sábado, 30 de enero de 2016

DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
31-01-16 (Ciclo C)

Las lecturas que acabamos de escuchar y que centran el sentido del día del Señor, nos ofrecen unos rasgos desde los que meditar sobre la llamada que Dios nos hace a cada uno de nosotros, nuestra vocación.

La fe que hemos recibido y que vamos madurando en el corazón, responde al encuentro personal con Dios, donde al igual que aquel buen profeta Jeremías, sentimos el gozo de sabernos elegidos y amados por el Señor.

“Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Llegar a esta conclusión en la vida, supone un largo camino de relación personal y amorosa con Dios. En medio de todas las dificultades, a pesar de los sacrificios y penurias, Dios me ha elegido y siempre ha estado a mi lado. No se ha desentendido ni me ha abandonado.

Toda nuestra vida ha sido bendecida por él, y bajo su atenta mirada discurren nuestros días.

Dios nos ha creado, nos ha elegido y nos ha destinado a una misión concreta “ser profetas entre los gentiles”; es decir, en medio de este mundo cada vez más alejado de Dios, hemos sido enviados a transmitir nuestra esperanza y ser testigos del amor del Señor.

Esa es nuestra vocación. Cada uno de nosotros, desde nuestra condición de vida y con nuestras capacidades, somos urgidos por Dios para seguir alentando y sosteniendo la esperanza del mundo. Transformarlo en su injusta realidad y mejorarlo para que todos los seres humanos podamos vivir plenamente la dignidad de los hijos de Dios.

Al igual que a Jeremías, muchas veces nos asaltará el miedo, la vergüenza, la incapacidad para saber cómo acercarnos a los más alejados. Pero escuchamos como él la voz del Señor que nos dice “no les tengas miedo... yo te convierto en plaza fuerte... porque yo estoy contigo para librarte”.

Sentir hoy que estas palabras se nos repiten a cada uno de nosotros con la misma ternura y confianza  con la que las escuchó el profeta, nos ayuda a revivir la alegría de nuestra fe y a la vez a renovar nuestras capacidades para desarrollarla en la entrega a los demás.

San Pablo nos muestra el camino del amor. Sendero por el que han de introducirse todas las relaciones humanas a fin de encontrarse con Dios. El amor incondicional, sencillo y solidario a esta humanidad nuestra, es la llave para abrir los corazones de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y así llegar hasta ellos. El amor maduro y sereno que no se deja llevar por los impulsos infantiles y egoístas, sino que busca la verdad, la justicia y el bien de todas las personas por igual. Un amor capaz de entregarse sin límites.

Es verdad que muchas veces nos ocurrirá lo mismo que a Jesús. En el evangelio que hemos escuchado, vemos el cambio de actitud de aquellos que al principio lo admiraban. De la aprobación inicial, pasan al rechazo por sentirse denunciados en su soberbia y egoísmo. Los mismos que aplauden lo que les conviene escuchar, se rebelan cuando se ven desenmascarados en su injusticia.

Son las dos caras de la fidelidad al evangelio que todos los creyentes en Jesucristo podemos y debemos vivir. La cara gozosa de sentirnos amados por Dios y animados por el calor y cercanía de su Espíritu Santo. Y la otra cara más difícil de asumir, por lo que supone de sacrificio y de cruz.

Los cristianos hoy, tenemos que seguir sintiéndonos profetas del evangelio, heraldos de la Buena Noticia de Jesucristo que sigue siendo necesaria, a pesar de la indiferencia del entorno, para la sanción de nuestro mundo.

Es difícil mantener siempre actitudes como la comprensión, el respeto, la tolerancia y la apertura del corazón a los demás, con la fidelidad al evangelio de Cristo. Se hace muy complicado pretender contentar a quienes nos rodean y que en ocasiones buscan nuestra aprobación, con la propuesta de la verdad y la integridad de la Palabra de Dios, como le sucedía al profeta Jeremías. Sin embargo es en esta tensión donde ha de desarrollarse nuestra vida y espiritualidad.

