viernes, 23 de febrero de 2018

DOMINGO II DE CUARESMA



DOMINGO II DE CUARESMA

25-02-18 (Ciclo B)



En este segundo domingo de cuaresma, podemos centrar nuestra atención en la Palabra de Dios desde la pregunta planteada por San Pablo al comienzo de su carta, “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”, o dicho de otra forma, si Dios sostiene nuestra vida, y descansa en él nuestra esperanza, ¿quién podrá romper nuestra paz y nuestra dicha?

Y sin embargo, a pesar de sentir muchas veces con intensidad esta experiencia personal de encuentro con Dios en el que nuestra fe sale fortalecida, podemos experimentar también pruebas fuertes donde sentimos que todo se tambalea.

Así nos situamos en la experiencia de Abraham. Un hombre que según nos relata la Biblia lo dejó todo para seguir la voluntad de Dios. Abandonó su tierra, se despojó de sus seguridades y se lanzó a la aventura de la fe, puesta en un Dios cuya única promesa fue la de darle una descendencia numerosa. Ciertamente esa promesa lo era todo, porque no olvidemos que el valor de los hijos, de la familia y del número de descendientes era la gran riqueza anhelada por todo hombre de aquel tiempo.

Y cuando Dios cumple su palabra y le da un hijo, le pide un imposible, que se lo ofrezca en sacrificio. Y aunque el relato del A.T. no nos deja entrever ningún atisbo de duda, y Abraham se dispone a cumplir fielmente este terrible mandato, no se nos escapa la dureza de aquella experiencia que rompía su alma. Es el momento de afrontar la prueba de la fe.

Algo similar vivieron los discípulos del Señor. Ellos habían dejado todo para seguir con entusiasmo al Maestro. A su lado fueron descubriendo una nueva forma de vida basada en la confianza plena en Dios y que Jesús iba transmitiendo desde su experiencia familiar e íntima con él. A su vez ese entusiasmo crecía por las palabras y los signos extraordinarios que Jesús realizaba, lo que les hacía confiar plenamente en la intervención definitiva de Dios en la historia para salvarla y transformarla en el Reino anunciado por el Señor, el Mesías.

Sin embargo también llegan para los discípulos los momentos de dificultad, de duda y de abandono. Justo antes de este relato evangélico que acabamos de escuchar, Jesús ha anunciado por primera vez la cercanía de su pasión, se ha enfrentado duramente a Pedro que intentaba persuadirle para que tomara otro camino, y acaba de advertir a sus discípulos que el caminar a su lado conlleva sacrificio, sufrimiento y servicio, de tal manera que “si alguien quiere venirse en pos de mi, niéguese a sí  mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará”.

Son momentos de incertidumbre, de sopesar las apuestas realizadas y de asumir opciones fundamentales en la vida. Y así Jesús, como nos narra el evangelio de hoy, toma consigo a sus más cercanos y en la intimidad más absoluta les enseña la realidad de su ser, se transfigura ante ellos. Es decir, les abre el alma hasta el punto de mostrarse tal y como es en su realidad humana y divina, en la verdad de su persona unida a la del Padre Dios. Y en esa experiencia que desborda su capacidad de entendimiento, ven junto a Jesús a dos personajes que sustentan los fundamentos de su vida espiritual, Elías quien representa la profecía, y Moisés, quien recibe la ley de Dios. Profecía y ley, convergen en Jesús, sólo él es el “Hijo amado” de Dios, a quién el señor nos manda acoger y escuchar. Ya no hay más profetas, no hay más intermediarios que disciernan los signos de los tiempos. En Jesús Dios lo ha hablado todo, y no se ha dejado ninguna palabra por decir. De modo que su persona es ahora, y por siempre la Encarnación divina.

Y si en esta larga historia humana, hemos necesitado un pedagogo que nos ayudara a caminar, como dirá S. Pablo, y esa ayuda era la ley que nos marcaba los límites para no salirnos del camino y caer en el abismo. Jesús ha superado la ley por el amor. Un amor entregado hasta la muerte, y donde el Padre Dios no encontró la compasión que sí halló Abrahám para con su hijo Isaac.

