viernes, 21 de octubre de 2022

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

JORNADA DEL DOMUND 23-10-22 (ciclo C)

 

       Un año más, unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.

       La vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, brota de forma natural de la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida.

       Es la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.

       Ya S. Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes. E insistía el Papa, en que  esta misión fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, sacerdotes, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un estilo de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.

       El compromiso misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco es el anuncio que se efectúa entre los más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se realiza en todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.

       Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del orbe. Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los gentiles, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y nuestro mundo.

       Fieles a esta vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y hostiles del mundo, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.

         Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino de Dios.

       Y es que la vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.

       De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria e injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la misericordia y el amor.

       Qué inútil parece anunciar un modo de vida sencillo y solidario a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos.

Y qué difícil resulta defender los valores morales cristianos, en medio de una sociedad mediatizada por la crítica fácil y mezquina contra la Iglesia y sus pastores, donde todo vale con tal de desprestigiar el mensaje denigrando al mensajero.

Esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la incómoda indisposición de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra y su amor, “a tiempo y a destiempo”.

Ciertamente no podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una sociedad de cristiandad, sino en una realidad pagana, donde se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro ideal cristiano.

Sin embargo, es este mundo el que nos toca vivir y en él actúa el Espíritu Santo de Dios. Sus signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en él, aunque a veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.

Pero a la vez que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la  dudosa legalidad de los poderosos.

Y aunque la fe no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos, porque no hay mayor enemigo para la Iglesia de Jesucristo que la apatía o la desidia de quienes la formamos.

Hoy es un día en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros misioneros en todo el mundo, pero la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del evangelio del Señor.

Que de esta forma también podamos un día decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

viernes, 14 de octubre de 2022

DOMINGO XXIX

 



DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

16-10-22 (ciclo C)

 

El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra una situación de enorme desamparo. Un juez “que ni le importa Dios ni los hombres”. Una muestra de corrupción personal absoluta, ante la que una pobre mujer viuda, totalmente desatendida y sin que nadie la ayude, se atreve a reclamar justicia.

A todas luces, aquella mujer echaba súplicas al vacío, ya que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada en su angustia. Y sin embargo el Señor utiliza esta escena para justificar la necesidad de pedir a Dios sin descanso, de no perder nunca la confianza en nuestro Padre.

Es verdad que existen situaciones de absoluta desolación, donde no hay lugar para ningún resquicio de esperanza y en las que parece que todo se ha terminado. Y muchos de esos desagarros del alma se deben a las injusticias cometidas por los hombres sin escrúpulos ni conciencia.

Y sin embargo hasta esa gente depravada puede tener alguna razón para hacer el bien hasta sin quererlo. Y es el ejemplo que pone Jesús del juez injusto, que es capaz de hacer justicia, aunque sólo sea para que dejen de molestarlo.

Y es aquí donde da el salto a la fe. Si eso es capaz de hacer un malvado, ¿cómo no va a escuchar nuestra súplicas nuestro Padre del Cielo?, cómo podemos dudar de que el Señor está atento a las necesidades de sus hijos y que nada de lo que nos acontece le es indiferente.

Y sin embargo, con la última frase del evangelio, Jesús pone en duda que Dios vaya a encontrar esta fe cuando llegue el final de los tiempos.

Por qué tiene el Señor esta duda sobre nosotros.

La experiencia vital que Jesús comparte junto a sus discípulos, le hace ver cuán débil son las opciones fundamentales de nuestra vida. Cuantas veces le han dicho “te seguiré a donde vayas”, “lo dejaré todo por ti”, “tú eres el Mesías de Dios”… Palabras que han pronunciado sus seguidores e incluso sus apóstoles, pero que van acompañadas de permanentes negaciones, dudas y temores.

En domingos pasados hemos escuchado cómo el Señor les decía que “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”. Y es que la fe es una experiencia que requiere permanentes cuidados para que no languidezca y muera, ya que son constantes las dificultades con las que se va a encontrar a lo largo de la vida del creyente.

La fe exige la adhesión al Señor de forma plena e incondicional. Creer contra toda dudad, esperar contra toda esperanza, amar en definitiva a Dios, y desde Él a los hermanos, de forma plena y libre.

Acudimos a Dios, a nuestro buen y fiel Juez, cuando nos vemos necesitados en la enfermedad, en la necesidad o en la debilidad de la vida, y muchas veces vemos que nuestra situación física y material se mantiene intacta. Que no nos hemos curado nosotros o los nuestros, que seguimos en la necesidad material que tanto apremia nuestros hogares y seres queridos, que no se produce el milagro tan anhelado y necesitado. Entonces surge la duda o el reproche, ¿por qué, Señor?

Y esto nos sucede porque nuestra mirada y nuestra esperanza está puesta en el bien reclamado, y no en el encuentro personal con el Señor por medio del cual sienta mi vida sanada y salvada, más allá de lo físico o material.

