sábado, 29 de septiembre de 2012

DOMINGO XXVI T.O.

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

30-09-12 (Ciclo B)

Un domingo más somos invitados por el Señor a compartir el gozo de nuestra fe, alimentándola con el pan de su Palabra y de su Cuerpo y su Sangre. Y esta Palabra de hoy nos ayuda a contemplar con verdad, la realidad de nuestra manera de vivir la dimensión comunitaria de la fe, bien sea en aquel pueblo en marcha hacia la tierra prometida, sea en la actual comunidad eclesial. La primera lectura habla de la donación del Espíritu de Dios a los setenta jefes del pueblo en camino por el desierto. En el Evangelio se reflejan ciertos aspectos de la vida de los discípulos y de los primeros cristianos en sus relaciones internas y con aquellos que todavía no pertenecían a la comunidad cristiana. Santiago se dirige al final de su carta a los miembros ricos de la comunidad para recriminar su conducta y hacerles reflexionar sobre ella a la luz del juicio final.

Lo primero que salta a los ojos, leyendo los textos de hoy, es que la comunidad cristiana primitiva y ya antes la comunidad judía del desierto están marcadas por la limitación e imperfección. Resulta llamativa la actitud de recelo respecto de quienes no pertenecen al propio grupo sea por parte de Josué: "Mi señor Moisés, prohíbeselo" (primera lectura) sea por parte de Juan: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo" (Evangelio). Otro punto es el escándalo que algunos miembros "fuertes" y "grandes" de la comunidad dan a los "pequeños", poniendo en peligro su fe sencilla y su misma pertenencia a Cristo. Entre quienes causan un escándalo especialmente grave están los ricos, que ponen su seguridad en sus riquezas y alardean de ellas ante los pobres. Pero además el apóstol va a denunciar su injusta forma de enriquecimiento, porque se aprovechan abusivamente de los pobres, no pagando diariamente el salario a los obreros, entregándose al lujo y a los placeres, pisoteando en perjuicio del pobre la ley y la justicia (segunda lectura). Aprendamos una cosa: ninguna comunidad cristiana concreta está exenta de debilidades y miserias. Cuando la comunidad eclesial resulta a las claras tan imperfecta nos ha de hacer vivir más conscientes de que es el Espíritu de Dios, y no nuestro interés, el alma que la vivifica y santifica con su presencia y sus dones.

Ante todo, se ha de recalcar la gran apertura de espíritu de Jesucristo frente a quienes no pertenecen al grupo, a la comunidad creyente y sin embargo realizan gestos cargados de caridad y justicia; a quienes a sí obran, y además lo hacen en el nombre del Señor, Jesús les dice "No se lo impidáis". Este comportamiento de Jesús halla su prefiguración en el de Moisés, al saber que su espíritu ha sido comunicado a Eldad y Medad que no pertenecían al grupo de los setenta, y ante la oposición que le plantea Josué, responderá con claridad: "¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojala que todo el pueblo de Yahvé profetizara porque Yahvé les daba su espíritu!".

Jesús motiva su postura con dos reflexiones importantes:

1) Quien invoca su nombre para hacer un milagro, no puede luego inmediatamente hablar mal de él. La persona de Jesús ejerce un influjo universal, no puede quedar encerrada dentro de los límites humanos.

2) Quien no está contra nosotros, está con nosotros. Y esto es verdad, incluso cuando no se pertenece a la misma comunidad de fe. Por otra parte, dentro de la comunidad las relaciones entre los diversos miembros han de regirse por el mandamiento de la caridad. Esa caridad que podríamos llamar "pequeña", ha de ser la moneda corriente para la convivencia diaria. Jesús pone el simple ejemplo de dar un vaso de agua con la intención de vivir la caridad cristiana. Otra forma de vivir la caridad es evitando el escándalo. Por amor hacia el hermano uno debe estar dispuesto a acabar con cualquier cosa que lo pueda dañar. Así, en las relaciones entre cristianos, máxime si se pertenece a la misma iglesia local, debe reinar también la justicia entre los empresarios y los asalariados. Los ricos, por su parte, han de ser muy conscientes de que sus riquezas no son tanto para gozarlas y despilfarrarlas egoístamente, cuanto para vivir responsablemente poniendo sus bienes al servicio de los necesitados.

