sábado, 21 de diciembre de 2013

IV DOMINGO DE ADVIENTO


DOMINGO IV DE ADVIENTO
22-12-13 (Ciclo A)

     Llegamos al final de este tiempo de preparación para la navidad, y echando la mirada a estas cuatro semanas podemos ver si hemos dispuesto nuestra vida para acoger con esperanza y alegría al Señor.

     Como nos decía Juan el bautista al comenzar el adviento, “el tiempo se ha cumplido”. Dios entra en nuestras vidas para revitalizar en ellas todo el amor que él puso en el momento de nuestra creación. Dios viene a compartir nuestra historia para vivir, gozar y sufrir a nuestro lado. No quiere quedarse al margen de lo que nos suceda, sino acompañar nuestro camino de manera que siempre sintamos su fuerza y su ánimo renovador.

     El tiempo se ha cumplido y mirando nuestro corazón vamos a descubrir si estamos en disposición de recibir y acoger su palabra que se hace carne, y le dejamos transformar nuestras vidas.

     Este recorrido personal y profundo lo tuvo que realizar el mismo S. José. El evangelio de estos días nos situaba ante la generosa entrega de María; ahora volvemos la mirada hacia la otra persona fundamental en la vida de Jesús, aquel que le entregó su amor paternal, y por medio de quien descubrió que Dios era su verdadero Padre, Abba.

     José, era justo y no quería denunciar a María, nos cuenta el evangelio de Mateo. Cualquier hombre justo y cumplidor de la ley de Moisés tenía la obligación de denunciar a su mujer si ésta le había sido infiel.

     El evangelio recalca con especial sencillez que José era justo, pero según la justicia de Dios, que es ante todo bondad y misericordia. El supo mirar más allá de las leyes que tal vez eran y son demasiado frías y poco misericordiosas. Denunciar a María hubiera sido la ruina para ella, la hubieran condenado a morir.

     La actitud de José muestra que el amor auténtico es capaz de mirar más allá de lo que aparentemente acontece y descubrir desde la confianza, cuáles son las verdaderas actitudes del corazón. María, la mujer a la que amaba, no podía haber olvidado la promesa de amor fiel que le había hecho. Algo escondido a su entender tenía que estar pasando en ella. Y aquí entra la acción directa de Dios.

     “José, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Si María había mostrado su plena disponibilidad para acoger la propuesta de Dios, de ser la madre de su hijo, José muestra su fe auténtica al confiar en la palabra del Señor y recibir como propio, al Hijo de Dios.

     La persona de José es de trascendental importancia en la vida de Jesús. Todos los relatos de su infancia nos muestran la unidad de la Sagrada Familia. José y María junto al pesebre; los dos  contemplando la adoración de los Magos; los dos huyendo al exilio en Egipto para salvar la vida de su hijo; los dos regresando a Nazaret tras recibir José en sueños que Herodes había muerto. Los dos volviendo angustiados a Jerusalén para buscar al hijo perdido en el templo.

     Son relatos muy elaborados por la tradición cristiana, pero que si algo nos quieren dejar claro es la verdadera humanidad de un Dios que entra en la historia en el seno de una familia humilde pero unida, y que en esa unidad superarán las dificultades que vayan surgiendo.

     Así al terminar este adviento también nosotros hemos de revisar nuestra vida de fe y de entrega a los demás, y descubrir si estamos preparados para acoger al Dios que quiere acampar en medio de nosotros.

     Ver si nuestra disponibilidad y entrega son al estilo de María, capaces de acoger una nueva vida que nos haga vivir agradecidos a Dios por lo que somos y tenemos, a la vez que entregados a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. Ver si nuestra confianza en la acción de Dios es como la de José, que se deja cambiar el corazón para que sea Dios quien actúe a través de él.

     Así celebramos hoy una jornada especial de cáritas. Una de tantas, podemos creer. Pero no es una más, es la que en medio de estas fiestas tan opulentas para algunos, llaman nuestra atención ante la penuria de muchos hermanos.

