sábado, 27 de abril de 2013

V DOMINGO DE PASCUA


DOMINGO V DE PASCUA
28-4-13 (Ciclo C)


El tiempo Pascual debe significarse por la alegría y la participación de todos, entorno a la mesa de Jesús; una alegría que se transmite de generación en generación en la confianza de que el Nuevo Cielo y la Nueva Tierra, se van construyendo con la aportación de cada uno de nosotros.

El libro del Apocalipsis  nos muestra esa visión futura de los creyentes. La vida vista desde la resurrección del Señor, tiene otro color y matiz que la sitúan en el camino de la esperanza y del consuelo. “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Jamás se ha realizado una promesa mayor, que además esté avalada por la entrega de quien la realiza, y que pueda suscitar la adhesión de todos los que anhelan su cumplimiento desde el seguimiento de Jesucristo.

Este tiempo Pascual nos ayuda a releer nuestra historia en clave de salvación. No la falsea ni la oculta tras débiles ilusiones. La vida del ser humano sigue su curso con sus luces y sombras, fracasos y logros, vida y muerte; pero desde la resurrección de Jesucristo, podemos situarnos ante esta vida nuestra con un semblante distinto. No somos un pueblo sin esperanza, ni dejamos que el desánimo venza ante la adversidad. Caminamos en la vida con confianza porque sabemos que la última palabra de la historia está escrita por Dios y pronunciada por su Hijo Jesucristo, y es una palabra de eternidad y de gloria.

“Os doy un mandamiento nuevo”, anuncia Jesús en medio de la Última Cena. Un mandamiento que resume todos y cancela cualquier legalidad pasada. El mandamiento del amor: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”; que nos amemos todos de forma generosa y abierta, sin egoísmos ni sospechas.

Este mandamiento del amor, que tantas veces resuena en nuestros labios y repite nuestra mente, qué lejos está de convertirse en una realidad plena. Cuanto odio, discordias, enfrentamientos y muertes entre hermanos siguen mostrándonos el lado oscuro del ser humano y la necesidad de conversión profunda al Dios de la vida.

El mandamiento del amor, es el gran mandamiento de Dios; “amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón y con toda la mente y al prójimo como a uno mismo”; amar como el mismo Jesús fue capaz de amarnos, hasta el olvido de sí mismo en favor de los demás, y en especial de los más necesitados.

Si no hay amor entre las personas, carece de sentido la vida. Una pareja sin amor se rompe, una familia sin amor es un infierno, una sociedad sin amor estará condenada a su destrucción y una Iglesia sin amor es una institución fría e inútil. El amor dignifica a la persona, la llena de ilusión y la capacita para confiar en el futuro. El amor en la comunidad eclesial es lo que da sentido a su labor evangelizadora y misionera en el mundo, por amor anuncia el evangelio a todas las gentes, por amor sus hijos viven entregados a los demás y en el amor encuentra, sin lugar a dudas, la viva presencia del Señor resucitado.

El amor regenera la sociedad y continúa la obra del Creador en medio de ella para que sea tierra fértil donde germine la semilla del Reino de Dios. Ese amor al ser humano y al mundo donde se desarrollan sus relaciones, es lo que nos compromete en el trabajo diario por la justicia, la verdad y la paz.

Amarnos unos a otros como el mismo Jesús nos amó, nos obliga a reconstruir los caminos rotos por el odio y el egoísmo.

Para poder llegar a desarrollar un amor universal, generoso y desinteresado con los demás, se ha de empezar a vivirlo entre los más cercanos; el hogar, los amigos y conocidos. 

El amor al que se refiere Jesús, y al que los apóstoles Juan y Pablo dedican capítulos importantes de sus cartas pastorales, es un amor permanente, imborrable, incondicional y generoso. Es el amor gratuito que se entrega sin esperar nada a cambio; el amor que no depende de la respuesta del otro. Es un amor que se mantiene vivo pese a las dificultades que surjan y que no se rompe por nada. Es un amor que no pone condiciones ni desaparece aunque sufra la infidelidad del ser amado.