En el catecismo de la Iglesia se nos enseña que "Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social” (C.E.C. 2424). Y bien podríamos concluir, que la crisis que actualmente padecemos, y que tantos parados origina, es consecuencia de este desorden y ambición desmesurada.

El Espíritu es el alma de la Iglesia, que la regenera y configura a la persona del Señor Resucitado. Por eso es posible confiar en las posibilidades de conversión que cada uno de sus miembros puede realizar en su vida, incluso aquellos que tanto peso cargan por su pecado de avaricia y codicia.

Qué necesario se hace en nuestros días ampliar la mirada más allá de las propias necesidades o intereses. No podemos echar la culpa de todos los males sólo a los que de forma evidente ostentan tanta riqueza. En el fondo todos nosotros participamos del mismo pecado aunque sea a menor escala porque menor es nuestro poder, y no porque menor sea nuestro deseo. Junto a la acción del Espíritu y mezcladas con ella están las acciones humanas, con todas sus limitaciones. Por eso, es necesario el discernimiento, para saber distinguir y separar lo que el Espíritu del Señor quiere realizar en nuestro corazón y cuyos frutos serán la concordia, la generosidad y la misericordia para con los demás, de aquello que nos aleja y divide fruto del egoísmo.

Pidamos en esta eucaristía que el Espíritu del Señor reavive en nosotros el don del amor fraterno para que seamos sensibles a las necesidades de nuestros hermanos más débiles, especialmente en estos tiempos adversos. Y que este mismo Espíritu sane el corazón enfermo de quienes están sumidos en el materialismo pernicioso causante de la desigualdad y la injusticia. No sea que como concluye el apóstol en su carta, un día el Juez del Universo les tenga que decir “os habéis cebado para el día de la matanza”.

sábado, 22 de septiembre de 2012

HOMILIA DOMINGO XXV T.O.

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO


23-09-12 (Ciclo B)

Un domingo más nos reunimos para celebrar nuestra fe, realizando la acción más importante que como cristianos podemos vivir, participar de la mesa del Señor, que reparte su Cuerpo entre nosotros, y derrama su Sangre como entrega absoluta en el amor.

Pero la Eucaristía se ha de centrar en la Palabra proclamada, y a la luz de ella, contemplar nuestra vida desde los ojos de Dios. Así hoy recibimos una clara llamada a vivir la fidelidad a Cristo asumiendo que conllevará también la aceptación de las dificultades y de la cruz.

Resulta extraordinaria la experiencia que el libro de la Sabiduría nos presenta. Con una sencillez nítida, nos expone la visión que el malvado tiene del justo. Según él, el justo se opone a las acciones del mal, lo denuncia y reprende la injusticia. El justo declara que conoce a Dios y se reconoce hijo de Dios. Lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente, apartándose de las sendas por las que transita ese mal. Se gloría de tener a Dios como Padre, y sabe que su final es participar de su gloria. Una vida así da grima, y repugna a quien opta en su ser por el mal y vive sumido en él.

Es más, el libro de la Sabiduría prosigue mostrando la resolución que toma el malvado respecto del justo: “si el justo es hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba, a la afrenta y a la tortura”.

Es terrible esta realidad, y sin embargo qué cierta se nos presenta en medio de nuestro mundo.

Este libro sagrado no hace más que mostrarnos en toda su radicalidad una de las realidades más claras y permanentes en nuestro vivir. La relación entre la fe y la vida del creyente, con el mal y la cruz como consecuencia del mismo.

Y desde una mirada superficial, parece claro que si Dios es tan bueno y nos ama, y nosotros somos sus hijos, ningún mal puede acechar nuestra existencia. O dicho con las palabras del hombre increyente, dado que el mal afecta a todos por igual, a buenos y malos, justos y pecadores, eso quiere decir que todos estamos sometidos a un mismo destino y que Dios no cuenta para nada en él.

Para poder comprender con vitalidad evangélica esta realidad humana y cristiana, tenemos que detener nuestra mirada en Jesucristo. En su subida a Jerusalén, anuncia sin reparos lo que el cumplimiento de la voluntad del Padre le va a suponer; “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”.

