viernes, 27 de octubre de 2017

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXX DEL AÑO

29-10-17 (Ciclo A)



Al igual que el domingo pasado, en el breve relato del evangelio de hoy, vemos como la intención de la pregunta, tan importante por cierto, que plantean a Jesús, no es tanto el contenido de la respuesta, sino ponerlo a prueba. El domingo pasado esa prueba consistía en arrinconar a Jesús ante el delicado tema de pagar el impuesto al imperio romano; una cuestión más política que moral. Pero hoy el paso dado es más grande. Ahora se trata de que Jesús se defina ante la cuestión fundamental para un judío, cuál es el mandamiento más importante de la ley.

Y Jesús contesta resumiendo la ley de Moisés en dos preceptos fundamentales, y que además los equipara por su semejanza. Lo primero amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas (alma, corazón y vida). Y al prójimo como a uno mismo, este segundo ya está en la Ley de Moisés que narra el Levítico. (Lev 19)

Amar a Dios y al prójimo desde el sentimiento y la empatía, desde la razón y la consciencia, desde la justicia y la verdad. No se trata de palabras vacías, sino de tomar postura ante la opción fundamental de nuestra vida, y situarla bajo la mano amorosa de Dios orientándola a la vez, a vivir ese amor en la auténtica fraternidad. Y Jesús no une estos mandamientos por casualidad, de hecho en el libro del Éxodo que hemos escuchado en la primera lectura, después de que el Señor entregara el Decálogo con los mandamientos de la Ley, los desarrolla concretando su contenido en el texto que hemos escuchado. “No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros /…/ No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, /…/ Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándolo de intereses”. Y concluye “Si gritan a mí yo los escucharé porque soy compasivo.”

¿Con quién es Dios compasivo?, con el emigrante y con el necesitado.

Dios manifiesta su ira y su justicia frente a quienes oprimen y explotan a su pueblo. Y estas palabras dichas hace más de tres mil años, siguen siendo la voz de Dios en el presente, y una responsabilidad para quienes hoy somos sus testigos y discípulos.

Porque también en nuestros días hay emigrantes, hay viudas y huérfanos, hay oprimidos por los intereses usureros, hay personas desahuciadas que no tienen donde caerse muertas. Y podemos correr el riesgo de contentarnos con explicar la situación por la crisis económica y quedarnos tan anchos, mientras la injusticia subyacente a la misma se mantiene.

Cada vez más los gobiernos pretenden blindar sus fronteras para reprimir al inmigrante. Nosotros mismos amparamos y compartimos esas leyes buscando con ellas proteger nuestro nivel de vida y bienestar, olvidando que hubo un tiempo en el que también tuvimos que salir de nuestra tierra para buscarnos la vida en otros lugares.

A medida que ganamos en cotas de progreso personal y familiar, tenemos bienes suficientes y buena posición social, en vez de vivir una mayor solidaridad, nos encerramos egoístamente creyendo que así nos aseguramos para siempre el futuro.

Estamos perdiendo la capacidad de ver en el rostro del otro a un hermano, para considerarlo una amenaza.

Y mientras unos pocos se han enriquecido por medio del robo a espuertas y sin ningún rubor por su parte, millones de familias soportan la miseria viendo a sus hijos pasar toda clase de necesidades y penurias.

Pues la Palabra de Dios de antaño, sigue resonando con fuerza en medio de su Iglesia hoy y siempre, mientras nosotros tomemos conciencia de que nunca nuestra cómoda posición puede silenciar la verdad ni acotar los límites de la justicia de Dios.



Repetimos con suma frecuencia, que Dios es compasivo y misericordioso, pero la compasión de Dios no es algo con lo que se pueda jugar o  tomarse a la ligera. Porque como hemos escuchado, la primera compasión de Dios es para con los que sufren y claman a él en medio de las injusticias padecidas. Y Dios escucha ese clamor prometiendo su justicia, la cual caerá, casi implacable, sobre los causantes de tanto sufrimiento. ¿Qué es lo que aplaca esa ira de Dios, y que hace que también sea misericordioso? el arrepentimiento y la conversión.



