DOMINGO II
DE ADVIENTO
7-12-25
(Ciclo A)
“Preparad el camino del Señor”. Esta llamada del
Precursor, Juan el Bautista, nos sitúa hoy ante la cercana venida del Señor.
Así la Palabra de Dios que se nos anuncia nos invita a vivir desde la
conversión este tiempo de gracia y de esperanza.
El profeta
Isaías, en medio del exilio de su pueblo, cuando parece que ya se han perdido
las razones para mirar al futuro con optimismo, lanza una palabra de aliento, “brotará
un renuevo del tronco de Jesé”. Es decir, de este pueblo abatido y
humillado, similar a un palo seco y muerto donde no cabe ninguna posibilidad
para que crezca nada, Dios hará posible una vida nueva y fecunda.
Su mirada
hacia el futuro nace de la confianza en ese Dios cuyo reinado va a transformar
para siempre la realidad presente. “De las espadas forjarán arados y de las
lanzas podaderas”, allí donde hoy sólo vemos violencia y muerte, nacerá con
vigor la paz y la justicia. Este es el gran acontecimiento de nuestra historia
de salvación. El primer canto que tras el nacimiento del Señor se va a escuchar
de boca de los ángeles hacia los pastores será “Gloria a Dios en el cielo, y en
la tierra paz a los hombres que Dios ama”.
Es por eso
que no resulta extraño que todo el canto de Isaías sea un himno de paz. La paz
es un don de Dios; la paz supera nuestras intenciones personales e individuales
porque siempre es cosa de dos. Necesitamos esa paz y para ello todos hemos de
preparar el camino, como nos dice Juan el Bautista en el evangelio.
La paz
sólo será posible si viene de la mano de la justicia y de la misericordia. Así
lo anuncia el profeta, dejando claro que en el corazón de Dios no hay olvido
posible del desamparado. El Dios de la paz es ante todo el Señor de la
misericordia que se fija en el dolor y el sufrimiento de los pobres, en el
llanto de las víctimas de este mundo insolidario y egoísta. El Dios de la paz
nos hace ver que en la raíz de los conflictos, violencias e injusticias, está
el abandono y el desprecio hacia los más necesitados.
Un mundo
como el nuestro dividido entre el norte y el sur, entre pobres y ricos, jamás
conocerá la paz mientras no trabaje por la justicia y la solidaridad que brotan
de la conciencia fraterna entre todos los hombres y pueblos. Y esta conciencia
de fraternidad universal sólo se puede sustentar sobre la base del amor de
Dios, Señor de la historia.
Dios no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas, nos dice el profeta. Una sociedad como la que nos rodea, en la que tanto sufrimiento se genera por el egoísmo y la violencia, no queda desamparada de Dios. Y aunque el presente de nuestro mundo muchas veces nos sobrecoja, debemos seguir manteniendo la esperanza a la vez que nos esforzamos para cambiarlo y mejorarlo.
Los cristianos tenemos una difícil tarea para preparar
la venida del Señor a nuestras vidas. Primero hemos de superar las resistencias
personales por las que todos atravesamos. No es fácil mirarse a uno mismo y
reconocer el gran camino que nos falta para vivir con coherencia el mensaje del
Evangelio. Cuanto nos cuesta acoger con honestidad la llamada del Señor a ser
prójimos los unos de los otros, y por lo tanto hermanos.
En segundo lugar también nos debemos al compromiso por
la conversión y transformación del entorno.
Los creyentes en Cristo debemos elevar nuestra voz en
aquellas situaciones donde los derechos de las personas y la dignidad de los
más débiles están en peligro. El miedo a la crítica y el enfrentamiento, por
muy natural que sea no nos justifica. La fidelidad al mensaje de Jesucristo
requiere del creyente un claro posicionamiento en favor de los más pobres y
abandonados, y esto exigirá de nosotros ir en muchas ocasiones en contra de
intereses económicos o incluso de nuestro bienestar personal.
Celebrar
la fe cada domingo nos ha de ayudar a identificarnos con esos sentimientos de
Cristo donde por encima de sus miedos y de los rechazos sufridos, está la
fidelidad al Padre Dios que le ha enviado a anunciar la buena noticia a los
pobres, la liberación de los oprimidos, el año de gracia del Señor.
Y este
deseo se ha de concretar en lo cotidiano de nuestra vida, asumiendo nuestro
compromiso en la transmisión de la fe y sabiendo acertar a la hora de
explicitarla a los demás. Este tiempo cercano a la Navidad, donde se puede
percibir un mundo cada vez más secularizado y alejado de la fe, en el que
muchos se pueden preguntar el porqué de estas fiestas, su sentido y razón, los
cristianos debemos expresar su fundamento y origen con sencillez y naturalidad.
Las luces y adornos navideños sólo encuentran su
sentido en la realidad de la Encarnación de Dios, en el nacimiento de un Niño
que para nosotros es el Salvador, aunque para el mundo entero sea sólo Jesús de
Nazaret.
Los cristianos no podemos limitarnos a celebrar un
tiempo al modo del mundo pagano, debemos expresar con gestos y símbolos la
autenticidad de lo que celebramos, y para ello debemos preparar nuestro
interior personal y el exterior social que nos rodea. Nuestros adornos y
expresiones externos han de manifestar a quién esperamos con ilusión y alegría,
y que no es otro que a Dios hecho hombre, en la sencillez y pequeñez de un
Niño, ante quien oramos, y a quien adoramos porque en él reconocemos al Hijo de
Dios, nuestro Señor.
Que este tiempo que nos queda por delante sea
provechoso para todos, y nos ayude a preparar la venida del Señor a nuestra
vida, a nuestros hogares y a este mundo que tanto ansía, aunque a veces sin
saberlo, a su Salvador.
