sábado, 28 de noviembre de 2015

DOMINGO I ADVIENTO


DOMINGO I DE ADVIENTO
29-11-15 (Ciclo C)

       “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Con esta frase de Jesús como fuerte llamada para la esperanza, comenzamos este tiempo de Adviento. Cuatro domingos que nos irán acercando y preparando para acoger a Dios en nuestra vida de forma renovada y gozosa.

       El adviento es ante todo expectación ante la proximidad de Alguien que desde hace mucho tiempo venimos esperando; la entrada de Dios en la historia humana. No es una mera repetición ritual; hoy comienza para nosotros la cuenta atrás y por delante tenemos un tiempo precioso para preparar adecuadamente nuestra vida, a fin de favorecer el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo.

       Adviento supone disposición y compromiso para abrirnos a Dios y dejar que ciertamente libere nuestro ser y transforme el mundo instaurando su reinado. Todo ello en esta realidad que presenta tantas amarguras e injusticias.

       Iniciamos el advenimiento de Dios con nosotros, cuando las divisiones y guerras entre los pueblos, la violencia y el terror en tantos lugares, la dura crisis económica y la miseria de millones de seres humanos, tiñen de desesperanza nuestra realidad más cercana haciendo increíble el que Dios pueda nacer en este entorno.

       Los dirigentes del mundo no entienden que el camino de la paz pasa por la libertad y la justicia de todos los pueblos. Cada uno busca su interés económico o material aún a costa de vidas humanas, utilizando los medios de propaganda conforme a su ambición.

       El evangelio de hoy nos muestra con un lenguaje lleno de simbolismo, la cantidad de catástrofes, miserias y violencias que este mundo soporta. Algunas de ellas responden a fenómenos naturales, en ocasiones provocados por el abuso y la destrucción de la naturaleza, pero en la mayoría se debe a la crueldad del hombre que en vez de haber buscado la fraternidad se ha convertido en fratricida y en vez de vivir la solidaridad se ha cegado por el egoísmo y la ambición. Cómo no ansiar una liberación que nos devuelva nuestra dignidad y alegría.

       Por qué no va a ser posible que comenzando por el núcleo familiar, y prosiguiendo en el entorno social de cada uno, se provoque el nacimiento de una nueva humanidad.

       Pues bien, creemos que cabe la esperanza. Nosotros, los cristianos no podemos arruinar nuestro ánimo ni presentarnos ante el mundo derrotados en el desamor. Hemos de seguir esperando aún teniendo en contra situaciones desfavorables. Nos hemos fiado del Señor, y él mismo nos ha prometido su presencia hasta el fin de los tiempos.

       La fe que profesamos debe colorear el presente infundiendo a nuestro alrededor un ambiente nuevo, solidario y fraterno capaz de generar esperanza en los demás. Dejar que nuestras ilusiones se apaguen o que nuestro compromiso decaiga, es sucumbir ante la adversidad y renunciar a ser luz en medio de las sombras de este mundo.

       Necesitamos fortalecer nuestra vida de oración. Recurrir permanentemente al Señor para que nos muestre el camino a seguir y nos ayude a recorrerlo con la fuerza de su Espíritu. Pero rogar a Dios nos ha de llevar a poner de nuestra parte todo lo humanamente posible.

       Las víctimas de este mundo se encuentran muchas veces tan abatidas que les es imposible salir adelante solas. Hemos de estar a su lado, acompañarlas en todo momento y comprometernos activamente por la transformación de su situación desde la denuncia de la injusticia y la búsqueda de su dignidad. Son signos elocuentes de esta grandeza humana, gestos como la disposición de viviendas para familias desahuciadas, y campañas como la recogida de alimentos.

En el adviento dirigimos nuestra mirada hacia el Dios-con-nosotros que está por llegar. En su nacimiento se regenera la vida y la esperanza, posibilitando que emerja una nueva creación. La cual resultará imposible si no se produce en cada uno de nosotros una verdadera renovación personal y espiritual.

La liberación a la que somos llamados por el Señor en este primer domingo, pasa por nuestra conversión personal. Por preparar adecuadamente el camino que nos acerca a su amor sabiendo que todavía son muchas las barreras que nos separan del encuentro pleno con él y con los hermanos.

Y el Señor nos hace una clara promesa por medio de su palabra; si somos capaces de favorecer este encuentro con él, “veremos la salvación de Dios”.

       Al comenzar este adviento, podemos aceptar que el camino que tenemos por delante no es sencillo ni cómodo, pero con la fuerza de Dios y nuestra fidelidad a su amor desde el compromiso por los necesitados, es posible confiar en la victoria del Señor y de su Reino.