Jesús asume con libertad la totalidad de su existencia. Vivir desde Dios y para los demás, conlleva aceptar el sacrificio del amor. Porque amar de verdad y sin reservas, supone vivir desde el otro, entregando la totalidad de la vida y vaciándose por completo en favor de la persona amada.

Cristo no nos ha amado a medias, en los ratos libres de una vida reservada para sí. Cuando Jesús se acerca a las personas, su amor y misericordia lo vacían de sí mismo para llenar la existencia del enfermo, del esclavo, del pecador o del marginado, de una ternura y bondad tales, que transformará para siempre sus vidas sanando, liberando, perdonando y devolviendo la plena dignidad de los hijos de Dios.

Y cuando el amor se entrega de esta manera, también asume con libertad y fidelidad los costes que conlleva y que pasa por el servicio y el sacrificio. Porque el amor, cuando es verdadero, duele, y ese dolor lo damos por bien sufrido cuando es en favor de aquellos que amamos.

El anuncio de la Pasión de Jesús, sorprende a los discípulos hasta el punto de no atreverse a preguntarle. Sus palabras son tan radicales y la respuesta que le dio a Pedro cuando intentó disuadirle fue tan fulminante, que cualquiera se atreve ahora a decir nada al respecto. (No olvidemos que el domingo pasado, cuando Jesús les pregunta sobre lo que la gente dice a cerca de él, y les plantea quién es Jesús para ellos, Pedro muy resuelto le manifiesta que él es el Mesías. Pero cuando anuncia por primera vez su pasión, éste intenta disuadirle, a lo que Jesús responde con un rotundo “apártate de mí Satanás, porque tú piensas como los hombres no como Dios”).

Pues bien, en esta ocasión, al volverles a repetir que su vida, vivida en fidelidad y en profunda unidad con el Padre Dios, le va a llevar a tener que entregarla hasta sus últimas consecuencias, ellos prefieren desviar la atención sobre quién es el más importante en el Reino.

Y Jesús no reprocha su falta de sensibilidad, por no haberle hecho el menor caso en ese abrir su corazón al mostrarles su gran preocupación. Es más, dado que tanto les preocupa quién será el mayor en el reino de Dios, les va a contestar con paciencia y claridad: “quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y por si todavía no queda clara su respuesta, la acompaña de un gesto inequívoco al colocar en el centro a un niño. Todo lo que significa un niño de inocencia, dependencia, desvalimiento y ausencia de poder u honor, quién así se presenta ante Dios, con su debilidad y sencillez, ese será el primero.

Las cuentas de Dios no son como las nuestras. El no mide ni valora su amor y su misericordia en función de nuestros parámetros o intereses. El seguimiento de Jesucristo supone vivir como el justo descrito en la primera lectura, poniendo toda nuestra vida en las manos del Señor, haciendo que sea Él el fundamento de la misma, a pesar de que también nosotros vamos a sufrir la incomprensión, la burla, el rechazo e incluso la persecución por parte de quienes no aceptan voces discordantes que denuncien su injusticia y maldad.

Así por ejemplo, cuando los cristianos defendemos la vida en medio de una cultura de muerte y egoísmo, y nos definimos con valentía contra el aborto, la eutanasia, y la opresión de los débiles, debemos asumir los costes que nuestro compromiso creyente conlleva. Y si los gobiernos imponen leyes que en conciencia consideramos injustas, y no reconocen el derecho legítimo de los profesionales de la medicina a la objeción de conciencia, estos deberán arriesgarse a ser sancionados, pero manteniendo firme su fidelidad a Jesucristo y a los hermanos más indefensos.

Esta es la cruz que también nosotros debemos estar dispuestos a asumir como precio de nuestra fidelidad, porque la llevamos junto al Señor en el camino de la vida. Y podemos cargar con ella, porque es el mismo Cristo quien nos sostiene y conforta.

Pidamos en esta eucaristía, que la unidad de los hermanos nos sostenga en las adversidades, porque la fe compartida y vivida en comunión, sostiene la esperanza en medio de la prueba.

Que Santa María la Virgen nos ayude en esta lucha continua de vivir en coherencia nuestra fe, a pesar de las dificultades de la vida.



sábado, 15 de septiembre de 2012

HOMILIA DOMINGO XXIV T.O.

