sábado, 25 de octubre de 2014

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXX DEL AÑO
26-10-14 (Ciclo A)

 
Al igual que el domingo pasado, en el breve relato del evangelio de hoy, vemos como la intención de la pregunta, tan importante por cierto, que plantean a Jesús, no es tanto el contenido de la respuesta, sino ponerlo a prueba. El domingo pasado esa prueba consistía en arrinconar a Jesús ante el delicado tema de pagar el impuesto al imperio romano; una cuestión más política que moral. Pero hoy el paso dado es más grande. Ahora se trata de que Jesús se defina ante la cuestión fundamental para un judío, cuál es el mandamiento más importante de la ley.

Y Jesús contesta resumiendo la ley de Moisés en dos preceptos fundamentales, y que además los equipara por su semejanza. Lo primero amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas (alma, corazón y vida). Y al prójimo como a uno mismo.

Amar a Dios y al prójimo desde el sentimiento y la empatía, desde la razón y la consciencia, desde la justicia y la verdad. No se trata de palabras vacías, sino de tomar postura ante la opción fundamental de nuestra vida, y situarla bajo la mano amorosa de Dios orientándola a la vez, a vivir ese amor en la auténtica fraternidad. Y Jesús no une estos mandamientos por casualidad, de hecho en el libro del Éxodo que hemos escuchado en la primera lectura, después de que el Señor entregara el Decálogo con los mandamientos de la Ley, los desarrolla concretando su contenido en el texto que hemos escuchado. “No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros /…/ No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, /…/ Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándolo de intereses”. Y concluye “Si gritan a mí yo los escucharé porque soy compasivo.”

¿Con quién es Dios compasivo?, con el emigrante y con el necesitado.

Dios manifiesta su ira y su justicia frente a quienes oprimen y explotan a su pueblo. Y estas palabras dichas hace más de tres mil años, siguen siendo la voz de Dios en el presente, y una responsabilidad para quienes hoy somos sus testigos y discípulos.

Porque también en nuestros días hay emigrantes, hay viudas y huérfanos, hay oprimidos por los intereses usureros, hay personas desahuciadas que no tienen donde caerse muertas. Y podemos correr el riesgo de contentarnos con explicar la situación por la crisis económica y quedarnos tan anchos, mientras la injusticia subyacente a la misma se mantiene.

Cada vez más los gobiernos pretenden blindar sus fronteras para reprimir al inmigrante. Nosotros mismos amparamos y compartimos esas leyes buscando con ellas proteger nuestro nivel de vida y bienestar, olvidando que hubo un tiempo en el que también tuvimos que salir de nuestra tierra para buscarnos la vida en otros lugares.

A medida que ganamos en cotas de progreso personal y familiar, tenemos bienes suficientes y buena posición social, en vez de vivir una mayor solidaridad, nos encerramos egoístamente creyendo que así nos aseguramos para siempre el futuro.

Estamos perdiendo la capacidad de ver en el rostro del otro a un hermano, para considerarlo una amenaza. No digamos nada ahora con la enfermedad del ébola, que cualquiera que venga de África es ya un considerado un peligro de salud pública.

Una cuestión bíblica y que hoy nadie la valora en su realidad moral es la usura. Cobrar intereses por el dinero prestado, es algo que ha entrado en nuestra vida como lo más normal y cotidiano. Los bancos de otro modo, no podrían subsistir. Pero se ha hecho de una práctica que en su origen busca la solidaridad, el “modus vivendi” de una clase todopoderosa que condiciona la economía mundial hasta el punto de desestabilizar y arruinar economías nacionales. Porque dónde está el origen de esta crisis económica, sino en la escandalosa manera de gestionar la economía por parte de los grandes de la banca.

Y mientras unos pocos se han enriquecido por medio del robo a espuertas y sin ningún rubor por su parte, millones de familias soportan la miseria viendo a sus hijos pasar toda clase de necesidades y penurias.

Pues la Palabra de Dios de antaño, sigue resonando con fuerza en medio de su Iglesia hoy y siempre, mientras nosotros tomemos conciencia de que nunca nuestra cómoda posición puede silenciar la verdad ni acotar los límites de la justicia de Dios.