       Fue en medio del desasosiego donde resonó la Palabra de Dios haciéndose carne en María. Fue en medio de la noche y lejos de la comodidad donde nacía el Hijo de Dios. Fue en las afueras de Jerusalén y en una cruz ensangrentada donde brilló la luz de la vida definitiva, de Cristo resucitado.

       Este tiempo de adviento nos ha de ayudar a buscar caminos que nos conduzcan al Dios de la misericordia, que por amor se encarnó en nuestra historia y por su compasión la ha reconciliado para siempre.

       Dios está con nosotros, y en esta cercana familiaridad nos sigue enviando a preparar su venida. Que su amor nos fortalezca y su misericordia nos impulse a transformar nuestro mundo, comenzando por nuestras familias que han de ser escuela de humanidad y fermento de paz.

sábado, 21 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIV T.O. - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


 
DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 2-11-15 (Ciclo B)

Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va desarrollando una humanidad nueva donde todos, sin exclusión, vivamos la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.

El Evangelio que hemos escuchado, narra una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la insistencia del gobernador.

El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus ambiciones, siembra de injusticia la realidad.

Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús;  y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.

Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.

Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.

Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el mundo sindical, o el de la política, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no reciben un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.

Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra cimentándola con los valores del evangelio.

Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras sentirán la presión de la comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y fidelidad al Señor.

Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.

El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Esta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que éstas sean realmente justas.

Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.

Por último, si algo destaca con vigor la llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a toda la humanidad amada por Dios”.

La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de todos.

Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en nosotros su confianza.

Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos abiertos para acoger a los demás.

Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a mantenernos fieles a su amor.

Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.

sábado, 14 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA


DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO
15-11-15 (Ciclo B)

 
La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos ayuda a percibir, la realidad presente como un tiempo en camino, para conducirnos al encuentro con Dios nuestro Padre. Y así Jesús nos anima a poner nuestra confianza en ese amor de Dios por el que hemos sido creados a esta vida, y lo que es mucho mayor, a no perder la esperanza de compartir a su lado la vida en plenitud, en su reino de amor, de justicia y de paz.

Y este domingo tiene además una cualidad que lo hace realmente especial. Es la jornada de la Iglesia diocesana, algo que a primera vista puede dejarnos indiferentes, pero que a mi juicio nos introduce en la clave para entender nuestra identidad cristiana.

No me voy a detener en la opinión que la gente tiene de la Iglesia, porque de verdad, me importa poco. Lo que realmente me resulta esencial, es lo que para mí significa la Iglesia, y con ello os invito a que también vosotros realicéis este camino de identificación en el amor.

La misma Iglesia se autodefine como Madre y Maestra. Y dentro de poco, al confesar nuestra fe, de ella diremos que es UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA.

Pues desde esta fe confesada, y sobre todo vivida, os digo con todo orgullo de hijo, que la Iglesia es mi madre, nuestra madre. Ella me engendró a la vida por medio del amor de unos padres unidos en el sacramento del matrimonio. A ella me unieron para siempre por el bautismo que además de hijo de Dios me hacía hermano vuestro. En ella, por la educación cristiana recibida en el hogar y en la parroquia, pude descubrir a Jesús, hermano, amigo y Señor a quien merece la pena seguir, y su proyecto de vida imitar.

En esta Iglesia he descubierto la riqueza de una gran familia con sus luces y sombras, pero donde la pequeñez de algunos de los hermanos, y sus miserias, es muy superada por la santidad y el amor de los  más.

En esta Iglesia, yo como vosotros, hemos descubierto nuestra vocación, la opción de nuestra vida desde la que vivir felices y realizarnos bien en la vida matrimonial, misionera, seglar, religiosa o sacerdotal.

Es en esta Iglesia donde Dios se nos revela por medio de su Palabra, diariamente escuchada y donde nos alimentamos con su Cuerpo para seguir caminando con esperanza y sembrando la semilla fecunda del evangelio.

Es en la Iglesia donde la cercanía de los hermanos, el consuelo de los cercanos y la fortaleza de los robustos nos han ayudado a superar enormes dificultades e incluso desgracias personales, porque su fe vigorosa, ha sostenido la nuestra en los momentos de mayor incertidumbre y desconsuelo.

Es esta Iglesia, la que como maestra nos ayuda a responder en cada circunstancia de la vida, no desde nuestros egoísmos personales, sino con criterios evangélicos lo que mejor conviene a mi vida y a la de los demás. Y es esta Iglesia la que incluso cuando me confundo, tropiezo y me introduzco en caminos de desolación, me ayuda a recuperar el rumbo, me corrige y me ofrece el perdón de Dios, auténtico bálsamo que sana las heridas más profundas de nuestro corazón.