El amor de Dios al que se refiere Jesús podemos asemejarlo al de una madre que vacía su corazón por completo en la entrega a sus hijos. Pero todavía es más que este, porque si ese amor materno por alguna incomprensible razón se apagara, el amor de Dios permanece vivo por siempre.

La sensibilidad de nuestro mundo actual, pervierte con frecuencia el sentido del amor. Se nos presentan los fracasos y las rupturas amorosas de muchos famosos como algo tan natural que roza la frivolidad. Eludiendo los momentos de dolor y de sufrimiento que ello conlleva, e introduciendo una cultura donde los compromisos, por muy sagrados que sean se pueden romper, y donde la palabra y la promesa realizada no tienen ningún valor. De esta forma las generaciones más jóvenes crecen en un ambiente donde todo carece de sentido, y en la que los valores del sacrificio, la entrega, el perdón y la misericordia se subordinan al egoísmo infantil e irresponsable.

El amor que Jesús nos deja como mandamiento suyo es aquel amor capaz de dar la propia vida por los demás. Es un amor que no se guarda ni se mide. Un amor que no se paga ni se compra. Es el amor que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites”, porque como nos enseña San Pablo, este amor auténtico, que  “no pasa nunca”.

Este es el amor que fue clavado en la cruz y que ha regenerado al hombre para la vida eterna.

Es verdad que las relaciones entre las personas, por mucho que nos queramos, siempre pueden atravesar por situaciones delicadas, e incluso insostenibles, pero en honor a la verdad, de estas carencias sólo somos nosotros los responsables. Nuestra capacidad de amar no es la misma que la del Señor, es verdad. Sin embargo todos deseamos la plena felicidad y sabemos que lograrla depende en gran medida de lo que cada uno esté dispuesto a dar de sí mismo.

Hoy vamos a pedirle al Señor que nos fortalezca en el amor. Que nos ayude a dar todo lo que esté en nuestra mano para salvar lo que sin duda es lo fundamental de nuestra vida. Pedimos especialmente por todos los esposos que atraviesan por momentos de incertidumbre y sufren de corazón. Que nosotros sepamos comprender y acoger su situación, y que en la medida de lo posible les sirvamos de ayuda eficaz a fin de que encuentren, desde el respeto y la verdad, lo mejor para sus vidas, con la ayuda de Dios.

viernes, 19 de abril de 2013

IV DOMINGO DE PASCUA


DOMINGO IV DE PASCUA
21-04-13 (Ciclo C) Jornada de oración por las vocaciones


        “Yo soy el Buen Pastor, dice el Señor, conozco a mis ovejas y ellas me conocen”. Con esta antífona previa a la proclamación del evangelio, acogemos el don de Dios que nos ha hecho hijos suyos, y sentimos la alegría de sabernos acompañados en todo momento por la presencia de Cristo resucitado, el Buen Pastor.

Y en este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la fe en Cristo resucitado, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora, y un regalo también para las comunidades cristianas a las que son enviados.

En el tiempo pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos discípulos ante la resurrección del Señor. Unida a ella está el nacimiento de la Iglesia como continuadora de la obra de Jesús.

En la resurrección de Cristo, y tras la recepción del Espíritu Santo, los creyentes adquieren su mayoría de edad y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza y trabajando unidos para la transformación de este mundo. Así van surgiendo las primeras vocaciones entre los creyentes. Ese grupo que escucha a los Apóstoles narrar sus vivencias, se siente alentado a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos han de ser convocados a participar de la misma comunidad creyente, vivir una misma esperanza y construir el Reino de Dios. Pero para esto hacen falta más brazos.

Dios nos llama a cada uno de forma personal, para lo cual se ayuda de mediaciones. Todos los creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente.

Ninguno de nosotros podría mantener su fe si no contara a su lado con otros hermanos que nos sostengan en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden a compartir la misma esperanza.

Pues hoy la Iglesia se hace especial eco de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen falta una clase muy peculiar de obreros en la mies del Señor. Si todos los brazos y vocaciones son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en nuestros días hay unas vocaciones que necesitan ser suscitadas con extraordinaria urgencia; la vocación a la vida religiosa y la sacerdotal.