     Preparar el camino al Señor se realiza desde la solidaridad, sabiendo que tal vez no tengamos medios para cambiar la historia, pero confiando que sí tenemos capacidad para hacer llegar un poco de esperanza a hogares cercanos, necesitados y que claman a Dios ante la injusticia que sufren.

     No podemos acabar sin recordar tantas situaciones de guerra, violencia y pobreza, que se sitúan ante el pesebre de Belén esperando que Dios con su nacimiento las llene de esperanza y amor. Al vivir esta jornada de solidaridad agradecemos al Señor todos los trabajos y esfuerzos de tantos voluntarios y personas anónimas que cada día, a través de Cáritas diocesana, llevan la esperanza y el consuelo a los hogares de los más desfavorecidos. Ellos son los mensajeros del Salvador en medio de la miseria, y son estrellas que brillan en medio de la oscuridad de un mundo que muchas veces se olvida de los pobres y marginados.

     El tiempo de Navidad que dentro de dos días celebraremos con alegría, ha de ser para el creyente un tiempo nuevo de reconciliación entre todos, buscando estrechar los lazos familiares y vecinales, sabiendo vivir la tolerancia y buscando que sea la palabra de Dios la que oriente nuestra vida en todo momento. Que nuestros hogares sean espacios de amor y escuelas de humanidad, así el mundo descubrirá la gloria de Dios por la paz que viven los hombres y mujeres que él ama desde siempre.

viernes, 13 de diciembre de 2013


DOMINGO III DE ADVIENTO
15-12-13 (Ciclo A)

      El tercer domingo de adviento que hoy celebramos, es vivido por la comunidad cristiana como el domingo del gozo “Gaudete”.

      Y es que el camino que nos conduce a la celebración del nacimiento del Señor, cada vez es más corto, y esa cercanía la debemos vivir con ese sentimiento profundo de gozo y esperanza. El mismo sentimiento que llenaba de dicha la penuria de Juan en la cárcel, anhelando la manifestación del Esperado de los pueblos.

      El evangelio de hoy centra su contenido en la persona de del Bautista, el mayor nacido de mujer, según el mismo Jesús.

      Juan fue de esas personas especialmente tocadas por Dios. Desde niño acogió en su alma la fe que sus padres Isabel y Zacarías le transmitieron. No en vano ellos mismos se habían visto agraciados por Dios en su ancianidad al recibir el gran regalo de su hijo.

      Los relatos del nacimiento de Juan lo asemejan mucho al del mismo Jesús. Y su madre Isabel va a comprender que este don de Dios tiene una misión concreta, ser el precursor del Mesías.

      En el encuentro entre María e Isabel, se entabla un diálogo profundamente creyente; ahora comparten algo más que el parentesco de la sangre. Por su fe se han hecho merecedoras de portar en sus entrañas la obra salvadora de Dios, Isabel dará a luz a quien anuncie al Salvador, María será la llena de gracia, porque de ella nacerá el Dios con nosotros, Jesucristo el Señor.

      Juan comprendió por esa fe recibida y madurada en su alma, que Dios le llamaba a una misión especial. Según nos relata el evangelio, pronto vivió la soledad del desierto y en austeridad para entrar en una comunión más plena con Dios, conocer su voluntad y proclamar su palabra. Retomar la misión de otro gran profeta del Antiguo Testamento, Isaías, y volver a clamar, “en el desierto preparar el camino al Señor”.

      Una preparación que a todos alcanza y urge para cambiar la vida y así acoger de corazón el gran regalo que Dios hace a la humanidad entera, a su propio Hijo encarnado en la persona de Jesús y por quien toda la creación será reconciliada para siempre con su Creador.

      La vida de Juan fue acogida por muchos como un don de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por aquellos que anhelaban una vida más digna y fraterna.

      Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; y no sólo en el plano de la vida social, también se enfrentará al mismo rey Herodes por llevar una conducta indigna de quien ha de ser modelo y ejemplo para los demás.

      Juan no será encarcelado por su anuncio del Reino de Dios. Ni por llamar a la conversión de los pecadores, o señalar próximo al Mesías.

      Juan será apresado y ejecutado por denunciar la infidelidad matrimonial de un rey, y entrar así con su denuncia en la dimensión moral de la vida personal y privada de quienes por su cargo debían de ser modelos y ejemplo para los demás.

      Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.

      Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los demás de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro e implantar en él el Reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.

      Jesús termina diciendo en el evangelio escuchado, que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista. De nadie ha dicho jamás cosa semejante. La admiración que mostraba Jesús por la obra y la vida de Juan, nos hacen ver la gran importancia que tuvo para el desarrollo del plan salvador de Dios.

      Sin embargo Jesús concluye, que el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él. Una afirmación que debemos entenderla como el anuncio de una nueva era que se abre ante el mundo y que va a ser instaurada por él. Con Jesús ha llegado el Reino de Dios tantas veces anunciado, y sus signos ya van apuntando a una nueva humanidad; los ciegos ven, los inválidos andad, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.

      Juan vivía angustiado en su cautiverio por no poder seguir sembrando el camino por el que venga el Salvador. Pero ante la respuesta de Jesús a aquellos discípulos por él enviados, le hará comprender que su vida y su muerte han tenido un sentido, y ciertamente ha merecido la pena dedicar su existencia a preparar el camino al Señor.

      Esa alegría de Juan es la que hoy celebramos y es preludio de lo que estamos llamados a vivir con el nacimiento de Jesús.

      Nosotros debemos acoger  con ilusión los mismos rasgos de la esperanza del Bautista. Posiblemente nunca lleguemos a ver realizados nuestros sueños de una humanidad renovada, fraterna y solidaria. Pero seguro que si nos dejamos transformar por el Espíritu de Dios contemplaremos grandes signos de su amor en nuestra vida y en nuestro entorno, familiar y social.

El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella y así habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

      Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y ese mensajero somos cada uno nosotros. Que nos dejemos sorprender por su venida y así nos sintamos renovados en la esperanza y el amor.

jueves, 5 de diciembre de 2013

INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA


SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA – DIA DEL SEMINARIO

 
Un año más, en medio de este itinerario gozoso y esperanzado hacia la fiesta del nacimiento del Señor, la liturgia nos ofrece un alto en el camino para ayudarnos a fijar la mirada en quien tan plenamente participó en la obra salvadora del Creador, la Bienaventurada Virgen María. Su vida y su plena entrega al servicio que Dios le pedía, inserta en nuestra historia humana el momento culminante esperado desde la creación del mundo.

Esta experiencia de gozo y de gracia, ha sido posible por pura bendición de Dios, que en María la Virgen obró de forma admirable para que desde el momento de su concepción, estuviera preparado el camino a fin de posibilitar la Encarnación del Verbo en medio de nuestra realidad humana. Por eso también nosotros hacemos nuestro el gozo del apóstol Pablo expresado en este himno que la Carta a los Efesios nos ofrece “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales”.

Porque si bien en la persona de Jesucristo encontramos el camino, la verdad y la vida que nos trae la salvación, ofreciéndonos una existencia en plenitud, la vida de su Madre santísima nos muestra un modelo de seguimiento que ciertamente nos aproxima al discipulado y a la experiencia del encuentro íntimo con el Señor.

Y es que toda la vida de María ha estado especialmente bendecida por Dios. Siguiendo el contenido del evangelio que acabamos de escuchar, el primer saludo del ángel la define como la “llena de gracia”. En ella Dios ha depositado su amor de tal manera, que desde el momento de ser engendrada por sus padres María fue preservada sólo para Dios. Seguro que desde su infancia iría descubriendo la bondad y la misericordia del Señor. Seguro que en la transmisión de la fe por parte de sus progenitores, María se abriría por completo para acoger cuanto Dios le pidiera, y así podemos comprender cómo María se sobrecoge ante la irrupción personal de Dios en su vida. Algo que por mucho que se anhele y para lo que se esté preparado, siempre desborda nuestra capacidad de comprensión.

