestas definitivas y más bien nos movemos entre los espacios intermedios que unas veces nos acercan a Dios y otras nos distancian de él, ciertamente depende de nosotros el cambiar y acoger su misericordia para recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

     No podemos culpar a Dios del mal existente en el mundo. Es una trampa más que nos pone nuestro propio egoísmo y pecado para evitar asumir la responsabilidad de nuestra libertad. La intervención de Dios ya se ha manifestado en la vida de Jesús. Por medio de él nos ha mostrado el camino que conduce a la vida en plenitud, y por el que podemos avanzar todos con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

     De hecho el evangelio que acabamos de escuchar nos muestra cómo es posible cambiar la vida, por muy condicionada que se encuentre por cualquier causa, si confiamos en el Señor y nos dejamos moldear por su amor regenerador.

     Zaqueo representa a ese grupo de personas con un pasado ensombrecido por la ambición y el egoísmo. San Lucas lo define como jefe de publicanos y rico, es decir, como alguien que explota a los demás en beneficio propio, colaborando injustamente en el sometimiento del pueblo judío. Hasta su estatura física definía su baja calidad humana.

     Sin embargo la mera curiosidad hace que su vida se tropiece con la de Jesús, y probablemente sin pretenderlo se vio atrapado por las redes del amor de Dios. Y pese a la murmuración de los demás, Jesús se atreve a acercarse a él para ofrecerle una nueva oportunidad que transforme su vida para siempre.

     En el encuentro sincero y abierto con el Señor, se hace posible el milagro de la regeneración humana, del nacimiento a una nueva vida de verdad, justicia y paz que devuelve la dignidad con la que fuimos creados por Dios.

     La realidad sufriente de nuestro mundo, nos tiene que llevar a trabajar por su transformación más profunda mediante los valores cristianos de la conversión personal y el perdón.

     La conversión exige un cambio radical en la vida de la persona. No se puede exigir la cercanía, el perdón ni la comprensión de los demás, si quien viviendo en el mal y la injusticia no da muestras de arrepentimiento y sinceros deseos de cambio.

     No se puede exigir a las víctimas de este mundo, que den el primer paso en el camino de la reconciliación. Al igual que Zaqueo, o el hijo pródigo de la parábola, ese primer esfuerzo personal e interior de conversión, corresponde a quien vive sumido en el pecado.

     Pero también y los afectados directamente por el mal sufrido, deben estar abiertos a ofrecer una nueva oportunidad a quienes la solicitan con autenticidad y sincera conversión.

     Porque si Dios nos ha perdonado, y sigue manifestando su misericordia cada vez que acudimos a él con sencillez y verdad, no podemos tomar otra medida cuando somos nosotros los ofendidos y nos toca ejercitar esa misericordia con el prójimo.

     No olvidemos que cada día al rezar el Padrenuestro, pedimos que Dios perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y si estas palabras están vacías o son dichas con falsedad, toda nuestra oración resulta falsa.

La eucaristía es el sacramento del amor. En ella celebramos el gozo del encuentro con Cristo que parte para nosotros el pan, y que nos convoca a su mesa para que vivamos como hermanos los unos con los otros. Que no endurezcamos nuestro corazón ante quien verdaderamente arrepentido, manifiesta su deseo de cambiar de vida y de volver a formar parte de la familia humana. De este modo la reconciliación favorecerá la auténtica convivencia fraterna, ganaremos terreno al mal de este mundo, y con la fuerza del Espíritu Santo se irá implantando el Reino de Dios.