domingo, 25 de septiembre de 2011

HOMILIA DOMINICAL



DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO
25-9-11 (Ciclo A)


Acabamos de escuchar la Palabra de Dios y como siempre es su núcleo fundamental el Evangelio de Jesús. En él vemos la respuesta de dos hijos a la petición de su padre, y la manera de concluir del Señor sobre lo que significa cumplir la voluntad de Dios.

Este es el tema central de este domingo, el cumplimiento de la voluntad de Dios, de lo cual va a depender toda nuestra vida.
A simple vista el hecho narrado no es nada novedoso, cuantas veces decimos una cosa y hacemos otra, unas para bien y otras para mal, pero de nuestros actos concretos podemos percibir las actitudes fundamentales que animan nuestra vida y sus opciones.
Cumplir la voluntad de Dios es la vocación a la que cada uno de nosotros hemos sido llamados en el amor. Dios no tiene una voluntad arbitraria y contraria a la dignidad del hombre. Precisamente la voluntad de Dios, tantas veces expresada por Jesús, es que todos sus hijos se salven y lleguemos a la plenitud de nuestra existencia en el amor. Los mandamientos divinos, no son normas de conducta contrarias a nuestra condición humana, sino precisamente la condición de posibilidad de que seamos plenamente humanos, y por lo tanto imagen y semejanza de nuestro Creador. Dichos mandamientos Jesús los va a resumir en dos; amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo, nuestro hermano, como a nosotros mismos. En definitiva, la voluntad de Dios es que seamos perfectos en el amor, un amor que en Jesucristo ha encontrado su plena encarnación, porque en todo momento buscó y cumplió la voluntad del Padre.

En nuestros días, eso de ser orientados por otros, y no digamos cumplir la voluntad de un extraño, resulta a todas luces escandaloso. Las cotas de autosuficiencia e independencia son muy elevadas.
Nuestra sociedad valora y exhibe la independencia y autonomía del hombre, sobre cualquier ente externo a él, como una máxima de su indiscutible libertad.
Y aunque ciertamente la libertad y autonomía del hombre es un gran valor, en tanto en cuanto le dignifica, su mala comprensión puede albergar en sí misma su mayor sometimiento y esclavitud.
Es más libre un niño, porque sus padres le permitan no comer lo que no le gusta? Es más libre un hombre porque las leyes le permitan acabar con una vida indeseada, como el aborto? Es más libre y autónoma una sociedad, carente de principios éticos y morales, y en la que priman intereses de rendimiento económico o materiales?

La libertad humana es un instrumento al servicio de la dignidad de la persona, y como cauce para encontrar su pleno desarrollo en armonía con sigo mismo, con los demás y con Dios, su creador y Señor.
Echar de nuestro lado a Dios porque puede condicionar con su Palabra y sus llamadas nuestra independencia, concluye siempre con el arrojo de nuestra vida en manos de ídolos esclavizantes, que mediante ideologías vacías nos seducen y oprimen.

Descubrir que Dios sólo quiere el bien de sus hijos, que desde el momento de crearnos nos ha sellado con su amor paternal, y que jamás se desanima en la búsqueda de aquel que se le ha extraviado, es poner en nuestra vida la gran alegría de sabernos amados y protegidos por su divina Providencia.

Jesús, como nos dice el autor de la Carta a los Hebreos, también “aprendió sufriendo a obedecer”. No debemos entender esto como una experiencia impositiva en la vida del Señor, sino que conforme a su condición humana, y siendo semejante en todo a nosotros, supo lo que era optar por la voluntad de Dios y a la vez verse sometido a las fuerzas de nuestra concupiscencia, de nuestros deseos, de los estímulos del ambiente, del poder, de la riqueza, del prestigio. No olvidemos cómo el Señor, también fue tentado, como nos narra el evangelio.
No es fácil cumplir la voluntad de Dios. Y no lo es no porque sea mala o contraria a nuestra naturaleza, todo lo contrario, como he dicho somos imagen y semejanza de Dios. Nos es difícil cumplir la voluntad de Dios porque estamos permanentemente influenciados por el poder del pecado. De ese pecado en el origen (del cual va a ser dentro de poco liberada nuestra hermanita Naia), y del pecado que por nuestra permanente debilidad y condición tantas veces nos invade y somete.

Cumplir la voluntad de Dios es la razón de nuestra existencia, porque si todos comprendemos con facilidad, que cualquier padre o madre desea lo mejor para su hijo, y que todo el amor y educación que le darán irá orientado a que sepa valerse por sí mismo, desde unos valores humanos auténticos, con mucha más rotundidad debemos decir que ese amor y esa pedagogía de Dios para con nosotros, buscan nuestra plenitud personal y comunitaria.

