sábado, 27 de octubre de 2018

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

28-10-18 (Ciclo B)



       El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.



       El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.

       Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia el desengaño por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.



       Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la vida de éste.



       La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran consideradas excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, deficientes, eran alejados del centro del pueblo y condenados a mendigar de por vida. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.



       Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el Salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.

       No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.



       Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él, Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.



       La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.



       Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.

       Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.

Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.

Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.

Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.

Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.



Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.

Acaba de terminar el Sínodo de los Obispos, cuyo centro ha sido la juventud en el mundo y en la Iglesia. Muchas veces escuchamos que los jóvenes viven alejados de la comunidad cristiana, y esto exige de nosotros un toma de conciencia de la urgencia de desarrollar acciones encaminadas al acercamiento a la realidad juvenil y sus problemas.

Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva en nuestra vida de encuentro con el Señor. Y con la llamada que nos hace a ser sus testigos en medio de nuestro mundo, especialmente entre los alejados por cualquier causa.

Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.


sábado, 20 de octubre de 2018

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

21-10-18 (Ciclo B – DOMUND)



       “El Hijo del Hombre ha venido para servir, y dar su vida en rescate por todos”. Con esta frase entresacada del Evangelio que acabamos de escuchar, quiero centrar nuestra atención para acoger la Palabra de Dios y así vivir este Día del Señor. Día en el que la Iglesia nos muestra su dimensión universal y misionera en el Domingo Mundial de la Propagación de la fe, el Domund.



       El seguimiento de Jesucristo es una opción personal que aún vivida con entusiasmo y generosidad, no está exenta de serias dificultades. Aquellos discípulos de Jesús estaban entusiasmados con su Maestro. Lo seguían con sinceridad, le querían de verdad y acogían su palabra con un corazón abierto e ilusionado.



       Pero por muy dispuestas que estaban sus almas para recibir la Buena Noticia del Evangelio, y por grande que fuera su voluntad a la hora de ponerlo en práctica en sus vidas, eran hijos de su tiempo y como todos tenían sus limitaciones. Una de las mayores y que a todos nos afecta siempre, es sentir y desear las cosas del mundo. Somos barro de esta tierra con sus luces y sombras, grandezas y miserias. Y a la vez que podemos lanzarnos a la aventura de construir un mundo más justo y fraterno, también nos deslumbran los destellos del poder o del lujo.



       Santiago y Juan no eran más interesados de que el resto de los apóstoles, tal vez fueran más osados a la hora de atreverse a manifestar sus aspiraciones e inquietudes. De hecho Jesús no les reprocha a ellos nada en particular, sino que su advertencia es general y para todos. “Sabéis que los grandes (los jefes) de los pueblos los tiranizan y los oprimen”; es decir, echad una mirada a vuestro entorno: no tenéis más que contemplar el mundo y las relaciones entre las personas, los ricos con los pobres, los señores con sus siervos... Allí donde hay poder hay luchas, y donde hay dinero hay intereses y ambiciones. Todo ello en vez de humanizar al ser humano lo envilece, y las grandezas que se anhelan conllevan la degradación de los más débiles.



       El seguimiento de Jesucristo sólo se puede realizar por el camino que él mismo ha recorrido y no existe ningún otro. Ese camino es el servicio y la búsqueda del bien común. Es la entrega de la propia vida por amor a los demás y no exigir nada a cambio de ella. Es el camino del abandono de uno mismo para anteponer las necesidades de los más humildes y pobres.



       Esta opción de vida cristiana puede parecernos demasiado exigente en un mundo donde se nos está educando en la primacía del bienestar personal sobre todo lo demás. Y sin embargo quienes han sido fieles a la llamada de Dios nos han demostrado una felicidad inmensa en sus rostros, en esa vida vivida en plenitud desde el servicio.



       Y es que como nos dice San Pablo, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario, él mismo ha sido probado en todo y por eso conoce nuestra masa y nos ama como somos. Y porque nos conoce y nos ama nos da su confianza y su gracia para que desarrollemos la enorme capacidad que ha puesto en nuestros corazones el Creador. Unos dones que entregados con amor a los demás son capaces de cambiar el rumbo de la historia. Así lo han manifestado vidas sencillas que hemos tenido la dicha de conocer y admirar. Vidas gastadas generosa y silenciosamente en lugares lejanos y sumidos en la miseria más absoluta; son las vidas de nuestros misioneros y misioneras, que en este día del Domund agradecemos a Dios como un don de su amor a la humanidad entera.



La jornada del Domund es mucho más que un gesto de solidaridad.

El Domund ante todo es la propagación universal de la fe, a las gentes y pueblos que desconocen el amor de Dios porque nadie les ha revelado a Jesucristo el Señor.

Este es el centro de la vida del misionero; anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, que sigue sembrando amor y esperanza en todos los lugares de la tierra. El misionero desarrolla su vocación en este anuncio explícito de Cristo a las personas que lo desconocen, o que tienen una idea difusa del Señor y su mensaje. Y después, porque la fe se ha de concretar en las obras, también ejercen la solidaridad material con aquellos que carecen de lo necesario para vivir con dignidad.