Repetimos con suma frecuencia, que Dios es compasivo y misericordioso, pero la compasión de Dios no es algo con lo que se pueda jugar o  tomarse a la ligera. Porque como hemos escuchado, la primera compasión de Dios es para con los que sufren y claman a él en medio de las injusticias padecidas. Y Dios escucha ese clamor prometiendo su justicia, la cual caerá, casi implacable, sobre los causantes de tanto sufrimiento. ¿Qué es lo que aplaca esa ira de Dios, y que hace que también sea misericordioso? el arrepentimiento y la conversión.

En nuestra sociedad frívola y superficial, podemos caer en el error de confundir a Dios con un títere a nuestro antojo, y que viviendo como nos dé la gana, él siempre nos perdona, creyendo que eso significa tolerancia total. Y no, mis queridos hermanos, tolerancia cero contra la injusticia y el abuso. Tolerancia cero contra la soberbia y la opresión. Tolerancia cero contra la explotación y la rapiña para con los más débiles del mundo. Dios perdona al pecador arrepentido, pero es implacable contra el pecado. Así que tomando las palabras de S. Pablo que hemos escuchado, ya podemos empezar a ser un modelo para todos los creyentes, convirtiéndonos a Dios, abandonar los ídolos y servir al Dios vivo y verdadero acogiendo con amor y solidaridad a nuestros hermanos más necesitados.

La comunidad eclesial de la que formamos parte, estamos llamados a ser sal y luz en medio del mundo.

Y eso significa caminar entre la fidelidad al evangelio y la mirada crítica a nuestro entorno. Dios nos llama a vivir en el amor auténtico y fecundo que brota de la vida de Jesús. El amó por encima de todo, con todo el corazón, con toda la mente y con toda el alma, al Padre cuya voluntad buscó cumplir siempre. Y esa voluntad del Padre se encarnaba en el amor al prójimo hasta entregar la vida por él.

Que también nosotros podamos vivir esa espiritualidad encarnada que además de ser la única auténticamente cristiana, es la que puede dar de verdad sentido a nuestra vida.

domingo, 19 de octubre de 2014

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO - DOMUND


DOMINGO XXIX DEL AÑO

19-10-14 (Ciclo A – Jornada del Domund)

 

         Celebramos en este domingo, la Jornada mundial de la propagación de la fe, el Domund. Y lo hacemos en un momento donde la vida, la entrega y el sacrificio de los misioneros, es noticia de gran actualidad, aunque por desgracia no se debe a su labor encomiable, sino por haber contraído la grave enfermedad del ébola.

Qué espacio tan apropiado para centrar nuestra atención en la misión que todos tenemos de ser transmisores de la fe. Comenzando por el hogar familiar donde debe volver a resonar la experiencia religiosa como el nexo fundamental de unidad, y dejar que sea Dios quien vaya sembrando con su amor todas las relaciones familiares y sociales.

Esta es la llamada que Jesús nos hace en el evangelio y que en su diálogo con los que intentan manipular la fe, les deja bien claro que  “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

         Una frase que lejos de querer diferenciar los campos de los social y lo religioso, sentencia la primacía de la fidelidad a nuestra vocación sobre los intereses políticos o económicos. Que ser seguidor de Cristo conlleva poner por delante la autenticidad de la fe y buscar siempre la voluntad de Dios y no las conveniencias individualistas.

         El poder social que ejercían los fariseos abarcaba todos los campos tanto económico, político y religioso. Y para Jesús, la vida entera del ser humano ha de ser orientada conforme al plan liberador de Dios y no dejarse condicionar por los criterios partidistas o estratégicos.

         El gran reto para nuestra fe y vida diarias, no es darle al mundo lo que es del mundo. Ya se encarga él de cobrarse cada día más de lo que le pertenece. Lo importante es dar “A Dios lo que es de Dios”. Y entonces conviene que nos preguntemos, ¿qué es de Dios?

         Y de Dios es todo lo que afecta a su creación y a sus criaturas. Si Dios es Padre de todos, a Dios le afecta todo lo que les suceda a sus hijos. Y cuando decimos todo, no hay exclusión ni excepción.