Para aceptar la voluntad de Dios es necesario poner en él nuestra confianza, nuestra esperanza y dejarnos modelar de nuevo.
Sólo bajo la acción de la gracia es posible escuchar atentamente lo que el Señor nos dice, y en el sacramento de la curación interior, de la reconciliación personal, encontramos el medio eficaz para ponernos en sintonía con Dios.
Es imposible que quien está bajo la acción del mal, del pecado, pueda realizar la voluntad de Dios, si previamente no se arrepiente y cambia de vida. El mal sólo lleva al mal, y quien se introduce en ese camino, es un peligro para sí mismo y para los demás. Sólo la bondad saca de sí lo bueno, y quien tiene en su corazón esta grandeza, incluso cuando tropieza y cae, sabe buscar, con la ayuda de Dios, la salida a su debilidad.
Por eso la frase final del evangelio de Jesús. Hay personas que a pesar de sus debilidades y pecados, buscan siempre superarlos, y con el corazón arrepentido vuelven su mirada hacia Dios, para que él con su misericordia nos devuelva la salud del alma.
Que nosotros estemos siempre en este grupo, en los que a pesar de decir muchas veces no, al Señor, abramos nuestra alma al arrepentimiento y acojamos el don de su misericordia y de su amor. Así viviremos en la dicha de los hijos de Dios, nos haremos comprensivos con los demás, y poco a poco, transformaremos nuestra vida por la acción de su gracia.

Que nuestra madre, la Virgen Santa María, nos ayude a reblandecer la dureza de nuestro corazón, y nos haga humildes para escuchar la voluntad del Señor y ponerla en práctica.

sábado, 17 de septiembre de 2011

HOMILIA DOMINICAL



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO
18-9-11 Ciclo A)

Muchas veces al escuchar este evangelio nos fijamos en el comportamiento final de aquellos jornaleros que reprochaban a Jesús su trato de igualdad. Y tras las palabras del Señor comprendemos su llamada a la gratuidad con la que hemos de desempeñar nuestra misión y no hacer las cosas sólo por interés.
Dios va llamando a cada uno, en un momento determinado de su vida para una misión conforme a sus talentos, y sólo a él corresponde decidir el salario justo que merecemos.

Al contemplar esa generosidad desbordante de nuestro Padre Dios, vamos a centrar nuestra mirada no en la actitud del hombre, que siempre está limitada por su egoísmo y deseo de privilegios, sino en el obrar del Señor, en su llamada. Dios, en este simbolismo del dueño de la viña, sale continuamente a buscar operarios. Desde la primera hora de la mañana hasta la última del día. Dios se acerca a nuestra vida, desde el inicio de su existencia hasta el último momento de la misma, y siempre con igual afán, convocarnos a su Reino, a su construcción y desarrollo, a ser sembradores de su misericordia y de su amor, para que demos frutos de vida y de esperanza en medio de esta humanidad tan amada por él.

Y la viña de Dios hay que comprenderla desde dos realidades. Su extensión territorial, el mundo entero, y su realidad comunitaria en la cual desarrolla su vocación, la Iglesia. Dios nos llama a trabajar por su Reino en el mundo, pero no de forma individual y solitaria, sino como grupo humano, el Pueblo escogido por él. La llamada de Dios no se produce al margen de la comunidad de los creyentes que es la Iglesia, y sólo en ella y a través de ella podemos discernir con fidelidad el camino que el Señor nos invita a recorrer.
En esta Iglesia de Jesús, a la que nosotros pertenecemos por nuestro bautismo, es en la que recibimos la llamada de Cristo para hacernos sus colaboradores en su proyecto de vida y de amor. En la medida en la que vamos tomando conciencia de nuestro ser cristianos y convencidos seguidores del Señor, también sentiremos su llamada para continuar su labor con entrega y fidelidad.

El Señor nos llama a todos a una vocación concreta, bien en la vida familiar, religiosa, misionera, sacerdotal o seglar, hombres y mujeres entregados a su proyecto salvador conforme a nuestras posibilidades y con la garantía de su presencia alentadora. Y a esta permanente llamada de Dios, que dura toda la vida, se le ha de dar una respuesta. Nuestro seguimiento de Cristo, en ocasiones nos traerá el duro trabajo de soportar todo el día, como a los jornaleros de la primera hora, y en otras ocasiones, será más liviano. En cualquier caso, sabemos que en el presente es más probable tener que vivir las inclemencias de una sociedad indiferente e incluso hostil a la fe, que encontrar fáciles caminos por los que echar a andar.