San Pablo, buen conocedor de la historia sagrada de su pueblo, y meditando este episodio del Génesis que hemos escuchado en la primera lectura, llega a la certeza de que Dios ha pagado por nosotros un rescate demasiado elevado como para dejarnos de la mano o permitir que alguien nos arrebate de su lado.

Dios nos ha engendrado desde la muerte y resurrección de su Hijo, y el precio de nuestro rescate es la sangre vertida en la cruz por aquel a quien presentó ante el mundo como su “Hijo amado”.

Nada, mis queridos hermanos puede apartarnos del amor de Dios, no hay excusas que justifiquen nuestra lejanía de su lado. Sólo nosotros podemos tomar semejante decisión. Sí, el cristiano que ha vinculado su vida a la del Hijo amado de Dios, a nuestro Señor Jesucristo, no puede temer vivir alejado de él, salvo que libremente tome esta decisión.

Las dificultades de la vida, los sufrimientos y penurias por las que podamos atravesar en un momento dado, no son causa suficiente para apartarnos del amor de Dios, porque por esas mismas realidades ya ha caminado Jesús, y en ellas nos ha mostrado que es posible seguir confiando en Dios, ya que su amor nunca nos deja de la mano.

No confundamos la realidad de nuestra limitación personal y como colectividad humana, con una dificultad insalvable para la fe. Porque la fe, cuando realmente existe, todo lo aguanta, lo soporta y lo supera, ya que la fe, como el amor, “cree sin límites, disculpa sin límites, aguanta sin límites”, la fe que se sustenta en el amor, no pasa nunca.

La transfiguración del Señor, nos está ayudando, en medio de la pesadez del camino, a no dejar de centrar nuestra vida en la gozosa esperanza pascual. Si larga es la cuaresma de nuestra vida, y en ocasiones tendremos que soportar la amarga experiencia de la pasión, no dejemos de contemplar con confianza al “Hijo amado de Dios” que nos sigue sosteniendo y alentando desde su resurrección.

Así con esa serena esperanza, seguro que también podremos sentir lo “bien que se está aquí”, a su lado, porque si centramos nuestra mirada en el Señor, y ponemos en sus manos nuestras vidas, seguro que las llevará a su plenitud.

Vivamos este tiempo de gracia de forma fecunda, para que así seamos en medio de nuestro mundo, fermento de esperanza y consuelo para nuestros hermanos.

viernes, 9 de febrero de 2018

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

11-2-2018 (Ciclo B)

       Celebramos en este domingo, la jornada anual de Manos Unidas. Una campaña donde la solidaridad cristiana se hace extensiva a los países más pobres y necesitados del mundo, a través de la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia de Jesús. Este año, además, coincide con la Jornada Mundial del enfermo, al celebrar en este día la memoria de la Virgen de Lourdes. El lema “comparte lo que importa”, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra misión en medio de las necesidades de tantos hermanos víctimas de las injusticias y de las limitaciones, entre las que el mundo del enfermo es siempre una llamada a la cercanía y la solidaridad.

       Y es precisamente este aspecto de implicación personal, lo que vamos a contemplar al celebrar nuestra fe. Y para ello necesitamos la luz del Señor que orienta nuestros pasos según su voluntad, y nos ayuda con la fuerza de su espíritu y el consuelo de su amor de Padre.

       La Palabra de Dios proclamada nos sitúa ante la realidad del estigma humano bajo la forma de lepra, que separa y margina al enfermo alejándolo de la comunidad y condenándole a vagar en soledad y desamparo. La ley de Moisés marca al leproso como impuro y por lo tanto fuera de todo derecho que asiste a cualquier miembro de la comunidad judía. Esa impureza era entendida como consecuencia del pecado personal o el de sus antepasados, ante lo cual Dios lo castigaba, marcándolo para siempre, de forma que todos vieran y temieran su pecado, y obligándolo a vivir en la exclusión.