La vocación religiosa es un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, donde crece el individualismo y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se puede contemplar también espacios humanos donde la comunidad, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.

En medio de la sequedad y del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las vidas de aquellos a los que sirven con amor porque viven en el Amor de Jesucristo camino, verdad y vida.

No tenemos más que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. Y entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio, tanto a los cristianos que atienden como a los más desterrados, pobres, enfermos, ancianos, niños abandonados, marginados... Son una muestra de la mano abierta y generosa de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.

Y junto a las vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Vocación esencial para la Iglesia, sin la cual ésta sería imposible. Si es verdad que en una época era un estado de vida reconocido socialmente y que muchas familias se alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada, generalmente rechazada e incluso vilipendiada.

Es verdad que ser sacerdote hoy no conlleva ningún reconocimiento ni privilegio, y eso es bueno. El sacerdote ha de serlo para sostener y alentar la vida de los creyentes en medio de su comunidad, y en ese servicio debe encontrar su propia realización personal al vivir con gratitud el don recibido por Dios.

Pero nuestras comunidades necesitan de sacerdotes; quién si no las va a acompañar en su camino de vida y de fe, las va a confortar y sostener por medio de los sacramentos y las va a mantener unidas conforme a la voluntad del Señor. Los sacerdotes tenemos que ser reflejo del Buen Pastor, entregados al bien de la comunidad que se nos ha confiado, para que en el encuentro con Jesucristo, mediante nuestro anuncio y testimonio, construyamos la gran familia eclesial.

En un tiempo de conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la división, necesitamos de personas que nos ayuden a encontrar lo fundamental de la fe y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.

        El ministerio sacerdotal prolonga la vida del mismo Jesucristo en medio de la comunidad cristiana y de nuestro mundo. Su misión consiste en ser garantes de la autenticidad evangélica de y de la unidad comunitaria, sin la cual es imposible que la familia eclesial subsista y sea creíble.

Hoy pedimos al Señor por las vocaciones, para que los jóvenes se abran de corazón a su llamada, y encuentren en el seguimiento de Jesucristo la razón y el gozo de su existencia.

Que nuestra madre la Virgen María, acompañe y sostenga con su amor maternal la vida de los que se entregan al servicio apostólico.

sábado, 13 de abril de 2013

III DOMINGO DE PASCUA


DOMINGO III DE PASCUA
14-04-13 (Ciclo C)

Como vamos percibiendo a lo largo de este tiempo de Pascua, la Palabra de Dios nos va desvelando las diferentes formas con las que Jesús se manifestó a los suyos, de manera que pudieran comprender que tras esa nueva apariencia, gloriosa y desconcertante, estaba el mismo que había compartido sus vidas.

No hay ruptura entre el Jesús crucificado y el Cristo resucitado. Son la misma persona, y aunque la mente humana no tenga capacidad para escudriñar esta experiencia desbordante, la fe y la adhesión al Señor nos hace capaces de acoger y asimilar en lo más profundo de nuestro ser esta verdad que nos une y nos llena de gozo.

En este tercer relato de la presencia de Jesucristo en medio de los suyos, son varios los elementos que el evangelista San Juan ha querido dejarnos como testamento de vida. Primero la unidad entre los discípulos. Necesitan estar juntos porque han sido demasiado grandes y fuertes y las experiencias que acaban de compartir. En la soledad se dan demasiadas vueltas a la cabeza para nada, y aunque todos necesitan de un respiro que les ayude a asimilar todo lo vivido, se necesitan los unos a los otros para compartir sus temores, sus dudas y sobre todo esa ilusión que empieza a brotar con toda su fuerza.

Pedro, Natanael, Tomás, Juan, Santiago y los demás, compartirían esa mezcla de alegría e incertidumbre que la muerte y resurrección de Jesús les ha llevado a sus vidas. Y lo que han de seguir haciendo es continuar la tarea, van a pescar, que en el lenguaje evangélico de Juan significa echar la red en el mar del mundo para congregar a nuevos hermanos que sumar al Pueblo de Dios que es la Iglesia de Jesús.