En nuestra sociedad frívola y superficial, podemos caer en el error de confundir a Dios con un títere a nuestro antojo, y que viviendo como nos dé la gana, él siempre nos perdona, creyendo que eso significa tolerancia total. Y no, mis queridos hermanos, tolerancia cero contra la injusticia y el abuso. Tolerancia cero contra la soberbia y la opresión. Tolerancia cero contra la explotación y la rapiña para con los más débiles del mundo. Dios perdona al pecador arrepentido, pero es implacable contra el pecado. Así que tomando las palabras de S. Pablo que hemos escuchado, ya podemos empezar a ser “un modelo para todos los creyentes, convirtiéndonos a Dios, abandonar los ídolos y servir al Dios vivo y verdadero” acogiendo con amor y solidaridad a nuestros hermanos más necesitados.



La comunidad eclesial de la que formamos parte, estamos llamados a ser sal y luz en medio del mundo.

Y eso significa caminar entre la fidelidad al evangelio y la mirada crítica a nuestro entorno. Dios nos llama a vivir en el amor auténtico y fecundo que brota de la vida de Jesús. El amó por encima de todo, con todo el corazón, con toda la mente y con toda el alma, al Padre cuya voluntad buscó cumplir siempre. Y esa voluntad del Padre se encarnaba en el amor al prójimo hasta entregar la vida por él.

Que también nosotros podamos vivir esa espiritualidad encarnada que además de ser la única auténticamente cristiana, es la que puede dar de verdad sentido a nuestra vida.

viernes, 20 de octubre de 2017

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO - DOMUND



DOMINGO XXIX DEL AÑO

22-10-17 (Ciclo A – Jornada del Domund)



      Celebramos en este domingo, la Jornada mundial de la propagación de la fe, el Domund.

Qué espacio tan apropiado para centrar nuestra atención en la misión que todos tenemos de ser transmisores de la fe. Comenzando por el hogar familiar donde debe volver a resonar la experiencia religiosa como el nexo fundamental de unidad, y dejar que sea Dios quien vaya sembrando con su amor todas las relaciones familiares y sociales.

Esta es la llamada que Jesús nos hace en el evangelio y que en su diálogo con los que intentan manipular la fe, les deja bien claro que:  “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

      Una frase que lejos de querer diferenciar los campos de los social y lo religioso, sentencia la primacía de la fidelidad a nuestra vocación sobre los intereses ideológicos, políticos o económicos. Que ser seguidor de Cristo conlleva poner por delante la autenticidad de la fe y buscar siempre la voluntad de Dios y no las conveniencias individualistas.

      El poder social que ejercían los fariseos abarcaba todos los campos de la vida, social y religiosa. Y para Jesús, la vida entera del ser humano ha de ser orientada conforme al plan liberador de Dios y no dejarse condicionar por los criterios ambientales provenientes de alguna ideología o de cualquier estrategia para la supremacía de los intereses particulares.

      El gran reto para nuestra fe y vida diarias, no es darle al mundo lo que es del mundo. Ya se encarga él de cobrarse cada día más de lo que le pertenece. Lo importante es dar “A Dios lo que es de Dios”. Y entonces conviene que nos preguntemos, ¿qué es de Dios?, aunque la respuesta es evidentemente muy clara para un discípulo de Jesús.

      Porque de Dios es todo lo que afecta a su creación y a sus criaturas. Si Dios es Padre de todos, a Dios le afecta todo lo que les suceda a sus hijos. Y cuando decimos todo, no hay exclusión ni excepción.

      A Dios no sólo le importa la experiencia religiosa de los hombres. A Dios le incumbe la realidad integral de la persona, su vivencia interior y su dimensión social, porque su experiencia espiritual no es ajena a su relación con los demás, ya que es ahí donde se deciden los destinos de las personas, su promoción y desarrollo o su exclusión, esclavitud, opresión y muerte injusta.

      La fe tiene mucho que decir a este mundo nuestro y a todas sus relaciones. Cuando la Iglesia se pronuncia sobre temas sociales y políticos, enseguida salen quienes se sienten aludidos atacándola de injerencia, buscando trapos sucios que echarle a la cara y manipulando su desprestigio público. Las armas para su defensa son mucho más endebles y sólo la autenticidad de su vida y el continuo servicio humilde y silencioso es lo que puede hacer.