Todos convocados a la misma misión y por el mismo salario. Y es que no se puede esperar otra cosa del Señor más que una misma promesa y un mismo destino. Qué otro pago puede realizar un padre a sus hijos. Qué otra cosa puede ofrecer Dios más que un mismo Reino en el que tengamos cabida por igual y donde se rompan para siempre las divisiones existentes entre los hombres y que tienen como base el egoísmo y la ambición que diferencia a unos de otros y oprime a los más débiles.

Son curiosas las preguntas que Jesús pone en labios del Propietario de la viña dirigidas a quienes se quejan de que el salario sea para todos el mismo, ¿es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?¿o vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?
Preguntas que muchas veces las debemos sentir dirigidas a nosotros porque consciente o inconscientemente podemos caer en una valoración mercantilista de nuestras acciones para con los demás. Tanto hago, tanto merezco, y nos gusta que se nos destaque igual que no aceptamos que nos equiparen a otros considerados menos dignos.

Dios es totalmente libre y plenamente dueño de desarrollar su providencia. Puede que muchas veces no comprendamos sus planes, y que nos sorprenda su palabra misericordiosa con todos por igual. De hecho cuando en el evangelio nos llama, una y otra vez, a perdonar siempre al hermano arrepentido, nos parece un tanto excesivo, y enseguida buscamos explicaciones que rebajen tanta gratuidad.

Jesús, por medio de sus parábolas y enseñanzas, nos va mostrando el gran corazón de Dios. Un rostro lleno de ternura y compasión que se desvive por congregar a todos sus hijos en su Reino de amor, de justicia y de paz.
Esa generosidad inmensa nos desconcierta y muchas veces nos sonroja porque tenemos demasiados prejuicios e intereses que nos impiden asemejarnos a él. Sin embargo sigue llamándonos y confiando en nuestras posibilidades de cambio interior para acoger con mayor grandeza a los demás, de tal modo, que hagamos posible el crecimiento de la semilla de su Reino.

Que acojamos hoy esta llamada de Dios para servir con entrega en su viña. Es una llamada de amor que nos abre un camino de gozo y felicidad plenas, porque sólo en la respuesta generosa y favorable al plan de Dios puede el hombre sentirse realizado.
Que nuestra vocación vivida con fidelidad y alegría, sirvan de testimonio elocuente ante el mundo, de que el Señor sigue cuidando de su viña para que de frutos de auténtica justicia y misericordia en medio de este mundo tan necesitado de su amor.

sábado, 10 de septiembre de 2011

HOMILÍA DOMINICAL



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO
11-9-11 (Ciclo A)

Si el domingo pasado Jesús nos enseñaba a corregir al hermano, desde esa actitud tan auténtica de la corrección fraterna, hoy el Señor realiza una llamada a la generosidad en el perdón. Un perdón que proviene de su amor y misericordia, y del que todos estamos necesitados por igual. De tal modo que si nuestro ánimo se deja llevar por la mezquindad, a la hora de acoger al hermano, ponemos en serio riesgo nuestra capacidad para acercarnos de forma auténtica al perdón de Dios.
En la pasad JMJ celebrada en Madrid, llamó especialmente la atención de los MM.C. el hecho de que en el parque del Retiro, se hubieran instalado más de 200 confesionarios. Y nada dijeron de las decenas de miles de jóvenes que hicieron buen uso de los mismos.
Y es que nos gusta quedarnos en la superficie de las cosas, costándonos profundizar de forma auténtica en las mismas.
La Palabra de Dios de hoy nos invita precisamente a tomar conciencia de nuestra común condición de pecadores, de manera que al asumir nuestra limitación y miseria, nos hagamos sensibles a las debilidades de los demás, y sobre todo, asumamos el serio compromiso de transformar nuestras vidas, en el camino de la conversión y del encuentro gozoso con Jesucristo que nos perdona setenta veces siete, es decir siempre que de corazón y verdad, acudamos a él.
Pero la triste realidad de nuestros días, y podemos volver al relato de las anécdotas, es que evitamos enfrentarnos de forma madura a nuestra propia verdad, justificando nuestros comportamientos y dulcificando las actitudes que en ellos se manifiestan para no asumir la responsabilidad que de los mismos se puedan derivar.
Y lo primero que hacemos en este sentido es devaluar la realidad del pecado. De hecho es una palabra que sólo se utiliza para ridiculizar las prácticas religiosas, creyendo que de este modo superamos sus efectos reales y alejamos de nosotros sus consecuencias.
Al rechazar y diluir en la vanalidad, los comportamientos contrarios a una recta moral, formada de forma adulta en los valores del evangelio, o de la misma ética social, el hombre de hoy se erige en paradigma de su comportamiento, rechazando cualquier intervención distinta de su antojo a la hora de valorar y decidir sus actos.
Y cuando esto ocurre, la decadencia personal y el desastre colectivo se abren paso de manera inexorable.
Es doctrina fundamental de nuestra fe, que Cristo murió por nuestros pecados, y que en la Cruz, Jesús redimió a la humanidad entera. Por lo tanto cuando un cristiano se permite el lujo de decir que él no tiene pecado, simplemente está rechazando la obra redentora de Cristo, y alejándose de su efecto salvador.