No podemos reducir la jornada del Domund a un espacio de solidaridad material olvidando la dimensión evangelizadora. Los cristianos, viviendo en coherencia nuestra fe en Jesús, compartiendo la experiencia vital del seguimiento de Cristo, es como podemos y debemos experimentar la dimensión fraterna del amor compartiendo nuestros bienes con aquellos que carecen de ellos. Y aunque los bienes materiales son necesarios para vivir, el bien de la fe es indispensable para nuestra salvación.



En este día de fiesta acercamos al altar del Señor la vida y la entrega de nuestros misioneros, auténticos heraldos del evangelio cuyas vidas nos recuerdan que siguen existiendo espacios donde la Palabra de Dios aún no ha sido revelada. De este modo nosotros nos hacemos solidarios con su misión, y nos comprometemos con ellos para que la Luz de Cristo ilumine la vida de aquellos que lo buscan con sincero corazón.

Y también desde nuestra realidad cotidiana, pedimos al Señor que nos ayude a ser misioneros de este primer mundo, que olvidando muchas veces sus raíces cristianas, se va echando en las manos de los ídolos del dinero, del egoísmo y de la ambición.

Hoy no están tan lejos de nosotros los espacios de increencia. En ocasiones es mucho más difícil hablar de Dios a quienes por inconstancia o desidia, voluntariamente le han dado la espalda, que a quienes lo desconocían porque nadie les había hablado de él



Pidamos en esta eucaristía que poniendo ante el Señor nuestra vida confiada, sintamos cómo la fuerza de su Espíritu nos sigue enviando para ser en medio del mundo sal y luz que haga germinar la semilla de su Reino.


sábado, 6 de octubre de 2018

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

7-10-18 (Ciclo B)



Las lecturas de este domingo, en especial la primera y el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el núcleo de la realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida por Dios entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus vidas y al mutuo desarrollo de su existencia.

Tema de permanente actualidad, porque ese deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación, donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en nuestros días seriamente transformado.



Desde cualquier planteamiento antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas, podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama, donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.



De tal modo ha sido importante esta realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.



Así nosotros, herederos de una tradición bíblica e iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión entre el hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro, que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos, fruto de ese amor.

Todos somos conscientes del valor de la familia, de esa matriz personal en la que hemos nacido a la vida, en la que también hemos crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde la que nos hemos desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.

Por todo ello la Iglesia, en su grave responsabilidad de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de Jesucristo, no ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia, de la protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.

Y es que la comunidad eclesial ni es dueña de la Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho menos manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología imperante. Porque  una cosa es que tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de derechos más que cuestionables.

Todos tenemos, ciertamente, derecho a vivir conforme a nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede juzgar ni marginar por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta a la suya. Las marginaciones homófobas y excluyentes están fuera de toda justificación, y el respeto a la dignidad de los demás es una exigencia cristiana.

Pero una cosa es el derecho a desarrollar la vida adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra muy distinta el derecho a la paternidad o maternidad. La vida humana es un don de Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa vida distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe ningún derecho a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo que supera su voluntad.

 Este respeto a la vida del nuevo ser, nos ha de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga en peligro su normal desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido concebido, ya no es una parte del cuerpo femenino sino alguien distinto de él, y que en su debilidad y dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.

Ciertamente hay matrimonios que no pueden tener hijos, y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que podían entregar y que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de la adopción se abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a encontrar el desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y pensando en el niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas criaturas que carecían de ello.

Porque no olvidemos que si bien no es un derecho del adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener padre y madre que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como persona.

Los gobiernos tienen la capacidad de hacer las leyes, pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva la justicia, y su autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar derechos inexistentes e innecesarios, malogra y perjudica derechos fundamentales y universales.

Ciertamente la realidad matrimonial y familiar pasa por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes las rupturas entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños reparten su tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que podamos estar a ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y sufrimiento para todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber acompañar para en la medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y también acoger a quien atraviesa por ellas con sencillez y comprensión.

Como nos dice Jesús en su evangelio, muchas veces es la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y superar las barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.

Los egoísmos, las individualidades, la falta de comunicación, la frivolidad e irresponsabilidad, nos llevan a situaciones irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos, sobre todo tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en las víctimas silenciosas de todo ello.

La familia es el gran tesoro que todos poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.



De esta realidad familiar no podemos excluir a Dios. Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él, nuestra soledad y debilidad son absolutas.

Dios bendice la unión de los esposos cuando éstos se prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es vivido desde esta conciencia de ser bendición de Dios, y cada día en medio de la oración de los esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las dificultades se superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor prometido.

Si todas las bodas son hermosas porque en ellas se enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las celebraciones de las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido y expresión de un amor probado.

Hoy vamos a pedir a Dios por todos los matrimonios, para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido llamados. Que el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar en la comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor conyugal.