         A Dios no sólo le afecta la experiencia religiosa de los hombres. A Dios le afecta la realidad social, económica y política de este mundo, porque es ahí donde se deciden los destinos de las personas, su promoción y desarrollo o su exclusión, esclavitud, opresión y muerte injusta.

         La fe tiene mucho que decir a este mundo nuestro y a todas sus relaciones. Cuando la Iglesia se pronuncia sobre temas sociales y políticos, enseguida salen quienes se sienten aludidos atacándola de injerencia, buscando trapos sucios que echarle a la cara y manipulando su desprestigio público. Las armas para su defensa son mucho más endebles y sólo la autenticidad de su vida y el continuo servicio humilde y silencioso es lo que puede hacer.

         Cuando la Iglesia condena los abusos de leyes que oprimen a los más pobres y limitan los derechos de los inmigrantes, no cae en saco roto su denuncia.

         Pero aquellos que tienen la responsabilidad de resolver los graves problemas del pueblo, se sienten molestos y amenazados por la libertad de una Iglesia que no se pliega a sus intereses. Y esto tampoco se olvida. Es cuando se arremete contra ella porque no comparte los objetivos de quienes imponen sus tesis o proyectos.

         Escuchar hoy la llamada de Dios, nos ha de llevar a buscar su reino y su justicia. También nosotros tenemos que darle a Dios lo que es suyo, y esto es transformar este mundo nuestro en su reino de amor, justicia y paz, desterrando todo aquello que lo divide y esclaviza. Somos hermanos los unos de los otros, y en este día del Domund es cuando más claramente aparece la fraternidad universal.

Mencionaba el inusual protagonismo que en estos días han acaparado algunos misioneros. Es cierto que sólo aquellos que por desgracia se han contagiado del mismo mal contra el que luchaban cuidando, acompañando y compartiendo su vida con los más pobres, el ébola. A nadie le ha importado el desgaste de sus vidas, se ha cuestionado la oportunidad de traerlos a España, algunos hasta les ha criticado de imprudentes. Y muy pocos, salvo la misma familia misionera a la que pertenecían los afectados, ha destacado sus vidas de entrega generosidad y amor.

Porque esa es la verdadera causa de su muerte, el amor. Por amor dejaron la comodidad de su tierra y la seguridad de nuestro primer mundo. Por amor se fueron donde la miseria se palpa, se huele y se impone. Por amor se acercaron sin reparos a los últimos, los enfermos y excluidos. Por amor compartieron tanto sus vidas y destinos, que contrayendo su misma enfermedad, dieron su vida y su aliento.

Escuchar algunas declaraciones que los medios de comunicación destacan son un insulto a su memoria y una vergüenza para una sociedad que se autodefine como civilizada.

El destino de toda la humanidad es el mismo. Este salto a nuestras fronteras del mal que padecen tantos millones de seres humanos, nos ha de enseñar que en el mundo no existen barreras, ni fronteras, ni mares que aíslen la miseria y el mal que sufren nuestros hermanos. Y que si no les ayudamos por amor, lo haremos por temor.

Gracias a Dios, los misioneros son del grupo primero. Por eso son ejemplo de la grandeza del corazón humano, que sólo encuentra su explicación en la fuerza del Espíritu de Dios que alienta, sostiene y hace germinar con extraordinaria abundancia, el fruto del amor que se desborda y se entrega hasta el límite.

Hoy celebramos el Domund; ayudaremos con nuestras aportaciones económicas, los trabajos de nuestros misioneros.

Que sepamos alentar su labor, más que con el dinero, que siempre es necesario, con nuestra oración, apoyo y solidaridad, las cuales son imprescindibles.

Y que al contemplar su entrega y sacrificio, demos gracias a Dios que sigue suscitando en medio del mundo, personas que desarrollan hasta el extremo lo mejor de la condición humana.

sábado, 11 de octubre de 2014

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

12-10-14 (Ciclo A)

 
      A lo largo del evangelio son varias las comparaciones con las que Jesús describe las características del Reino de Dios, y una de las más expresivas es la de la comida festiva.