Encontrar la palabra oportuna para que la luz de la fe ilumine la vida de los hermanos, es tarea permanente en el evangelizador. Pero esa palabra debe transmitir con autenticidad el mensaje evangélico que hemos recibido y del cual no somos dueños. Para que exista una transmisión fraterna y generosa de la fe, es necesaria la vivencia interior y madura del cristiano.

Para ello necesitamos llevar una vida cercana a los mismos sentimientos de Cristo, los cuales sólo podemos conocer y asumir desde la oración y la contemplación de su vida. Si la vida espiritual siempre ha sido necesaria para vivir en fidelidad al evangelio, hoy más que nunca se convierte en una urgencia para los cristianos actuales a fin de evitar dos peligros, el puro voluntarismo y la falta de contraste.

El compromiso cristiano por la justicia y la verdad han de ser impregnados por la luz del evangelio, de lo contrario corremos el riesgo de ser justicieros con quienes no piensan o no son de los nuestros, y manipular la realidad para que se ajuste a nuestros deseos.

La oración serena y guiada por la lectura del evangelio de Jesús, nos ayudará a distanciarnos lo suficiente de la realidad inmediata para poder mirarla con libertad y sin intereses egoístas. Y compartir esa oración con los demás, escuchando y acercándonos a ellos con comprensión, favorecerá una verdadera relación fraterna y auténticamente solidaria.

Esta es la llamada que Dios nos hace hoy. Somos profetas de nuestro tiempo, contamos con su permanente cercanía y aliento; nos ha dejado la fuerza de su amor para cambiar de raíz este mundo; y sabemos que al igual que Jesús, también pasaremos por dificultades y rechazos. Pero sobre todo confiamos en su promesa de permanecer a nuestro lado todos los días “hasta el fin del mundo”.

viernes, 22 de enero de 2016

DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO    
24-01-16 (Ciclo C)

 

Durante esta semana, la oración que realiza la Iglesia pide insistentemente al Señor que su Espíritu aliente y nos guíe hacia la unidad de todos los creyentes en Jesucristo.    
     Es la semana de oración por la unidad de los cristianos. Un tiempo donde en vez de fijarnos en las cosas que nos separan y dividen, buscamos priorizar y destacar aquello que nos une y nos entronca al Árbol de la Vida que es Cristo. 

     Muchas veces cuando hablamos de unidad y de comunión, pensamos que de lo que se trata es de que los otros, se acerquen y se unan a nosotros. Todas las confesiones nos creemos en posesión de la verdad absoluta, y de hecho llevamos viviendo muchos años cada uno por nuestro lado. Los anglicanos, protestantes, luteranos, católicos, ortodoxos, nos hemos acostumbrado a vivir y celebrar nuestra fe en Jesucristo por separado, y aunque siempre nos miramos de reojo unos a otros, unas veces para destacar lo diferente, y otras muchas con la añoranza de aquellos tiempos en los que todos éramos uno, la verdad es que nos cuesta avanzar hacia la unidad.        

     Nos hemos olvidado de la verdad profunda que transmite la carta de San Pablo a aquella comunidad de Corinto. También ellos empezaban a tener tensiones corriendo el riesgo de dividirse. Y todo porque en medio de la comunidad emergían buenos líderes que en ocasiones olvidaban su servicio a la comunión, y se enzarzaban en discusiones teóricas e incluso doctrinales que ponían en serio riesgo la unidad de la fe.  

    Pablo realiza una importante llamada a la unidad, desde la imagen del Cuerpo de Cristo del que todos formamos parte. En la Iglesia de Jesús todos tenemos una misión, todos podemos ofrecer nuestro servicio y todos somos por igual necesarios e importantes para que ese cuerpo esté sano y vigoroso.    
    Por muy destacados que sean algunos de sus miembros y por muy escondidos u ocultos que parezcan estarlo otros, todos son igualmente precisos para su buen desarrollo y sano vigor.    
    La Iglesia de Jesucristo es ante todo Pueblo de Dios, así nos lo enseña el Concilio Vaticano II, y los que hemos recibido la llamada del Señor a seguirle como seglares, religiosos y sacerdotes, estamos al servicio de ese Cuerpo eclesial. 
    La historia de la humanidad nos enseña que en los momentos en los que unos han querido imponerse sobre los otros, cuando las relaciones se establecen desde el poder en vez desde el servicio, la unidad se rompe de forma dolorosa.   