Y en esa labor surgen los sinsabores y los fracasos. No han pescado nada. Por más que se esfuerzan en transmitir su experiencia y mostrar con el ejemplo de sus vidas que el reino de Dios ya ha llegado en la persona de Jesucristo, los comienzos apostólicos resultan infecundos.

Y en la oscuridad de la noche se hace presente el Señor, que les anima a volver a echar la red sin demora porque tarde o temprano habrá quien escuche en su corazón la llamada de Dios y acoja la invitación a formar parte de la comunidad eclesial. Alentados por el Señor resucitado, la pesca, nos narra el evangelista, se vuelve abundante y fecunda, 153 peces grandes, que en el mismo lenguaje simbólico del evangelio expresa todas las clases de peces existentes. Es como si el autor sagrado nos estuviera diciendo que con la presencia del Señor en la acción misionera de su Iglesia, todas las gentes y pueblos van a ser convocados a formar parte del único Pueblo de Dios. Nadie quedará excluido de esta invitación que transformará la vida del mundo porque el Reino del amor, de la paz y de la justicia ya ha sido plantado y sus frutos comienzan a emerger con vigor y fecundidad.

Y el tercer signo esencial del evangelio que hemos escuchado se nos muestra en la cena de los discípulos junto al Señor. Jesús toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Quedan en el recuerdo aquellas comidas donde en medio de la escasez se produjo el milagro de la abundancia. Y sobre todo aquella cena última en la vida de Jesús donde se nos entrega como alimento de salvación.

Desde entonces la comida fraterna junto al Señor no es un aspecto más de la vida cotidiana, es la Cena del Señor, la Eucaristía, el alimento que nos une a Jesucristo y a los hermanos, para ser en medio del mundo sacramento de salvación.

Este tiempo pascual nos va a ayudar de diferentes maneras a percibir estos aspectos fundamentales de nuestra fe. La necesaria unidad entre quienes formamos parte de la familia eclesial, y cómo en esa comunión existencial, en la manifestación explícita de nuestro ser hermanos los unos de los otros, es donde se hace presente el Señor. Jesucristo resucitado se ha vinculado de forma efectiva en medio de su comunidad de discípulos que le seguimos con fidelidad y esperanza. Y aunque entre nosotros puedan expresarse diferencias legítimas fruto de nuestra diversidad cultural, generacional e incluso ideológica, todas ellas han de ser revisadas a la luz del evangelio del amor y de la justicia que nos ha hecho hermanos en Cristo e hijos de Dios. Porque en la división y en la ruptura de la comunión eclesial no está presente el Señor.

Esa presencia de Jesús es la que nos anima una y otra vez a trabajar con generosidad y entrega en la misión evangelizadora a la que hemos sido enviados por nuestro bautismo. No somos portadores de una tradición inoperante. Somos testigos de Jesucristo resucitado, protagonistas de nuestra historia y colaboradores en la construcción del Reino de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo.

Todo esto es lo que cada domingo vivimos y celebramos como comunidad cristiana entorno al altar del Señor. La Eucaristía es fuente y culmen de nuestra vida creyente. En ella recibimos la fuerza y el estímulo que Jesucristo nos entrega en su Cuerpo y su Sangre. Y a ella traemos nuestras vidas y las de nuestros hermanos más necesitados para que al ponerlas ante el Señor, él las transforme con su amor y nos llene de gozo y de esperanza.

Comunión fraterna en la unidad eclesial, entrega generosa en la misión evangelizadora de la Iglesia y participación plena en la celebración eucarística, son los pilares fundamentales de nuestra experiencia cristiana. En ellos se sustenta el sólido edificio de nuestra fe y por medio de ellos percibimos la clara presencia del Señor resucitado en nuestras vidas.

Que hoy, sintamos esa presencia del Señor que nos vuelve a pedir que echemos las redes de la esperanza, del amor y de la fe en medio de nuestro mundo, y que al realizar esta misión dentro de la comunión fraterna, podamos dar testimonio eficaz de nuestra fe en medio de nuestro mundo.