El profeta Isaías ya anunciaba que Dios prepara un banquete generoso y universal, donde todos somos invitados para vivir el gozo de la salvación. Una alegría que hemos cantado con el salmo 22, sintiendo cómo el Señor nos va conduciendo hacia su Reino de amor y de paz, a través de “fuentes tranquilas en las que repara nuestras fuerzas”.

De este modo entendía el pueblo judío su propia historia, donde toda ella era fruto del amor de Dios que les había elegido como su Pueblo santo y preferido.

Sin embargo el apego y acomodo a las realidades temporales,  muchas veces provocan en nosotros la ingratitud al creernos autosuficientes, y así el evangelio de hoy nos lanza una llamada de atención frente a la apatía y la desidia en la que muchas veces cae el pueblo creyente.

San Mateo dirige su evangelio a la comunidad judía. El conoce muy bien su tradición personal y comunitaria y sabe en qué terreno se mueve. Tras manifestar con claridad que el Reino de Dios es un don, fruto del amor y de la misericordia divina, pasa con igual verdad a mostrar su exigencia y la respuesta personal que Dios nos pide a su llamada.

Jesús nos ha transmitido el verdadero rostro de Dios. En su persona se ha hecho realidad lo ya anunciado por los profetas, de manera que su reinado ha comenzado a emerger entre nosotros. Un reino al que todos somos convocados para colaborar en su construcción, bien a primera hora del día o a última, pero con el mismo salario. Un reino donde no existan barreras que nos separen egoístamente, porque todos somos invitados con igual generosidad por parte del Señor, pero como hemos escuchado en el evangelio no siempre acogemos la invitación con entusiasmo ni gratitud.

Jesús reprocha a sus oyentes esa actitud mezquina y prepotente de quienes se creen merecedores del don de Dios. Un don que siempre es gratuito y que brota del amor que Dios nos tiene, pero que ni es fruto de nuestros méritos ni un derecho que podamos exigir.

El Señor manifiesta su tristeza por la falta de respuesta en aquellos que han sido elegidos por Dios. Ese pueblo suyo que tantas veces ha experimentado las pruebas del amor de Dios y que sin embargo sigue endureciendo el corazón ante sus llamadas, cerrándose a la conversión y prefiriendo caminar por la senda del egoísmo y la indiferencia para con los demás. Una actitud que S. Mateo les recuerda con dureza ya que muchas veces ese pueblo escogido, en vez de aceptar y escuchar la palabra de Dios expresada por boca de sus profetas y mensajeros, los han despreciado, maltratado y asesinado.

De esta forma el evangelista apunta a la misma vida de Jesús. Él ha sido el Dios con nosotros, y sin embargo “los suyos no lo recibieron”.

Por todo ello la invitación inicialmente ofrecida al pueblo elegido, se entregará a “otro pueblo que de sus frutos a su tiempo”, el nuevo pueblo de Dios que somos la Iglesia. En ella toda la humanidad es convocada al Reino de Dios llegando hasta los confines del mundo para que nadie quede excluido de su proyecto salvador.

Los cristianos debemos tener clara conciencia de ser el nuevo Pueblo de Dios instaurado por Jesucristo. Sin rechazar a nadie y sin creernos más que nadie, pero sintiendo con gozo y vitalidad fecunda, que el Señor camina a nuestro lado y que somos portadores de una misión evangelizadora, que ha de transmitirse a los demás con generosidad y respeto, pero ante todo con fidelidad y valentía.

Desde esta toma de conciencia de nuestra vocación cristiana, acogemos la llamada que hoy se nos realiza para ver en qué medida no nos hemos acomodado también al bienestar del presente, cayendo en el mismo pecado que nuestros padres en la fe.

¿Somos los cristianos auténticos mensajeros de la vida del Señor, viviendo los valores del evangelio en medio de nuestra sociedad, o por el contrario también estamos cayendo en la desidia y superficialidad que nos aleja de una vida auténticamente cristiana?

Ya el Papa Benedicto XVI, en su momento, y también ahora el Papa Francisco, en varias ocasiones han apuntado que nuestro mundo moderno se ha acostumbrado a consumir religión, pero que cada vez se aleja más de Dios. La moderna sociedad ha convertido el fenómeno religioso en otro producto de consumo, pero carente de contenido y hondura para la vida del ser humano.