    Y todo porque no nos hemos dado cuenta de la indispensable unidad que existe entre el ser de la Iglesia y su misión evangelizadora      .
    La carta de San Pablo aparece hoy unida al evangelio de San Lucas. Un evangelio que nos muestra la misión de Jesús, su razón de vivir y morir:     
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar la libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”.   
    Para esto existe la Iglesia. Para anunciar la Buena Noticia al mundo, destacando como destinatarios privilegiados del amor de Cristo a los pobres, los oprimidos, los enfermos, los necesitados de cualquier liberación.
Y esta misión sólo puede desarrollarse de forma autorizada y eficaz, si la realizamos desde el servicio,  la comunión y el amor fraterno. No podemos ser discípulos del Maestro si estamos divididos. No podemos testimoniar fidelidad al Padre Dios si no nos reconocemos como hijos suyos y hermanos los unos de los otros.    

    Es verdad que cientos de años de historia separada e incluso cruelmente enfrentada, no se olvidan en un día. Pero todos los gestos que nos ayuden a caminar juntos, desde el mutuo respeto y comprensión, serán fruto del Espíritu Santo que anima y sostiene cualquier intento de unir a su Iglesia, y hay que dar gracias a Dios porque estos gestos son una realidad cada vez más elocuente en nuestros días.  
     Hoy todos nos reconocemos como hermanos, y frecuentemente nos encontramos para elevar al Señor una misma plegaria. Vamos aprendiendo a respetar las diferencias y buscamos con sencillez la verdad que nos une.   
En este camino debemos esforzarnos confiando en la acción de Dios.        
     El Credo que vamos a recitar una vez más y que contiene las proposiciones doctrinales esenciales que nos unen a todos los cristianos, es una manifestación de la verdad en la que creemos y que consideramos fundamental para nuestra salvación.
     Cuando en el Credo confesamos nuestra fe en la Iglesia, decimos que es santa, porque sabemos que es obra del Señor, aunque muchas veces la infidelidad de sus miembros empañe gravemente esta santidad. Confesamos que es Católica, lo cual quiere decir que es universal, abierta a todas las gentes, razas y pueblos de la tierra por igual, aunque también en ocasiones cerremos las puertas a los marginados, a los inmigrantes y a los pobres. Seguimos manifestando que es Apostólica, porque está cimentada sobre la roca de los Apóstoles los cuales fueron vínculo de comunión y dieron claro ejemplo de que la unidad está por encima de las discusiones y diferencias personales. Y para el final dejo lo que primero confesamos, que la Iglesia es Una. La Iglesia de Jesús no son ni dos ni cinco, es Una. Y esta verdad que cada domingo confesamos no se realizará plenamente hasta que todos los que nos llamamos cristianos la construyamos desde el amor y la caridad.       
Debemos dejar que resuene cada día en lo más hondo de nuestro corazón, la oración sacerdotal del Señor; “Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno”.        

    Pidamos al Señor en esta eucaristía que su Espíritu nos impulse en la búsqueda de lo que nos une desde el afecto fraterno y la mutua comprensión. Que acojamos, incluso las diferencias, como una llamada a renovarnos y a avanzar en la escucha de la sociedad y del mundo moderno. Y que en todo momento mantengamos actitudes de caridad y respeto que nos ayuden a significar en medio de nuestro mundo que todos somos seguidores de Jesucristo y testigos de su evangelio.    

    Que Santa María la Virgen, Madre de la Iglesia, inspire en nuestros corazones un sincero deseo de vivir como hermanos y así seamos en el mundo constructores de paz y de concordia.

sábado, 16 de enero de 2016

DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO

17-01-16 (Ciclo C)

       Con el tiempo litúrgico ordinario se nos ofrece un camino que recorrer junto a Jesús adulto. Ya hemos pasado los relatos de su infancia vividos en el tiempo navideño, de ese tiempo largo de silencio histórico que han ido conformando su vida y su personalidad, hasta el momento en el que situado a la fila de los que iban a recibir el bautismo de Juan, comienza su nueva vida pública y misionera.