      Cuando la Iglesia condena los abusos de leyes que oprimen a los más pobres y limitan los derechos de las personas, no cae en saco roto su denuncia.

      Pero aquellos que tienen la responsabilidad de resolver los graves problemas del pueblo, se sienten molestos y amenazados por la libertad de una Iglesia que no se pliega a sus intereses. Y esto tampoco se olvida. Es cuando se arremete contra ella porque no comparte los objetivos de quienes imponen sus tesis o proyectos.

      Escuchar hoy la llamada de Dios, nos ha de llevar a buscar su reino y su justicia. También nosotros tenemos que darle a Dios lo que es suyo, y esto es transformar este mundo nuestro en su reino de amor, justicia y paz, desterrando todo aquello que lo divide y esclaviza. Somos hermanos los unos de los otros, y en este día del Domund es cuando más claramente aparece la fraternidad universal.

Los misioneros diseminados por todo el mundo, especialmente en los países más pobres de la tierra, sólo son noticia cuando sucede alguna catástrofe. El resto del año y del tiempo, desaparecen del foco de atención mediática. Sin embargo es su entrega constante, su servicio y sacrificio diario, lo que siembra de amor y de esperanza la vida de millones de personas desahuciadas por la dinámica egoísta que sustenta las relaciones de mercado de nuestro mundo.

Los misioneros siguen siendo la caricia de Dios en medio de este mundo tan necesitado de nuevas formas socio-económicas que, sustentadas en los valores del Reino de Dios, sean el sustrato fecundo del que emerja una auténtica fraternidad universal.

Hoy celebramos esta jornada anual del Domund; muchos ayudaremos con nuestras aportaciones económicas, con nuestra oración confiada, y con el recuerdo agradecido, los trabajos de nuestros misioneros. Ellos en la distancia física han de sentirse alentados y sostenidos por nuestro amor fraterno.

Que sepamos alentar su labor, más que con el dinero, que siempre es necesario, con nuestra oración, apoyo y solidaridad, las cuales son imprescindibles.

Y que al contemplar su entrega y sacrificio, demos gracias a Dios que sigue suscitando en medio del mundo, personas que desarrollan hasta el extremo lo mejor de la condición humana.

viernes, 6 de octubre de 2017

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

8-10-17 (Ciclo A)



       Después de escuchar durante las semanas pasadas, como Dios es compasivo y misericordioso, y que el perdón que siempre nos ofrece ha de ser compartido y vivido por todos nosotros, hoy la Palabra del Señor  nos invita a dar un paso más para que vivamos nuestra fe con autenticidad y coherencia.



       La fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo no es una fe abstracta, pasiva, lejana o indiferente con el destino del mundo. La fe cristiana se autentifica en el seguimiento de Jesús, para vivir conforme a su estilo de vida y encarnar en nuestra realidad su mismo proyecto salvador. La fe verdadera, tiene consecuencias concretas para nuestra vida.



       La historia de Israel mirada a través de los ojos del profeta Isaías, y recogida por el mismo Jesús en el evangelio, es denuncia por su actitud de autocomplacencia e irresponsabilidad en aquellos que, debiendo ser agradecidos por los dones recibidos y por ello generosos con los demás, muchas veces han caído en el egoísmo y la soberbia de creerse los dueños del mundo y superiores respecto de otros pueblos.



       Ese mundo contemplado por el profeta, es descrito por Jesús, como la Viña de Dios. Una viña creada por amor, cuidada con esmero y preparada por Él, para que en ella se desarrolle la vida humana en su plenitud, y poniendo las condiciones necesarias para que sea el germen de donde brote su Reino de amor. Para ello, Dios ha confiado su desarrollo al ser humano, y la ha puesto en nuestras manos para que conforme a su plan, la vayamos sembrando de relaciones fraternas y solidarias y cosechemos frutos de paz, concordia y justicia entre todos y para todos, sabiendo que esta viña no es posesión privada de nadie sino un regalo, un don para cada uno de nosotros y para toda la humanidad.