La Iglesia nos ha acompañado todos los días de nuestra vida, desde el momento de entrar en ella por medio del santo bautismo, hasta el instante en que ungidos con el óleo de los enfermos, nos prepara para ser recibidos por el Señor. Ella nos despide con el mismo amor y respeto con el que nos recibió, y lo mismo que un día se alegraba con nuestra vida emergente, se siente afectada cuando nos llega el ocaso, aunque el dolor del corazón humano, no es suficiente para acallar nuestra esperanza y sentir el consuelo de la promesa que en Cristo es certeza de vida eterna.

Esta es la Iglesia en la que todos nosotros nos encontramos; UNA, porque a pesar de las diferentes culturas, razas y lenguas, toda ella alaba unida a su Señor, y es congregada bajo la guía de un único Pastor, Cristo. La unidad en la Iglesia es su razón de ser y la garantía de autenticidad. Es un don de Dios que los distintos y distantes, podamos congregarnos con un solo corazón y una sola alma, para bendecir al mismo Dios. Es SANTA, no por nuestros méritos y logros, que bien sabemos de nuestra miseria y limitación, sino porque en ella habita el Santo, Jesucristo, quien prometió su presencia todos los días hasta el fin del mundo. Y nada ni nadie, como nos enseña San Pablo ha podido ni podrá apartarnos del amor del Señor. Precisamente porque en la Iglesia está presente Jesús, debemos orientar nuestra vida cada día para hacer que toda ella resplandezca en medio del mundo como fiel testigo del Señor.

La Iglesia es CATOLICA porque su vocación es llegar a todos los rincones del orbe. El mandato del Señor “id y haced discípulos de todos los pueblos”, nos obliga a sembrar de manera incansable la semilla del evangelio con nuestro testimonio personal, nuestro anuncio explícito de Cristo y el compromiso transformador. Labor que sigue siendo necesaria en el presente, en medio de las jóvenes generaciones y entre los alejados.

Y la Iglesia es APOSTÓLICA, porque los que hoy somos los testigos del presente, somos herederos de una fe y tradición que nace con aquellos apóstoles del Señor, y son para nosotros modelos normativos en el seguimiento actual de Jesucristo. La Iglesia no se reinventa con cada nueva moda o generación. La Iglesia para que pueda mantener estas cualidades esenciales que he mencionado, debe custodiar y vivir conforme al depósito de la fe que hemos heredado y que es para nosotros don y tarea.

Don porque gratuitamente lo hemos recibido, y tarea porque al acogerlo y vincular nuestra vida a Cristo, asumimos la misión que él mismo nos ha confiado.

Pues esta Iglesia, hoy celebra su fiesta de una manera más explícita, y nos llama a vivir con consciencia y coherencia nuestra pertenencia a ella.

Cuanto tenemos que agradecer a esta familia el haber nacido en ella, pero sobre todo, cuanto tenemos que reconocer el enorme bien que nos hace permanecer unidos a ella.

Hoy damos gracias a Dios por este regalo inmenso que nos ha hecho la llamarnos a formar parte de su Pueblo Santo, y pensemos una cosa importante, lo que no nos gusta de ella no es por culpa de la familia eclesial, sino por la indignidad de algunos de sus miembros.

En una ocasión alguien preguntó a la Beata Madre Teresa de Calcuta: ¿Cambiaría algo de la Iglesia?, y ella respondió “Sí, dos cosas, primero yo, y luego tu”.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a vivir con gozo nuestra vinculación eclesial, y dar testimonio con nuestra vida de que merece la pena vivir en ella.

viernes, 6 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

18-11-15 (Ciclo B)


Al escuchar las lecturas de hoy, lo primero que nos sugieren es el sentido de la generosidad. Qué es ser realmente generosos. Y descubrimos que la generosidad no es solamente la cantidad de lo que se da, sino que entran otros factores mucho más importantes a los ojos de Dios. Los cuales los podemos resumir en esta pregunta: ¿Qué parte de mí, implico en lo que doy? Jesús dice: “los demás han echado de lo que les sobra”. Al dar, ellos no han tenido que darse. Lo que ellos dan tiene una implicación muy baja, muy pobre en sus vidas, en cambio, las dos viudas que han aparecido en las lecturas de hoy, aquella viuda de Sarepta, con el profeta y esta otra viuda anónima del evangelio, al dar han tenido que implicar su propia subsistencia, han puesto sus vidas en peligro.         

La generosidad, la verdadera generosidad está en el darse y sabemos que hemos empezado a darnos cuando eso mismo que somos lo entregamos y nos lleva al riesgo. Decía la bienaventurada Madre Teresa de Calcuta: “dar hasta que duela, dar hasta que te afecte, dar hasta que tú mismo seas cambiado por la ofrenda que das”. Esta es la clase de generosidad a la que nos invita el Señor, y por supuesto, uno podría preguntarse: ¿cuál es el sentido de ese dar? ¿Por qué se nos reclama tanto?         