       En aquella escena a orillas del Jordán, Jesús es proclamado “Hijo amado de Dios” y así Juan, que espera  y anhela la llegada del Mesías, lo reconoce y señala como tal.

       Jesús ha llegado a su edad madura y al momento de asumir la misión que en su corazón ha ido desgranando y comprendiendo. Toda su vida ha estado marcada por la cercanía a Dios, por los signos de intimidad con él. En ese período largo de su existencia centrado en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios en la sinagoga y en su comunicación íntima con Él, ha llegado a profundizar que Dios es su Padre, el que le ha engendrado y dado vida humana para desarrollar una labor única; ser el camino, la verdad y la vida del nuevo Pueblo de Dios en el que todos los hombres y mujeres, sus hermanos podamos acoger el gozo y el don de nuestro ser hijos de Dios y herederos de su Reino.

       El tiempo de asentar en su corazón toda esta vasta experiencia ha terminado. Ahora es tiempo de anunciar la Buena Noticia a las gentes comenzando por su entorno más cercano y preparando adecuadamente a quienes han de colaborar más estrechamente a su lado en la misión de evangelizar. Así Jesús va a ir llamando a diferentes hombres y mujeres para que junto a él descubran la alegría de su ser criaturas amadas de Dios; que mirando en lo profundo de sus vidas encuentren esa semilla de amor que Dios ha puesto en cada corazón humano y así todos nos descubramos hermanos y vivamos como tales. De entre ellos elegirá a sus discípulos para que colaboren junto a él en esta tarea evangelizadora.

       Así la escena del evangelio que acabamos de escuchar nos sitúa ante el primer momento importante de la vida pública de Jesús. Él junto a su madre y esos discípulos más cercanos comparte la amistad de una pareja que les ha invitado a su boda.

       El evangelista ha tenido mucho interés en situar en la misma escena a la madre de Jesús y a sus discípulos, y todo ello para que nosotros, los oyentes de este texto hoy,  contemplemos los gestos de cada persona y sus consecuencias.

       Una fiesta de aquellas características, en la que se termina el vino antes de lo previsto es un completo fracaso además de la vergüenza para los anfitriones. Y aparece el primer personaje, María. Ella se da cuenta de lo que sucede y comparte la preocupación de sus parientes.

       Con discreción acude a su hijo para que haga algo, quien le responde que no ha llegado su hora. Es como si Jesús quisiera hacer comprender a su madre, quien es partícipe de lo especial de su ser, que el plan trazado por Dios tiene unos pasos concretos y unos tiempos determinados.

       Para María lo importante es que hay unos necesitados y lo demás es secundario, es como si le apremiara a su hijo, para que llegara su hora, el momento de manifestarse personalmente ante todos. De hecho a los sirvientes les apremia para que hagan lo que él les diga, porque sabe que Jesús no es indiferente ante lo que sucede a su lado.

       El hecho del milagro es conocido por todos, pero los únicos que saben lo que realmente ha sucedido son María y los sirvientes. Los discípulos no se han enterado de nada aunque según el evangelista este hecho provocó que aumentara su fe en Jesús.

       Qué nos dice San Juan con todo ello. Pues que la Madre del Señor no fue un personaje ajeno a la historia de Jesús. Aquella mujer que tantas veces guardaba su experiencia de fe y de madre en el silencio de su corazón, también asumía la misión de colaborar en todo lo que estaba en su mano para que el plan de Dios germinara. La mujer que salía en ayuda de su prima Isabel cuando ésta la necesitaba, es la misma que acude en ayuda de sus hijos cuando solicitan su amparo.

       María siempre ha sido tenida por la comunidad cristiana como la gran intercesora de la humanidad. Y el gesto de Jesús en la cruz de entregarla como madre de todos en la persona de Juan el evangelista, nos es manifestado en este evangelio con toda su fuerza.