María ha sido llamada por el mensajero de Dios “la llena de gracia”, y este saludo la desconcierta, de tal manera que el ángel Gabriel debe aclarar la razón de su visita, “no temas María, porque has encontrado gracia ante Dios”.

Y en ese corazón joven, ilusionado ante la vida y sobre todo abierto de par en par a la voluntad del Señor, se abre paso la confianza y la plena disponibilidad, para acoger una propuesta única e irrepetible en la historia. Será la Madre del Hijo de Dios, y aunque no acabe de entender el cómo y el porqué de su elección, y sin sospechar las consecuencias de su respuesta, ni el alcance que en la historia de la humanidad tendría la apertura de su corazón a la propuesta divina, ella se pone en las manos del Señor sabiendo que son manos buenas y que al abandonarse en ellas iba a encontrar una dicha sin límites.

       “Aquí está la esclava del Señor”. Las dudas y los temores dejarán paso a la confianza y a la disponibilidad porque su entrega no es una renuncia a vivir, sino una apuesta por hacerlo en plenitud, teniendo a Dios como aliado, amigo y Señor. María no arruinó su vida al ponerla en las manos de Dios sino que la vivió con responsabilidad siguiendo los pasos de su Hijo Jesús porque en ellos estaban las huellas de Dios en nuestra historia.

El sí de María no estuvo exento de dificultades. Pero sin duda la prueba más dura llegará cuando teniendo que asumir la libertad de su Hijo lo siga desde muy cerca como fiel discípula por un camino que la llevará al pié de la cruz sin que nada pueda hacer para evitarlo.

       Creyente y madre se funden en un mismo sentimiento de dolor que busca en Dios la respuesta al porqué de aquel final para quien es llamado “Hijo del Altísimo”.

       María comprenderá entonces que los planes de Dios se realizan en los corazones que como el de ella se dejan modelar por su amor. Y que la semilla del reino de Dios ya ha sido plantada en la tierra fecunda de los hombres y mujeres que a imagen de María se abren por entero a su amor. Experiencia ésta que encontrará su realización gozosa tras la resurrección de Jesús. “No está aquí, ¡ha resucitado!”; este anuncio ante el sepulcro vacío, será el cumplimiento de aquellas palabras que en su concepción recibió por parte del ángel, “su reino no tendrá fin”.

       María unida a la comunidad de los seguidores de Jesús recibirá la fuerza del Espíritu Santo para seguir alentando al nuevo pueblo de Dios nacido en Pentecostés y del cual todos nosotros somos sus herederos y destinatarios.

Ella sigue sosteniendo y alentando la familia eclesial, y desde hace muchos años, la experiencia vocacional y en concreto la vocación sacerdotal, ha sido puesta en nuestra diócesis bajo el amparo de la Inmaculada Concepción.

       Nuestro Seminario Diocesano celebra hoy su fiesta, y nosotros nos unimos a los seminaristas, formadores y a quienes trabajan en la pastoral vocacional, para orar insistentemente al Señor, por medio de María, para que siga llamando trabajadores a su mies.

Nuestra Diócesis de Bilbao, al igual que otras muchas Iglesias locales, atraviesa momentos de escasez en la disponibilidad de los jóvenes para este ministerio fundamental en la Iglesia. Nuestro presente y entorno, no son muy propicios para las decisiones valientes y generosas que implican la existencia completa de cada uno en aras a ofrecer un servicio entregado y permanente a los demás.

Sin embargo, hoy siguen haciendo falta sacerdotes que acompañen con amor y fidelidad la vida de sus hermanos. No somos ministros del evangelio para nosotros mismos. Los presbíteros ejercemos un ministerio que proviene de Jesucristo, para prolongar su obra redentora en medio de la humanidad por medio de la íntima comunión con él, entregándonos al servicio de los hermanos, y manifestando esa unidad en la comunión eclesial.