Hay quien consume sacramentos como expresión de una costumbre social, o por aparentar ante los demás sin una preparación previa adecuada y transformadora en la conversión personal, desvinculándolo de su sentido profundo, y pervirtiendo así su contenido esencial.

Es como el invitado a la fiesta del evangelio, a quien el Señor le reprocha su vestido. “¿Cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”. Cuantas veces asistimos a celebraciones matrimoniales, bautismales o eucarísticas donde una gran parte de los invitados, e incluso de los protagonistas principales, viven al margen de la fe. Y no lo digo desde el punto de vista moral, que todos somos pecadores y estamos necesitados de la misericordia de Dios, sino desde una realidad existencial de pertenencia auténtica a la familia eclesial.

Es una gran desgracia para la vivencia cristiana, el que la celebración de los misterios de la fe se convierta en un mero signo ornamental. Un matrimonio celebrado sin fe es inválido, lo mismo que el bautismo que recibe un niño, sin el concurso de la fe de sus padres, resulta a la larga infecundo. Para vivir plenamente la fiesta del banquete del Señor debemos estar vestidos adecuadamente para la ocasión.

Vestido que no es otro que el de nuestra actitud interior. La fe no es cosa de apariencia externa, sino de autenticidad interna. Celebramos los sacramentos porque en ellos sentimos la presencia de Dios, quien por medio del bautismo nos acoge en su familia eclesial haciéndonos hijos suyos. Por medio de su Palabra y de la Eucaristía nos nutre con el pan de la vida, y también bendice el amor conyugal cuando los esposos comprometen sus vidas para siempre.

Desde esta fe recibida y vivida con autenticidad y coherencia vemos cómo en todos los momentos fundamentales de nuestra vida Dios se hace presente para alentarnos y colmarnos con su amor, sintiendo cómo su gracia nos conforma cada día teniendo como único modelo a Jesucristo nuestro Señor.

Hoy le pedimos por intercesión de la Stma. Virgen María, en su advocación del Pilar, que nos ayude siempre para hacer de la comunidad cristiana fermento de una humanidad nueva y entregada al servicio de su Reino, y que los seguidores de Jesús llevemos siempre el traje de fiesta, propio de quienes han acogido y agradecido el don de la fe.

sábado, 4 de octubre de 2014

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO
5-10-14 (Ciclo A)

       Después de escuchar durante las semanas pasadas, como Dios es compasivo y misericordioso, y que el perdón que siempre nos ofrece ha de ser compartido y vivido por todos nosotros, hoy la Palabra del Señor  nos invita a dar un paso más para que vivamos nuestra fe con autenticidad y coherencia.

       La fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo no es una fe abstracta, pasiva, lejana o indiferente con el destino del mundo. La fe cristiana se autentifica en el seguimiento de Jesús, para vivir conforme a su estilo de vida y encarnar en nuestra realidad su mismo proyecto salvador. La fe verdadera, tiene consecuencias concretas para nuestra vida.

       La historia de Israel mirada a través de los ojos del profeta Isaías, y recogida por el mismo Jesús en el evangelio, es denuncia por su actitud de autocomplacencia e irresponsabilidad en aquellos que, debiendo ser agradecidos por los dones recibidos y por ello generosos con los demás, muchas veces han caído en el egoísmo y la soberbia de creerse los dueños del mundo y superiores respecto de otros pueblos.

       Ese mundo contemplado por el profeta, es descrito por Jesús, como la Viña de Dios. Una viña creada por amor, cuidada con esmero y preparada por Él, para que en ella se desarrolle la vida humana en su plenitud, y poniendo las condiciones necesarias para que sea el germen de donde brote su Reino de amor. Para ello, Dios ha confiado su desarrollo al ser humano, y la ha puesto en nuestras manos para que conforme a su plan, la vayamos sembrando de relaciones fraternas y solidarias y cosechemos frutos de paz, concordia y justicia entre todos y para todos, sabiendo que esta viña no es posesión privada de nadie sino un regalo, un don para cada uno de nosotros y para toda la humanidad.