Se puede vivir digna y plenamente en medio de la necesidad, porque ella es intrínseca a nuestra naturaleza humana, y sin embargo no es lo constitutivo de la misma. Nuestra vida es mucho más que sus límites, ante todo es imagen y semejanza del Creador, que nos ha llamado a una vida en plenitud más allá de las circunstancias del presente, aunque ellas hayan de ser transformadas y sanadas cada día con nuestra entrega personal.

Dios no nos desampara porque no experimentemos un resultado positivo en nuestras preces, todo lo contrario. Nuestra petición auténtica ha de estar orientada a solicitar de su misericordia el don de su Espíritu Santo, para poder experimentar su presencia alentadora y su fuerza victoriosa en medio de cualquier adversidad. Y esto nos lo asegura el Señor.

El gran peligro que corremos en este tiempo de adelantos, logros y éxitos humanos en todos los campos de la ciencia y del saber, es creernos inmunes a cualquier indigencia. Se impone con sutileza la imagen de que el destino y la gloria están en nuestras manos poderosas y autosuficientes. No necesitamos de nada ni de nadie más allá de nosotros mismos, y el hombre sólo tiene que escuchar y obedecer sus propios deseos que serán lo que le haga grande y feliz.

Pero es en este horizonte autorreferencial donde lo único que encontramos es la frustración y  el desamparo. Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St. 4, 2b-3) Nos dice el apóstol Santiago en su carta. Vemos con desilusión que aquello que muchas veces deseamos nos resulta inaccesible, y que incluso aunque estuviera al alcance de nuestra mano no sería la plenitud de nuestra satisfacción.

Sólo la fe purificada y acrisolada en el abandono absoluto en las manos de Dios, es lo que fortalece nuestra esperanza, nos colma en el amor y nos otorga la dicha y el gozo.

Pero para ello ha de liberarse de muchas ataduras que la constriñen y debilitan, porque no hay nada que más hunda al ser humano que la ausencia de esperanza, a lo cual sólo se llega si se pierden el amor y la fe.

Por eso el Señor teme que nos dejemos arrastrar por falsos ideales, o lo que es semejante, que vayamos en pos de ídolos que prometen deleites inmediatos a cambio de subyugar nuestra libertad. Y para ello, anima el Apóstol Pablo en su carta a Timoteo y a todos los discípulos del Señor, que en todo momento proclamen la Palabra de Dios, insistiendo “a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de los que les gusta oír”. Y qué gran vacío cuando al pervertirse el mensaje no queda nada de lo auténtico, de lo verdadero.

La mentira ha existido siempre, y es la mejor argucia que ha utilizado el Maligno para confundir las sanas conciencias.

Ese “relativismo epistemológico” de nuestros días que nos lleva a considerar que todo nuestro conocimiento depende de la perspectiva cultural, ideológica o institucional de los sujetos, y que no es en sí mismo verdadero o falso, sino que depende únicamente de las opiniones subjetivas, es lo que nos lleva a negar en última instancia, al mismo Dios.

Y San Pablo, conocedor de esas corrientes del pensamiento, nos previene para que buscando la verdad intrínseca de los seres y de las cosas, seamos capaces de reconocer en ellas la bondad misericordiosa del Señor.

Hoy somos nosotros los que debemos anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo, sabiendo que somos los discípulos el Señor en este momento de nuestra historia. Y si es verdad que la Palabra debe ser permanentemente anunciada, no cabe duda de que el mejor anuncio es el testimonio personal de nuestras vidas.

sábado, 8 de octubre de 2022

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

9-10-22 (ciclo C)

Cada vez que nos reunimos para celebrar el Día del Señor, realizamos lo que el Apóstol Pablo recomienda a Timoteo en su carta, hacer “memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos”. En esto consiste precisamente la Eucaristía, en hacer memoria de nuestro Señor, muerto y resucitado, que sigue vivo en medio de su Iglesia alentando y sosteniendo la fe de sus hermanos.

Hacemos memoria de Jesucristo, no como quien recuerda a una persona o un acontecimiento del pasado, sino actualizando esa vida de Cristo en nuestro presente desde la experiencia profunda del encuentro personal con él. Un encuentro que siempre es gracia y gratuidad, como acabamos de escuchar en el evangelio de hoy.

No tenemos que esforzarnos demasiado para comprender lo que la lepra significaba en tiempos de Jesús. Si toda enfermedad o desgracia era entendida por la sociedad de entonces como un castigo de Dios por algún pecado que el afectado o sus antepasados habían cometido, la lepra constituía la marca más clara de estar maldito ante Dios y los hombres.

Un leproso estaba condenado a la marginación y el abandono por parte de todos, su vida discurría al margen de los pueblos y solo podían vivir de la caridad de los demás.

Cuando aquellos leprosos se encuentran fortuitamente con Jesús, nos cuenta el evangelista que se pararon a lo lejos. Ni tan siquiera ante quien creían su salvador se atrevían a acercarse.

Y desde aquella distancia, Jesús escuchó su lamento, “ten compasión de nosotros”.