       Sin embargo, no hay más que echar una mirada a la viña del mundo para ver el solar estéril en el que tantas veces la hemos convertido, y no porque Dios nos haya castigado conforme a la amenaza vertida por el profeta, sino por la perversión que ocasiona el pecado egoísta, que nos hace creernos dueños de la creación sometiéndola al capricho de los intereses particulares y esclavizando o eliminando a quienes desde su pobreza y necesidad, nos recuerdan lo injusto e inhumano de nuestro proceder.



       Y aunque ciertamente mayor responsabilidad tienen quienes más altos cargos ostentan y más bienes poseen, todos de alguna forma queremos vivir mejor y en nuestras ambiciones personales vamos olvidándonos de la caridad fraterna y la compasión por los demás.



El egoísmo del ser humano es la actitud que mejor muestra la idolatría que la sustenta. Porque no olvidemos que la denuncia del Señor en el evangelio, no sólo se debe a que aquellos jornaleros no dan los frutos debidos a su tiempo, sino que además de no aceptar a los enviados que el Dueño les envía, terminan por matar a su propio hijo.

En esta figura, quedará anunciada la propia entrega de Jesús, el Hijo amado del Padre, y que habiendo sido enviado para recoger el fruto de esta humanidad amada por Dios, en vez de recibirlo con gozo y gratitud, lo condenará a la muerte de cruz.



Jesús, por encima del egoísmo material, está denunciando la soberbia del corazón que lejos de reconocer al Dueño de nuestra vida, quien tanto nos ha amado y tantas veces buscado, le damos la espalda para echarnos en los brazos de los ídolos que satisfacen nuestras pasiones más superfluas, disfrazándolas de deslumbrantes horizontes, como son el dinero, el prestigio o la fama, el poder o el placer, pero que tras su consecución inmediata, sólo dejan víctimas frustradas y fracasadas, con el alma vacía y la conciencia amordazada.

Por eso la llamada a la solidaridad con los demás es tan importante, porque en la medida en que nos hacemos conscientes de la enorme desigualdad e injusticia que existe en el mundo, podremos dejarnos interpelar por las necesidades de los demás, lo cual nos puede acercar a descubrir el rostro de Dios en los más pobres, avanzando hacia una plena conciencia de universal fraternidad.



Dios nos ha colmado de gracia y bendición, nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha llamado a la vida para vivirla con el gozo de sabernos sus hijos. Y esta realidad si es vivida con la gratitud debida, nos hace más dichosos y generosos con los demás. Quien se sabe muy afortunado por todos los dones recibidos, lleva una existencia en permanente acción de gracias, lo cual le llena el corazón de alegría, y eso se nota por sus consecuencias para con los demás.

Por el contrario, quien en su vida la fe se va desdibujando, porque en ella entran intereses contrarios a la dignidad humana y por lo tanto ajenos a Dios, y se arroja en los brazos del materialismo y del hedonismo, endurece tanto su corazón para con sus semejantes, que termina por no reconocerse a sí mismo rompiéndose interiormente.



La totalidad de las injusticias existentes, tienen en sus fundamentos la rebelión contra Dios, porque hay que echar a Dios de la vida del hombre, para que éste se convierta en su sustituto. Así actuaron los labradores de la parábola de hoy. Con su maldad y crimen, estaban diciéndole a su señor que ya no era dueño de sus vidas ni de su viña. Y cuando falta el legítimo señor, otro usurpador lo sustituirá.



Hoy mis queridos hermanos, recibimos una llamada a la fidelidad. Dios nos sigue pidiendo frutos de vida y de amor, aquellos que él mismo sembró en nuestra alma y que cada día con su gracia quiere abonar para que demos una cosecha abundante y generosa. Y sabemos que bajo su mano amorosa es posible vivir con esta gratuidad.

Que nuestra vida cotidiana sea un testimonio elocuente de esta fe que tanto llena nuestra existencia. Y que por el modo de vivirla, con coherencia y autenticidad, sepamos transmitirla a los demás con alegría y sencillez.

Que nuestra Madre la Virgen, nos ayude en esta labor permanente, para que como ella, engendremos en nuestros corazones el fruto del amor de Dios, y así seamos en medio de nuestro mundo portadores de paz y de esperanza.