       Sin embargo, no hay más que echar una mirada a la viña del mundo para ver el solar estéril en el que tantas veces la hemos convertido, y no porque Dios nos haya castigado conforme a la amenaza vertida por el profeta, sino por la perversión que ocasiona el pecado egoísta, que nos hace creernos dueños de la creación sometiéndola al capricho de los intereses particulares y esclavizando o eliminando a quienes desde su pobreza y necesidad, nos recuerdan lo injusto e inhumano de nuestro proceder.

       Y aunque ciertamente mayor responsabilidad tienen quienes más altos cargos ostentan y más bienes poseen, todos de alguna forma queremos vivir mejor y en nuestras ambiciones personales vamos olvidándonos de la caridad fraterna y la compasión por los demás.

El egoísmo del ser humano es la actitud que mejor muestra la idolatría que la sustenta. Porque no olvidemos que la denuncia del Señor en el evangelio, no sólo se debe a que aquellos jornaleros no dan los frutos debidos a su tiempo, sino que además de no aceptar a los enviados que el Dueño les envía, terminan por matar a su propio hijo.

En esta figura, quedará anunciada la propia entrega de Jesús, el Hijo amado del Padre, y que habiendo sido enviado para recoger el fruto de esta humanidad amada por Dios, en vez de recibirlo con gozo y gratitud, lo condenará a la muerte de cruz.

Jesús, por encima del egoísmo material, está denunciando la soberbia del corazón que lejos de reconocer al Dueño de nuestra vida, quien tanto nos ha amado y tantas veces buscado, le damos la espalda para echarnos en los brazos de los ídolos que satisfacen nuestras pasiones más superfluas, disfrazándolas de deslumbrantes horizontes, como son el dinero, el prestigio o la fama, el poder o el placer, pero que tras su consecución inmediata, sólo dejan víctimas frustradas y fracasadas, con el alma vacía y la conciencia amordazada.

Por eso la llamada a la solidaridad con los demás es tan importante, porque en la medida en que nos hacemos conscientes de la enorme desigualdad e injusticia que existe en el mundo, podremos dejarnos interpelar por las necesidades de los demás, lo cual nos puede acercar a descubrir el rostro de Dios en los más pobres, avanzando hacia una plena conciencia de universal fraternidad.

Dios nos ha colmado de gracia y bendición, nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha llamado a la vida para vivirla con el gozo de sabernos sus hijos. Y esta realidad si es vivida con la gratitud debida, nos hace más dichosos y generosos con los demás. Quien se sabe muy afortunado por todos los dones recibidos, lleva una existencia en permanente acción de gracias, lo cual le llena el corazón de alegría, y eso se nota por sus consecuencias para con los demás.

Por el contrario, quien en su vida la fe se va desdibujando, porque en ella entran intereses contrarios a la dignidad humana y por lo tanto ajenos a Dios, y se arroja en los brazos del materialismo y del hedonismo, endurece tanto su corazón para con sus semejantes, que termina por no reconocerse a sí mismo rompiéndose interiormente.

La totalidad de las injusticias existentes, tienen en sus fundamentos la rebelión contra Dios, porque hay que echar a Dios de la vida del hombre, para que éste se convierta en su sustituto. Así actuaron los labradores de la parábola de hoy. Con su maldad y crimen, estaban diciéndole a su señor que ya no era dueño de sus vidas ni de su viña. Y cuando falta el legítimo señor, otro usurpador lo sustituirá.

Hoy mis queridos hermanos, recibimos una llamada a la fidelidad. Dios nos sigue pidiendo frutos de vida y de amor, aquellos que él mismo sembró en nuestra alma y que cada día con su gracia quiere abonar para que demos una cosecha abundante y generosa. Y sabemos que bajo su mano amorosa es posible vivir con esta gratuidad.

Que nuestra vida cotidiana sea un testimonio elocuente de esta fe que tanto llena nuestra existencia. Y que por el modo de vivirla, con coherencia y autenticidad, sepamos transmitirla a los demás con alegría y sencillez.

Que nuestra Madre la Virgen, nos ayude en esta labor permanente, para que como ella, engendremos en nuestros corazones el fruto del amor de Dios, y así seamos en medio de nuestro mundo portadores de paz y de esperanza.