       Así ha sido entendida durante mucho tiempo la pobreza en el mundo, unas veces como culpa de los pueblos que no saben administrarse, otras debido a la mala suerte de las catástrofes naturales, o como fruto de guerras y violencias. Y si bien esta forma de pensar ha cambiado y ya nadie se atrevería a decir que la pobreza es culpa de los pobres, igualmente cierto es que sus consecuencias siguen siendo las mismas. Los pobres son cada vez más pobres, su miseria es cada vez mayor y la hambruna, la violencia y las enfermedades son los estigmas a los que están condenados.

       Y en medio de esta situación que hoy se nos presenta a los cristianos de todo el mundo, resuena con fuerza el Evangelio de Marcos, en ese encuentro entre Jesús y el enfermo de lepra;

       “Si quieres puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: `quiero; queda limpio”.

       El clamor del leproso llega a Jesús en forma de desgarradora petición “si quieres puedes limpiarme”. Un grito de desesperación unido a un acto de fe en el vacío que encuentra una respuesta salvadora “quiero, queda limpio”.

El querer de Jesús lleva consigo mucho más que la buena voluntad. San Marcos nos muestra una actitud profunda del Señor, “sintió lástima”, se dejó afectar en lo más profundo de su ser por aquel hombre desesperado que acudía a su encuentro. Todo lo contrario a la pena infecunda que suscita en nosotros las imágenes lejanas del televisor y que en breves segundos son sustituidas por otras más agradables o superfluas. Jesús sintió lástima, el dolor que conmueve e indigna y que provoca su acción inmediata para cambiar radicalmente esa realidad injusta humanamente, y falsa en su implicación religiosa.

       Jesús rompe con la ley que impide acercarse y tocar a un leproso, “extendió la mano y lo tocó”. Por esa acción él mismo comprometía su vida ante los demás, porque según la ley, él también sería considerado impuro. Pero lejos de contentarse con ello, además le envía a presentarse ante los sacerdotes, guardianes de las normas de Moisés, para que cumpla lo prescrito por su purificación, de forma que se haga público todo lo sucedido. Así Jesús invalida públicamente aquel precepto que en nombre de Dios se había dictado y que excluía al enfermo de la comunidad y lo condenándolo a la miseria.

Sentir lástima ha de comprometer nuestro ser, llevándonos a implicarnos de forma activa y consecuente con la persona sufriente, de forma que nuestro gesto de solidaridad no humille a nadie y pueda regenerar la vida rota dignificándola para siempre. Y todo ello desde la gratuidad y la entrega desinteresada.

Los cristianos estamos llamados a ser en medio de nuestro mundo semilla de calidad humana. Los enfermos, los pobres y necesitados, las personas que sufren injusticias o cualquier debilidad, no son para nosotros invisibles ni podemos mostrarnos ante ellas con indiferencia. Son nuestros hermanos y hermanas, donde el mismo Señor se hace presente de forma sacramental, ya que él mismo nos indicó con indiscutible autoridad, que “lo que a estos hermanos necesitados hicisteis, a mí me lo hicisteis” (Mt 25)

       Este ha de ser hoy, por tanto,  el compromiso que brote de la mesa del amor fraterno. Mirar al hermano necesitado cercano o lejano con entrañas de misericordia. Mirarlos con compasión para ver el dolor del hambre, la enfermedad y la muerte, y descubrir el rostro de Dios que a través de ellos pide “si quieres puedes limpiarme”.

       Los misioneros, hombres y mujeres entregados a los demás, extienden su mano y ofrecen su vida para decir con ella “quiero, queda limpio”, y es a ellos a quienes hoy también acercamos a nuestra eucaristía para agradecerles su labor, alentarles en su misión y compartir solidariamente su compromiso a través de nuestras aportaciones económicas, y nuestra oración. Ellos son la mano de Dios que sigue sembrando esperanza y que nos recuerdan que es muy urgente hacer del mundo, la tierra de todos.

Que Dios nos de fuerza para ver esa realidad necesitada, y mucho amor para intervenir en ella de forma justa, solidaria y fraterna.