       Como decía los discípulos de Jesús no se enteran de nada hasta el final de la fiesta. Sólo los sirvientes saben qué metieron en aquellas tinajas y lo que de ellas sirvieron en las copas. Y cómo Jesús había intervenido en ese hecho. Unas personas ajenas a la familia y situadas en el escalafón más humilde serán los primeros testigos de Jesús. Otro hecho que viene a dar fuerza a que los destinatarios del evangelio de Cristo son de forma especial, los humildes, los pobres, los marginados, los últimos del mundo.

       Jesús comienza su vida adulta con discreción pero con claros horizontes y así nos lo muestra uno de sus discípulos y evangelista, San Juan. Quien nos señala que desde el comienzo su Madre María estuvo al lado de su hijo como seguidora creyente e intercesora, y que la Buena Noticia de Jesús encuentra sus destinatarios predilectos entre los últimos y desheredados de este mundo.

Este ha de ser el mensaje que nosotros hoy recojamos en nuestra celebración. Ser cristianos nos hace hermanos en el camino de la fe y de la vida, y contamos con la compañía y la intercesión de María nuestra Madre. Ella nos señala permanentemente la senda que conduce al encuentro de su hijo Jesús, y nos ayuda a detenernos para socorrer y ayudar a quienes están caídos en el camino.

       Que todos los días de nuestra vida sintamos el consuelo maternal de María y que sepamos vivir la solidaridad y la misericordia que brota de su corazón de madre a favor de todos sus hijos.

sábado, 9 de enero de 2016

BAUTISMO DEL SEÑOR - FIESTA


FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

10-1-2016 (Ciclo C)

       La fiesta del Bautismo del Señor cierra este tiempo de gracia que es la navidad. El anuncio que los ángeles ofrecieron a los pastores “en la ciudad de Belén os ha nacido un Salvador”, es hoy ratificado por el mismo Dios, “Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. El Dios que tantas veces se manifestó ante su pueblo por medio de sus profetas y enviados, habla ahora por sí mismo ante el Hijo adulto que se dispone a asumir su vocación y misión en perfecta fidelidad al Padre.

       El bautismo de Jesús supone el comienzo de su vida pública y ministerial. Hasta ahora ha vivido en su pueblo, junto a su familia y seres queridos, completando su formación humana y espiritual; un tiempo discreto y silencioso que ha ido construyendo su ser y madurando su personalidad.

       De este espacio entre su infancia y madurez, no tenemos más que un pequeño relato, donde S. Lucas nos muestra a un Jesús adolescente en el Templo entre los doctores de la Ley. Aquel niño perdido y encontrado por sus padres regresa con ellos a Nazaret, y el evangelista terminará diciendo, que “iba creciendo en estatura y en gracia ante Dios”. Es decir, que la vida del Jesús adulto viene precedida por todo un tiempo largo de maduración personal, vivencia interior y riqueza espiritual. Y así, comienza su tarea con un gesto simbólico, su bautismo.

De la misma manera que todos aquellos hombres y mujeres animados por el mensaje de Juan quieren prepararse para acoger el don de Dios, Jesús se pone en la fila de los pecadores para cambiar el rumbo de nuestra historia. Y aunque no necesite del bautismo como remisión de los pecados, sí nos muestra que por este gesto, el mismo Dios se nos manifiesta como Padre y nos agrega a su pueblo santo.

Los bautizados somos incorporados a la familia de Dios, nos hacemos hijos suyos por medio de su Hijo Jesucristo, y asumimos la misión de anunciar el evangelio que vivimos, entregándonos en la construcción del reino de Dios en medio de nuestro mundo y ofreciendo nuestras vidas al Señor para ser portadores de su esperanza desde el servicio a los más pobres y necesitados.

Cada uno de los cristianos debemos este nombre a nuestra vinculación a Cristo, sacerdote, profeta y rey, y que nos une a la gran familia de la Iglesia. El pueblo santo de Dios existe mucho antes de nuestra incorporación personal al mismo, y al ser admitidos en su seno por el bautismo, como miembro de pleno derecho,  nos comprometemos a configurarnos junto a todos los hermanos, conforme a la persona de Jesucristo  nuestro Señor.