       Dios sigue llamando hoy, como lo ha hecho tantas veces en la historia, a niños, adolescentes y jóvenes que sienten en su corazón esa apertura y alegría que brotan de una fe sincera y gozosa. Y esa llamada de Dios, requiere por nuestra parte una respuesta generosa y valiente. Por eso, confiando en la intercesión de nuestra Madre la Virgen María, debemos seguir animando a nuestros jóvenes cristianos a que se planteen su opción vocacional con confianza y generosidad. Que nuestros hogares sean escuelas  de experiencia religiosa, donde se sienta como un don de Dios su llamada a nuestra puerta, a la vez que se viva con entusiasmo la vocación sacerdotal entre nosotros.

       Nuestro modelo de seguimiento de Cristo es María, nuestra Madre. Ella experimentó ese amor de Dios de una forma extraordinaria, y aunque el camino por el que anduvo Jesús muchas veces se muestre tortuoso y difícil, debemos saber que nunca nos dejará solos. Él está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, y su Iglesia, constituida sobre el cimiento de los apóstoles, prevalecerá para ser en medio del mundo sal y luz, que irradie frescura y calidad humana por medio del testimonio y de la entrega de todos los cristianos.

       Que Santa María la Virgen, siga protegiendo bajo su amparo las vocaciones sacerdotales de nuestra diócesis de Bilbao, y que al asumir la responsabilidad de transmitir la fe en Jesucristo a las generaciones más jóvenes, también suscitemos con valor la pregunta por su propia vocación como camino favorable de auténtica y plena felicidad.

sábado, 30 de noviembre de 2013

I DOMINGO DE ADVIENTO


DOMINGO I DE ADVIENTO
1-12-13 (Ciclo A)

 
     Comenzamos hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa advenimiento, venida, es decir aquello que está a punto de llegar y que hace que quien lo espera, se sienta ansioso e inquieto por su tardanza, preparándose adecuadamente para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar lo que no espera.

Y lo que nosotros vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.

Porque esta es la grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el crecimiento del Pueblo de Dios.

     El adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.

     El adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad entre las personas.

     Otros, sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.

     Los cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse nada.

     Tenemos que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.

     Adviento no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.

     Dios puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de Jesucristo.

     Dios viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin darnos cuenta a su encuentro.

     Es preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos, porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también hacen su mella en la experiencia de la fe.

     Podemos repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación navideña.

Podemos caer sin darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.

     Hay que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada acontecimiento de nuestra vida.

     Este es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para los hombres amados por él.

     Nuestro mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida que van emergiendo con la entrega generosa de todos.

     Que este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la casa del Señor”.

 

sábado, 23 de noviembre de 2013

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. DOMINGO XXXIV T.O.


DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (24-11-13; ciclo C)

         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.
         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que a la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en su entrega personal, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.

 
         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, desde el que iluminamos nuestra vida.

 
         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.

         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se asienta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.

         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.

         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les va en cada caso proponiendo para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y conforme a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.

         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor de la vida, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

        Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso.

jueves, 14 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA


DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

17-11-13 (Ciclo C – Día de la Iglesia Diocesana)

 
Queridos hermanos todos. Celebramos en este domingo, día del Señor, una jornada de especial relevancia para nuestra vida comunitaria, el día de la Iglesia diocesana. Un día que nos invita a seguir a Jesús más firmemente y a ser servidores de su Evangelio. La invitación se dirige al corazón de cada miembro de la iglesia diocesana y, de manera especial, al de cada una de nuestras parroquias y comunidades, grupos y movimientos eclesiales. Es un día para celebrar la alegría de ser comunidad diocesana y para renovar nuestra vocación de serlo.                
Nadie sobra en la iglesia en su propósito de ser verdadero Cuerpo de Cristo y auténtico Pueblo de Dios. Todos los miembros somos necesarios para constituir este cuerpo vivo. Sin nuestra colaboración siempre le faltará algo. Por esta razón, es también un día para fortalecer nuestra implicación personal y comunitaria