Todos, en virtud de nuestra común condición humana, estamos sometidos a las consecuencias del mal en nuestra vida, y ese mal tiene resultados para nosotros, bien como causantes del mismo o como víctimas de su efecto. Y hace falta una gran calidad humana, manifestada en la humildad del corazón, para aceptar con sencillez nuestra responsabilidad y acudir al Señor para acoger su misericordia y perdón.
El evangelio que acabamos de escuchar nos da una gran lección de lo que significa la misericordia divina, y del camino que nos conduce a ella, así como de las consecuencias letales que para el hombre tiene su rechazo y orgullosa obstinación.

Todos queremos que se nos mire con misericordia y bondad. Y por grandes que sean nuestras miserias, siempre buscamos la compasión y comprensión. Sin embargo cuanto nos cuesta ejercitar esas mismas actitudes con los demás. Jesús, buen conocedor del corazón humano, acoge la pregunta de Pedro para dar una lección de lo que significa el perdón, y nos ofrece el único camino que conduce hacia él.
En primer lugar, vemos como un gran deudor, o en términos morales, un gran pecador, se presenta ante su Señor a rendirle cuentas.
Y cuando es requerido ante el tribunal, y siendo consciente de la enorme pena que le será impuesta por su gran pecado, se humilla ante el Señor pidiendo clemencia. Y Dios, representado en aquel rey, se compadece de él perdonándole todo, devolviéndole su libertad.
Pero ésta persona lejos de haber vivido con auténtica conversión este regalo divino, manifiesta su desprecio del mismo cuando teniendo ante sí a un hermano que le adeuda una miseria, lo trata con implacable dureza y sin compasión.

El episodio narrado causa tanto desasosiego entre quienes lo contemplan que acuden al Señor a narrarle lo sucedido. Y el resultado es concluyente, así como has actuado tú con tu hermano, serás justificado o condenado.

No podemos presentarnos ante el Señor pidiendo su misericordia con auténtica actitud de conversión, si no somos capaces de vivir la compasión con nuestros hermanos. De hecho cuando ponemos en nuestros labios la oración que Jesús nos enseñó, y pedimos al Señor que perdone nuestras ofensas, seguidamente decimos “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y si es verdad que el perdón de Dios no puede ser condicionado por la acción del hombre, difícilmente podremos aceptar el perdón divino, si no somos capaces de acoger y ofrecer el perdón humano.

El sacramento de la reconciliación, donde nosotros acudimos con sencillez ante el Señor, presente en la persona del sacerdote, es cauce eficaz de la misericordia divina. No importa la gravedad o la levedad de nuestro pecado, lo importante es la actitud de autenticidad que en nuestra alma se vive, para presentarnos ante Dios con la verdad de nuestra vida.
Y tengamos presente una cosa, la mayor frecuencia en la recepción de esta gracia, nos ayuda a mejorar eficazmente nuestra vida, porque el don de Dios realiza su acción sanadora cuando dejamos que sea él quien nos orienta y estimula, ayudándonos a levantarnos después de la caída.

La práctica de la confesión ha descendido en nuestros días, especialmente en nuestras sociedades tan secularizadas. Y mirad, el hecho de no confesarnos no nos ha hecho mejores personas, ni ha mejorado las relaciones entre nosotros, más bien al contrario. Cuando impido que mi vida sea contemplada con otros ojos distintos de los míos, y cierro mis oídos a los consejos que desde el evangelio el ministro de la Iglesia me ofrece, para mi mejor provecho y conversión, al final voy expulsando a Dios de mi vida, para situarme yo en su lugar, constituyéndome en principio y fin de mis acciones y deseos.

Pidamos en esta Eucaristía la gracia de acoger la verdadera conversión que el Señor nos ofrece. Que nunca desconfiemos de Él que se acerca para restañar nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia, y que sepamos encontrar en este sacramento de sanación la fuerza necesaria para aceptar la verdad de nuestra vida, presentarla con confianza ante el Señor, acoger su misericordia salvadora, y así comprender y perdonar a nuestros hermanos, como deseamos que Dios nos acoja y perdone a nosotros.