       El sacramento del bautismo, por unirnos a la comunidad cristiana, también compromete a ésta para el desarrollo y maduración de la fe de sus miembros. No en vano vamos a celebrar el bautismo de estos niños en el marco de la eucaristía dominical, momento donde la vida de la comunidad se manifiesta. Y este modo de celebrarlo quiere ser expresión de la acogida eclesial que se les hace y de nuestra alegría ante la gozosa experiencia del nacimiento de una nueva vida, fruto del amor de sus padres y sacramento del amor creador de Dios.

       Hoy es la fiesta de nuestro bautismo, y al recordarla también podemos mirar cómo está siendo nuestra vivencia espiritual. Vamos a recuperar la fuerza de Dios en nuestra vida y así vivir animados por él para entregarnos a los demás. No nos vayamos apagando poco a poco cayendo en la rutina y perdiendo el sentido de nuestra fe.

       Muchos somos los bautizados y no tantos los que vivimos con plena conciencia este don gratuitamente recibido. De hecho en nuestros días nos ha de causar enorme tristeza contemplar cuantos hermanos nuestros han ido abandonando su vivencia religiosa desde la desafección eclesial, y cómo algunas incluso lo justifican diciendo que son creyentes pero no practicantes. La planta de la fe que no se nutre con el riego fecundo de la Palabra de Dios, alimentándose frecuentemente con el pan de la eucaristía, se va degenerando progresivamente y muere de forma irremediable.

       Es misión de nuestras comunidades eclesiales, favorecer el retorno a la comunidad de aquellos que por cualquier causa se han distanciado de ella, desde un proceso de acogida y de recuperación de su experiencia espiritual.

       El bautismo de los niños siempre se celebra condicionado a la fe de sus padres o tutores, y con el acompañamiento permanente de la comunidad cristiana que lo alienta y sostiene. Un sacramento celebrado por el mero interés o costumbre social, no favorece a nadie además de poner en serio peligro  su autenticidad.

La gracia de Dios se ofrece a todos, pero vivir bajo la acción del Espíritu sólo es posible si acogemos el don de Dios y lo vamos desarrollando con nuestra disponibilidad y entrega. Para ello está la comunidad eclesial, que como madre y maestra, acompaña y fortalece la fe de sus hijos para que sean discípulos de Cristo en el mundo.

       Al igual que el bautismo de un adulto ha de ir precedido de un tiempo de formación que le ayude a recibir la Palabra de Dios y acogerla en su corazón, estos niños necesitan de un entorno familiar donde les sea posible conocer a Dios, aprender a dirigirse a él con la confianza de los hijos e ir sintiéndolo como el amigo cercano que nunca falla. De la transmisión de la fe de los mayores depende la apertura a la misma de los pequeños. Porque como bien sabemos, de la buena siembra, depende la abundante cosecha.

       Que en esta fiesta del bautismo de Jesús, recuperemos la alegría de sentirnos parte de su familia y pueblo. Que podamos recuperar la fuerza misionera en nuestras vidas y así vivir con ilusión nuestro ser cristianos.

Ser cristianos no es algo vergonzante o a ocultar, no es como muchas veces se nos quiere hacer creer una experiencia privada y condenada a vivir en el ocultamiento. Ser cristiano significa ser discípulo de Jesucristo nuestro Señor, a quien nos gloriamos de confesar como nuestro Dios y Salvador, y este don tan inmenso no puede ser silenciado por nada, porque “de lo que rebosa el corazón habla la boca”.

En la fiesta del Bautismo del Señor, reconocemos la gracia de este don de Dios, y nos hacemos conscientes de la necesidad urgente de comunicarlo a los demás con nuestro testimonio y con nuestro anuncio explícito. Se nos tiene que notar desde lejos que vivimos gozosos por nuestra fe, y que Jesucristo colma de dicha nuestra vida y esperanza.

       Pidamos en esta eucaristía que Dios nos ayude para que día tras día vivamos esta fe con ilusión, con gratitud y con generosa entrega a los demás, y en especial a nuestros niños y jóvenes. De ese modo estaremos impregnando la vida de nuestros pequeños del rocío copioso que los ayudará a crecer con vigor, no sólo en estatura y fortaleza física, sino sobre todo en la gracia de Dios.