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO


16-09-12 (Ciclo B)

Acabamos de escuchar un evangelio sobradamente conocido por todos ya que es de esas escenas que se repiten en los tres evangelistas llamados sinópticos (Mateo, Lucas y Marcos), y que en los tres ciclos litúrgicos se nos proclaman.

San Marcos sitúa este pasaje en el centro de su evangelio, justo cuando Jesús ha concluido el tiempo de anunciar el Reino de Dios junto a sus discípulos por tierras de Galilea, y se dispone a consumar su misión en Jerusalén. Por eso además de preguntarles sobre la imagen que de él tienen, les va a anunciar la proximidad de su pasión.

Situándonos nosotros en el centro del relato, y una vez interrogados sobre la persona del Señor, seguro que no hubiéramos diferido demasiado de la respuesta de Pedro “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Nuestra experiencia de fe, que en cada momento de la vida hemos ido madurando con la asistencia del Espíritu Santo, así nos lo revela. Jesús es el Hijo de Dios, nuestro Mesías y Salvador.

Pero la pregunta, Jesús la formula de manera más abierta. “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y bien podríamos detenernos un momento en responderla desde nuestra realidad inmediata. Si preguntáramos a muchos que se consideran cristianos hoy en día, que están bautizados, y que en su momento asistieron a una primera iniciación cristiana, pero que a la vez se manifiestan como no practicantes, su respuesta no sería muy distinta de la de aquellos contemporáneos de Jesús. Para muchos, Jesús fue un buen hombre, que hizo cosas buenas, cuyos valores de justicia y solidaridad enganchan a muchos, y que murió en la cruz de manera injusta y cruel.

Y aún siendo verdad, es muy poco. Se queda en la superficie de una humanidad entregada a los demás pero que terminó en un estrepitoso fracaso. Hablan de un hombre, pero que realmente desconocen.

Por eso la pregunta directa a los discípulos es fundamental, es decir, la pregunta a cada uno de nosotros.

Y no basta con reconocer en Jesús a una persona excepcional, con unas cualidades humanas extraordinarias y que cautivan el corazón.

Pedro junto a sus hermanos apóstoles, ha experimentado esa atracción de Jesús desde los comienzos de su relación personal. A cada paso recorrido, más cautivado se sentía por este hombre que un día lo llamó junto al lago de Galilea. Pero lo que ha hecho que siga a su lado contra todos los inconvenientes y dificultades, no sólo es su humanidad, sino la naturaleza escondida en su ser y que revela a Alguien mucho mayor que un simple hombre. De ahí su confesión de fe y su adhesión más íntima “Tú eres el Mesías”.

Quienes hemos llegado a esta confesión en nuestra vida, podemos decir con sencillez y gratitud que hemos completado un primer camino de madurez cristiana. No somos seguidores de un profeta, ni de un buen hombre, sino discípulos del Señor, del Hijo de Dios.

Y llegar a esta conclusión conlleva consecuencias inmediatas, como las que tuvieron que experimentar aquellos apóstoles de la primera hora. Reconocer a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios nuestro Salvador y Señor, significa que también tenemos que entender su mesianismo de forma adecuada y conforme a su voluntad.

Cuando Jesús empieza a desgranar lo que aquella confesión de fe significaba en realidad, y cómo el Hijo de Dios ha de instaurar su reinado pasando por la cruz redentora, el proyecto que inicialmente había sido recibido con agrado se trunca en decepción. Y la tentación que tantas veces nos invade quiere evitar el camino que Jesús nos muestra para dar un rodeo que rechace la dura realidad de la cruz.

Es más, al igual que Pedro pretendemos decirle al Señor cómo se deben hacer las cosas, y que tal vez sus modos no son los más acertados en nuestro tiempo.

Esta semana en la liturgia diaria hemos escuchado cómo Jesús llama dichosos a los pobres, a los que lloran y sufren o pasan cualquier penalidad por su causa. Hemos sido invitados a amar a los enemigos y a orar por quienes nos persiguen o violentan, y a no juzgar a los demás si no queremos ser juzgados con igual severidad. Y estas llamadas del Señor las realiza desde esa invitación a “ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.

El camino que el Señor ha de recorrer, y por el que somos invitados a acompañarle, conlleva cargar con la propia cruz de cada día, siendo fieles a la misión por él confiada y adoptando en nuestro ser sus mismas actitudes de servicio, entrega, amor y sacrificio.