La familia cristiana es mucho mayor que esta pequeña porción comunitaria en la que hemos nacido a la fe, y en la que de forma cotidiana la vivimos y enriquecemos por medio de los sacramentos y la actividad pastoral. Nuestra parroquia, esta de Santiago, y con ella todas las demás parroquias de Bizkaia, forman la Iglesia diocesana de Bilbao, que bajo la guía y el servicio apostólico de nuestro Obispo, desarrolla la misión evangelizadora y misionera que Nuestro Señor Jesucristo encomendó a los apóstoles.

Pero esta labor apostólica sólo puede realizarse en la comunión eclesial. Todo en la Iglesia es comunión, y sin ella nada pueda darse que podamos considerar auténtico. Los Obispos del mundo viven esa unidad en la comunión entre ellos y con el Papa, sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal; nosotros en la diócesis, sacerdotes, religiosos y seglares, también vivimos esa unidad de fe y de vida en la comunión entre nosotros y con nuestro Obispo diocesano, D. Mario.

Por ello podemos decir, que la jornada de la Iglesia diocesana es ante todo la fiesta de la familia que reaviva en su corazón los lazos de unidad, de afecto y de auténtica fraternidad, lazos fundamentales para construir una familia eclesial sana, abierta a todos y que vive en fidelidad al evangelio del Señor.

En esta tarea estamos todos involucrados, y de hecho el apóstol Pablo, como hemos escuchado en su carta, no escatima en esfuerzos para concienciar a todos los miembros de la comunidad para que asuman su responsabilidad en la Iglesia y en el mundo, “el que no trabaja que no coma”.  No podemos vivir nuestra vinculación eclesial con apatía o desidia, como si el desarrollo de su vida no fuera con nosotros. La pertenencia a la Iglesia ha de ser afectiva, con corazón y profundo sentimiento de que es mía, que es mi familia vital y existencial, y también con una pertenecía efectiva, es decir, que se nota su efecto en mi comportamiento, compromiso y desarrollo de toda mi existencia. Ser miembro de la Iglesia me hace hermano de los demás cristianos, seguidor y discípulo de Jesucristo, el Señor,  e hijo de Dios y heredero de su Reino. Un  Reino que sin tener en este mundo su plena realización, sí va emergiendo con la entrega personal de cada creyente que lo va transformando y regenerando desde la justicia, el amor y la paz.

En esto se manifiesta el ejercicio de nuestra vocación concreta, la llamada que de Dios hemos recibido y que con libertad y responsabilidad cada uno desarrolla en su vida cotidiana.

Todos somos responsables de que nuestras comunidades se sientan enriquecidas con los distintos ministerios y carismas que la hagan vigorosa y eficaz en la transmisión de la fe.

Por ello podemos sentir la estrecha vinculación entre Iglesia diocesana y las distintas vocaciones que puedan nacer para su servicio.

En tiempos donde la vocación sacerdotal y religiosa escasea, todos los miembros de la familia eclesial tenemos que ponernos en clave vocacional. Las familias cristianas deben ser semilleros de vocaciones, donde sientan con gozo y gratitud la llamada de uno de sus miembros al servicio pastoral y a la animación de la comunidad. Tener un hijo sacerdote o religiosa o religioso, no es una desgracia, sino una gracia que Dios nos ha hecho porque ha provocado que en nuestro hogar se haya gestado con su amor y su bendición, una vida al servicio de los demás con entera disponibilidad y dedicación.