Observemos que si uno baja un poco la medida, si uno baja la exigencia, no es tan difícil encontrar gente que aporte. Hay en la naturaleza humana, no solamente un impulso para acumular y para retener, también existe la alegría de dar. Esa alegría que es como natural y espontánea, es lo que se llama la filantropía. Prácticamente todos los seres humanos sienten en algún momento de sus vidas, o en muchos, que es bueno hacer algo por alguien, por los demás.    

Nuestra personalidad está hecha de tal manera que sentimos gozo, nos sentimos bien cuando compartimos con una persona que lo necesita. Pero aquí estamos hablando casi de lo contrario. Porque según lo que la Madre Teresa de Calcuta decía, hay que dar casi hasta que te sientas mal, hasta que te duela.         

O conforme a lo escuchado en el evangelio, no es dar de lo que nos sobra, sino dar de lo que tenemos para vivir. Y eso produce riesgo, produce inseguridad, y tal vez produzca incluso preocupación. La generosidad, la genuina caridad cristiana, en su expresión más fuerte, no es filantropía, no se trata de dar un poquito, de sentirse uno bien sin ponerse en riesgo.     
La caridad cristiana conlleva la entrega de uno mismo en aquello que comparte o realiza en favor de los demás, sin calcular los riesgos que comporta, y sintiendo como único motor, el amor fraterno que mana de nuestra propia espiritualidad y vocación.    

Dos son las enseñanzas que hoy recibimos: La primera, cuál es el sentido de la generosidad, cuál es el sentido del dar y esto se resuelve con una pregunta: ¿Qué tanto de mí está implicado en esa entrega? Y lo segundo que hemos dicho hoy es que esa generosidad va mucho más allá de la filantropía, aunque podamos preguntarnos ¿Qué obtengo con eso?   

Si uno lo mira desde un punto de vista solamente humano como que no tiene mucho sentido, pero la clave está en lo que sucede en nuestra vida cuando descubre primero la generosidad de Dios. La generosidad de mi donación me pone en riesgo, pero también me pone en las manos del Dios generoso.   

Eso aparece muy bien en la primera lectura, la viuda se pone en riesgo, esto era todo lo que tenia para ella y para su hijo y eso se lo va a dar al hombre de Dios, al profeta. Es como una ofrenda religiosa realmente, ¿qué gana ella con eso? Gana la experiencia de la generosidad de Dios, el acento no hay que ponerlo en todo lo que uno puede llegar a perder, que puede ser hasta la vida, nos lo muestran los mártires, sino que el acento está en lo que uno puede llegar a ganar cuando entra en el ámbito de la generosidad de Dios.     

A través de esa entrega personal y total, que en el fondo es un acto de confianza por el que yo me regalo a las manos de Dios, estoy descubriendo cómo el Señor es un Dios generoso, que desborda su gracia y su amor en todas sus criaturas y que me llama a prolongar esa actitud vital con todos los hombres, mis hermanos más necesitados.
De este modo podemos comprender el asombro de Jesús ante el gesto casi insignificante de aquella pobre mujer del evangelio. Lo que a los ojos de cualquiera pasa desapercibido, e incluso resulta despreciable, para él contiene todo el germen de la generosidad de Dios.    

Pero no sólo eso, Jesús nos enseña a mirar la realidad con los ojos de Dios. El no desprecia a quienes han dado de lo que les sobra, también es de agradecer el gesto de aquellos que entregan parte de lo que tienen, y nadie debe sentirse mal por compartir generosamente de lo que le sobra. Todo lo contrario. Pero lo que Jesús destaca para quienes hemos tomado en nuestra vida la opción de seguirle siendo discípulos suyos, es que debemos vivir las actitudes humanas transformadas por el amor generoso y desbordante de Dios.   

Un amor que tiene su más clara expresión en la entrega absoluta de Jesús, cuya donación personal nos muestra hasta dónde ha estado Dios dispuesto a darse, ciertamente hasta el vaciarse por completo para que todos tengamos vida en plenitud.      


Ese amor testimoniado a lo largo de la historia por tantos hombres y mujeres que se han dado por completo en favor de los demás, sigue siendo en nuestros días testimonio de auténtica caridad cristiana. No se trata de la cantidad material de lo entregado, sino la calidad vital que en ello se contiene. Y la caridad que se ejerce desde el amor, siempre resulta liberadora y fecunda.

Hoy somos invitados a experimentar cada uno, en su propio estado de vida, la generosidad de Dios. Nuestro Dios es un Dios generoso en amor y en alegría, generoso en dones y en perdón, generoso en espíritu, en sabiduría y en palabra. Y esa generosidad también ha sido derramada en nuestros corazones para que se desborde en favor de los demás. 

Que el poder del Evangelio se adueñe de nuestras vidas y que por medio del Espíritu de caridad que hemos recibido, la hagamos contagiosa a muchos más.