Tomar caminos alternativos es separarnos del único que nos conduce hacia Él, rompiendo la unidad entre la fe en Jesucristo y la vida que de esa fe debe derivarse.

En definitiva se traduce en lo que el apóstol Santiago denuncia en su carta, “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?”. ¿Es que podemos separar las prácticas religiosas de las consecuencias que de su vivencia se han de extraer?

El anuncio del Evangelio de Jesucristo a sus discípulos no es un compendio de ideas hermosas sobre Dios, ni teorías sobre una mejor marcha del mundo. El Evangelio es la Palabra de Dios encarnada, que materializa la transformación radical de toda la realidad asumiendo con fidelidad los costes, que una vida coherente con este plan salvador, requiere. Y Jesús nos invita a seguirle con la firme promesa de que él acompañará nuestro camino y nos sostendrá en la adversidad.

Si aceptamos su llamada con entrega y confianza, se notará de forma inmediata, ya que nuestra fe en Jesucristo se traducirá en obras de amor y misericordia para con los demás. Obras que en un mar de incertidumbre y penurias, como las que nuestra realidad actual vive, pueden parecer insuficientes, pero que si todos los discípulos del Señor las desarrolláramos con generosidad, seguro que se notaría.

La confesión de Jesucristo como el Mesías y el Salvador por parte de un grupo tan insignificante como aquellos Doce Apóstoles nada presagiaba en su tiempo. Es más el anuncio de la pasión y muerte de Jesús no hacía sino agudizar la sensación de fracaso.

Pero la última palabra de la historia no la pronuncian labios humanos, sino que es Palabra de Dios, y ciertamente la confesión de Pedro es hoy para nosotros fundamento de nuestra fe.

Hoy, en esta eucaristía, pedimos al Señor que nos sostenga en el camino que con confianza deseamos recorrer a su lado. Que al confesar su divinidad no olvidemos nunca la entrega de su persona en favor de los necesitados, los pobres y humildes. Y que aquellos que hoy viven alejados o al margen de la fe, puedan descubrir por la grandeza de nuestras obras el rostro de un Dios que les ama y les invita a ser miembros de su Pueblo Santo. De este modo no sólo viviremos con coherencia nuestra fe en Cristo, además lo estaremos anunciando con la elocuencia de nuestro comportamiento fraterno.

sábado, 8 de septiembre de 2012

HOMILÍA DOMINGO XXIII T.O.

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO


9-09-12 (Ciclo B)

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios, que como cada domingo y en toda celebración litúrgica, concentra el sentido y horizonte hacia el que nos llama la atención el Señor.

Y si algo podemos destacar de esta Palabra es la gran misericordia y ternura que Dios tiene para con los más necesitados. “Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”. Así lo hemos escuchado en el salmo que sirve de puente entre el antiguo y nuevo testamento, y que es la oración del pueblo que confía desde siempre en el amor del Señor.

La situación de enfermedad o limitación física que se nos narra en la Sagrada Escritura, viene a expresar algo mucho más profundo que lo estrictamente médico. No se trata sólo de una dolencia que mina nuestra salud, se trata de la dimensión precaria de toda nuestra vida. Por eso para los judíos enfermedad y pecado, iban tan estrechamente unidos. Si Dios nos había creado a su imagen y semejanza, nuestra persona debía reflejar esa naturaleza divina que el Creador había puesto en su criatura. Sin embargo cuando se produce una ruptura en la armonía de la creación, el ser del hombre se desmorona y el cuerpo refleja la discordia del alma.

Jesús nos ayuda a comprender cómo, si bien es necesaria esa concordia existencial que nos unifique y nos posibilite una vida plenamente humana, a la vez es posible que las limitaciones físicas y las enfermedades no se produzcan por la propia responsabilidad sino por razón de nuestra condición humana.

Muchas veces hemos creído, especialmente en nuestra era moderna, que el ser humano había llegado a unas cotas de conocimiento y desarrollo tales que nos independizaran de Dios. Dios ya no parece necesario para explicar nada porque nosotros somos principio y fundamento de todo lo existente. Superamos enfermedades, prolongamos la vida, somos capaces de manipular su génesis e incluso “fabricarla” en laboratorios. Podemos decidirlo casi todo, hasta si una vida humana debe nacer o no, o si su existencia nos es útil o carece de importancia.