Esta vocación de ser miembros activos de la iglesia vale para todos, y es necesario que saquemos también sus consecuencias en el campo del sostenimiento económico de nuestra Iglesia. Una de las claves para tomar conciencia de nuestra madurez eclesial es que la Iglesia debe ser sostenida económicamente por sus propios miembros. El Estado sólo debe entregar, aquello que los fieles han decidido compartir a través de sus impuestos, y así lo ha establecido la legislación vigente.

Nadie puede acusar a la Iglesia de vivir a costa de quienes no la quieren, aunque esta Iglesia nuestra, no haga distinción de credos a la hora de servir con generosidad a todas las personas a través de sus instituciones y de manera muy especial para con los pobres, a través de cáritas.

Cristo tampoco despreció al necesitado por no ser de fe judía. Al contrario, como buen Samaritano, nos llama para acercarnos al hermano que sufre para ejercer con él la misericordia que brota de su amor incondicional y universal.

    La Iglesia ha de ser siempre el corazón de la humanidad, el motor del amor fraterno que transforme y dinamice el desarrollo de unas relaciones más justas y solidarias donde sea posible que emerja el reino de Dios. Y nuestra pertenencia a la Iglesia ha de ser vivida con plena conciencia y gratitud ya que en ella hemos nacido a la vida en Cristo, y en ella fortalecemos nuestra espiritualidad que nos une a Dios y a los hermanos.


Que en este día gozoso sintamos la amorosa compañía de nuestra Madre Santa María. Que ella nos ayude a vivir con entera disponibilidad nuestra vocación, para que así podamos cantar con gozo las obras grandes que el Señor ha realizado en nuestras vidas.

sábado, 9 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

10-11-13 (Ciclo C)

 
       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.

       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.

       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.

       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.

       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.

       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.

       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.

       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.

       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper necesariamente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.

       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes ha n pervertido su corazón en el afán de poder.

       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.

       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.

sábado, 2 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO


 
DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO
3-11-13 (Ciclo C)

     “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.

     Con estas palabras llenas de ternura, el autor sagrado del libro de la Sabiduría, refleja los sentimientos más profundos de Dios, sus entrañas de amor y de misericordia.

     La eterna batalla entre el bien y el mal no sólo condiciona las relaciones humanas, también afecta profundamente a la conciencia creyente que busca una respuesta en la palabra de Dios. Cómo es posible que exista el mal, si es voluntad del Creador la armonía y la fraternidad entre todos los seres de la tierra.

     Cómo es posible que Dios permanezca aparentemente impasible ante el sufrimiento, la injusticia, la opresión y la muerte cruel de tantos inocentes a lo largo de la historia humana.

     Y lo que a nuestra mente parece ocultársele, la Palabra de Dios nos ofrece una puerta para comprender y situar nuestra propia vida y las relaciones que en ella entablamos con los demás.

     Ciertamente en la voluntad creadora de Dios jamás existió un lugar para el mal. Dios nos creó a su imagen y semejanza, reflejando en la criatura el mismo ser del Creador. Dios no nos creó para una existencia predeterminada, ni condicionada, sino que nos regaló el don de la libertad mediante la cual pudiéramos desarrollar nuestra vida asumiendo también la responsabilidad de nuestros actos.

     Y así se ha manifestado las enormes posibilidades del ser humano para proseguir la obra creadora de Dios. De tal manera que junto a las sombras existentes en la historia humana, podemos hablar de una bondad natural en el hombre, que le lleva a hacer el bien y a evitar el mal. Que en el ejercicio de esa bondad natural, encontramos nuestra felicidad y el pleno desarrollo de nuestro ser, sintiéndonos en armonía con nuestros semejantes y con Dios.

     Pero también es verdad, que junto a esta bondad natural, coexisten en la historia permanentes episodios de maldad que empañan la condición humana y que muchas veces determinan una mirada global de la historia. El egoísmo, la ambición, la envidia, el deseo insaciable de poder y riqueza, han sembrado de injusticias, dolor y muerte nuestra realidad, mostrándonos que si es verdad que el ser humano es capaz de prolongar la mano bondadosa de Dios, también puede ofrecer el rostro más opuesto a la divinidad, rompiendo su alianza filial y rechazando el amor que Dios le ofreció.

     Dios puso en nuestras manos el desarrollo de nuestro destino. Nos creó con la capacidad suficiente para tomar las riendas de nuestra vida y optar en cada momento por el camino que nos conduce hacia él, o por el que nos aleja de su lado. Y aunque es difícil realizar apuestas definitivas y más bien nos movemos entre los espacios intermedios que unas veces nos acercan a Dios y otras nos distancian de él, ciertamente depende de nosotros el cambiar y acoger su misericordia para recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

     No podemos culpar a Dios del mal existente en el mundo. Es una trampa más que nos pone nuestro propio egoísmo y pecado para evitar asumir la responsabilidad de nuestra libertad. La intervención de Dios ya se ha manifestado en la vida de Jesús. Por medio de él nos ha mostrado el camino que conduce a la vida en plenitud, y por el que podemos avanzar todos con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

     De hecho el evangelio que acabamos de escuchar nos muestra cómo es posible cambiar la vida, por muy condicionada que se encuentre por cualquier causa, si confiamos en el Señor y nos dejamos moldear por su amor regenerador.

     Zaqueo representa a ese grupo de personas con un pasado ensombrecido por la ambición y el egoísmo. San Lucas lo define como jefe de publicanos y rico, es decir, como alguien que explota a los demás en beneficio propio, colaborando injustamente en el sometimiento del pueblo judío. Hasta su estatura física definía su baja calidad humana.

     Sin embargo la mera curiosidad hace que su vida se tropiece con la de Jesús, y probablemente sin pretenderlo se vio atrapado por las redes del amor de Dios. Y pese a la murmuración de los demás, Jesús se atreve a acercarse a él para ofrecerle una nueva oportunidad que transforme su vida para siempre.

     En el encuentro sincero y abierto con el Señor, se hace posible el milagro de la regeneración humana, del nacimiento a una nueva vida de verdad, justicia y paz que devuelve la dignidad con la que fuimos creados por Dios.

     La realidad sufriente de nuestro mundo, nos tiene que llevar a trabajar por su transformación más profunda mediante los valores cristianos de la conversión personal y el perdón.

     La conversión exige un cambio radical en la vida de la persona. No se puede exigir la cercanía, el perdón ni la comprensión de los demás, si quien viviendo en el mal y la injusticia no da muestras de arrepentimiento y sinceros deseos de cambio.

     No se puede exigir a las víctimas de este mundo, que den el primer paso en el camino de la reconciliación. Al igual que Zaqueo, o el hijo pródigo de la parábola, ese primer esfuerzo personal e interior de conversión, corresponde a quien vive sumido en el pecado.

     Pero también y los afectados directamente por el mal sufrido, deben estar abiertos a ofrecer una nueva oportunidad a quienes la solicitan con autenticidad y sincera conversión.

     Porque si Dios nos ha perdonado, y sigue manifestando su misericordia cada vez que acudimos a él con sencillez y verdad, no podemos tomar otra medida cuando somos nosotros los ofendidos y nos toca ejercitar esa misericordia con el prójimo.

     No olvidemos que cada día al rezar el Padrenuestro, pedimos que Dios perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y si estas palabras están vacías o son dichas con falsedad, toda nuestra oración resulta falsa.

La eucaristía es el sacramento del amor. En ella celebramos el gozo del encuentro con Cristo que parte para nosotros el pan, y que nos convoca a su mesa para que vivamos como hermanos los unos con los otros. Que no endurezcamos nuestro corazón ante quien verdaderamente arrepentido, manifiesta su deseo de cambiar de vida y de volver a formar parte de la familia humana. De este modo la reconciliación favorecerá la auténtica convivencia fraterna, ganaremos terreno al mal de este mundo, y con la fuerza del Espíritu Santo se irá implantando el Reino de Dios.