Sin embargo siguen existiendo personas cuya vida se ve tocada por la enfermedad o la limitación, y su explicación no encuentra respuesta en la técnica ni son sanadas por la medicina. Y sin embargo el enfermo sigue experimentando en su ser el anhelo de una dignidad a la que tiene derecho en razón de su humanidad, una comprensión que exige en su condición de persona y un respeto que se le debe en razón de la misma precariedad física que padece.

Jesús siempre supo estar tan cerca del sufrimiento humano que él mismo lo incorporaba a su experiencia de vida. De modo que el Reino de Dios se instauraba no porque fuera a desaparecer toda limitación física, sino porque en la acogida de su Palabra y en la asociación a su persona, las dolencias y enfermedades eran sanadas radicalmente, en la dignificación del enfermo expresado en la curación milagrosa.

Es decir: en tiempos de Jesús había muchos cojos y ciegos, mudos y sordos, leprosos y dolientes de cualquier clase. Algunos de ellos sintieron la sanación física tras el contacto con el Señor, pero sobre todo experimentaron la salvación de todo su ser en el encuentro personal con el Salvador. Y esta realidad existencial vivida por unos pocos extendió su poder espiritual para la salud de muchos.

De modo que la enfermedad puede limitar las potencialidades humanas y resultar a los ojos del mundo un signo de ineficacia carente de utilidad, pero en ningún caso limita la dignidad de personas e hijos de Dios y es para el creyente un lugar de especial encuentro con la misericordia divina que acoge, comprende y conforta el corazón.

Los creyentes en Jesucristo no podemos percibir la enfermedad del hombre como una barrera en el desarrollo de nuestra fe. Salvo las excepciones de aquellos que han llevado una vida llena de riesgos elegidos, la enfermedad no es algo adoptado conscientemente sino fruto de la materialidad de nuestro cuerpo.

La vivencia cristiana de la misma nos ha de llevar a buscar en ella la configuración con Jesucristo en sus padecimientos y ofrecerlos como él por la construcción de su Reino al cual todos estamos convocados.

Si los legítimos medios humanos nos ayudan a superar las enfermedades, bendito sea Dios que nos ha dado la razón y la capacidad para suscitar los instrumentos necesarios para un desarrollo más humano de nuestra vida. Los cuales han de ponerse al servicio de toda la humanidad sin distinción, evitando el lucro de unos a costa del dolor de otros o la discriminación egoísta entre pobres y ricos.

Sin embargo, siempre debemos aceptar que la circunstancia de la materialidad humana no es eterna, y que precisamente nuestra corporeidad limitada nos ha de llevar a percibir que moramos en nuestra carne para un destino ulterior al que Cristo nos ha incorporado por nuestra vocación bautismal.

La enfermedad personal no ha de ser comprendida nunca como consecuencia directa de nuestro pecado. Sería injusto juzgar moralmente a quien padece físicamente.

Pero la enfermedad sí nos puede ayudar a comprender que nuestra finitud no es fruto del deseo de Dios sino consecuencia de la opción humana que un día creyó, y muchas veces sigue creyendo, que la vida al margen de Dios es posible y deseable.

Jesús no juzga a los enfermos, los acoge y los ama sin medida. Se entrega a ellos dándose a sí mismo, de modo que por encima de la salud corporal vivan el encuentro gozoso con Aquel que les ha creado y cuyo destino salvífico ha preparado desde el origen del mundo.

Desde esa experiencia recibida del Señor, los sordos oyen la palabra que les devuelve la esperanza y les llena de alegría, y por eso al sentir libre sus labios, no pueden por menos que alabar a Dios y darle gracias por su inmenso amor.

Una vida sana es mucho más que gozar de salud física. Es vivir con la plena conciencia de que nuestra vida ha sido dignificada por Dios y que nuestro ser está en sus manos para llevarnos a participar de su misma gloria.

Que Santa María la Virgen, salud de los enfermos, les ayude a vivir con este espíritu cristiano la enfermedad, a quienes estáis cerca de ellos los sepáis acompañar con amor y ternura, y que a toda la comunidad cristiana la haga sensible y cercana a su necesidad.