Y la respuesta de Jesús, puede parecernos desconcertante. Les manda que vayan a presentarse ante los sacerdotes, los garantes de la fe y la pureza. Sólo creyendo que realmente se iban a curar, podían realizar ese camino. Ningún leproso se hubiera atrevido jamás a ir a Jerusalén, entrar en su templo sagrado y presentarse a los sacerdotes manteniendo su enfermedad, dado que semejante acción les costaría la vida.

La fe de aquellos hombres sanó sus vidas, pero hay algo más que es lo nuclear del evangelio, “Uno de ellos viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.

       Diez quedaron  curados, pero sólo uno experimentó el sentido de la gratuidad en el encuentro con Jesús y comprendió que si la salud es importante, mucho más lo es sentir que la vida de uno está “llena de gracia”.

 Cuántas veces nos dirigimos al Señor para presentarle nuestras necesidades, anhelos y preocupaciones, y cuántas, incluso le reprochamos los males que sufrimos.

Pero que escasas son nuestras oraciones agradecidas, gratuitas y generosas en las que contemplemos nuestra vida con sencillez y gratuidad para descubrir el inmenso amor que Dios ha puesto en ellas y la fuerza que la misma fe nos produce en el corazón.

La cultura presente no ayuda demasiado a la gratuidad. Nos hemos llegado a creer los amos del mundo y que todo lo que tenemos se debe a nuestros propios méritos y esfuerzos.

Además, por los sentidos se nos meten todo un  elenco de realidades superfluas que nos van creando necesidades inútiles y que nos hacen olvidar lo que realmente tiene importancia para nuestras vidas y las de los demás.

Sólo si tenemos la capacidad suficiente para echar una mirada a nuestro alrededor y darnos cuenta de cómo viven la inmensa mayoría de los seres humanos, nos daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de nacer en este primer mundo y vivir como vivimos.

Al igual que a aquellos leprosos judíos del evangelio, les hizo falta que uno de ellos fuera extranjero para caer en la cuenta de su ingratitud, también a nosotros nos hace falta que sean precisamente los extranjeros, inmigrantes y necesitados, los que nos estén recordando continuamente nuestra privilegiada posición en la realidad mundial.

No hay más que observar cómo muchos inmigrantes valoran y agradecen lo poco que hacemos por ellos. Cómo los niños aprecian la comida y el vestido, cómo agradecen los juguetes que a otros les sobran.

La gratuidad brota más espontáneamente ante la necesidad. Quien está necesitado y se siente acogido, agradece los gestos de afecto y amor que se le brindan. Quien está harto de todo y no carece de nada, poco puede agradecer y menos ofrecer de corazón a los demás.

La fe en Jesucristo es pura gratuidad. Ninguno llega a creer por sus propios méritos ni por su esfuerzo intelectual. Sólo desde el encuentro personal, cercano y sincero, vivido en medio de la comunidad cristiana, y alimentado por la oración y los sacramentos, es posible vivir la gratuidad de la fe.

Hoy es un buen día para que desde lo más profundo de nuestro corazón demos gracias a Dios por todos los dones que él nos ha concedido. Para ello pedimos la intercesión de nuestra madre la Virgen María, la llena de gracia. Ella en su sencillez y humildad supo reconocer la presencia de Dios en su vida, ofreciéndose por entero a Él para participar de forma plena en su obra salvadora. Que nuestra vida pueda ser también un cántico de alabanza al Señor, que comparte nuestras penas, nos sostiene en la adversidad, y con amor generoso sale a nuestro encuentro para colmarnos de gracia y bendición.

viernes, 30 de septiembre de 2022

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

2-10-22 (Ciclo C)


La palabra de Dios que hoy se nos proclama contiene como tema central la fe. La fe como don recibido y que necesita de un permanente cuidado, y la fe como respuesta del ser humano hacia Dios y que nos lleva a vivir con responsabilidad y entrega el seguimiento de Jesucristo.

El evangelio comienza con una petición por parte de los apóstoles a Jesús, “auméntanos la fe”. Y el evangelista se ha cuidado bien de mostrar quienes son los que realizan esta petición. No son fariseos, ni escribas, ni nadie del pueblo que sigue con alegría el nuevo camino marcado por Jesús. Son los más íntimos, aquellos que comparten la mayor cercanía del maestro, los apóstoles, quienes sienten necesidad de fortalecer su fe. De tal calado es esta necesidad, que el mismo Jesús les responde que si su fe fuera como un granito de mostaza, sería más que suficiente.

Los momentos por los que atraviesan los apóstoles comienzan a complicarse. En Jesús han encontrado mucho más que a un líder. Sus palabras y gestos les hacen ver la cercanía de Dios en medio de ellos. Palabras que serenan el corazón, que les llenan de esperanza y consuelo y que vienen acompañadas de signos liberadores, que sanan a los enfermos, liberan a los oprimidos y devuelven la dignidad a los marginados.

Jesús les muestra el camino de la fraternidad y el amor, del servicio y el desprendimiento, la generosidad que se desborda en la entrega de la vida. Pero este camino no está exento de dificultades y sacrificios, de tal manera que tras el entusiasmo de muchos, está el abandono de algunos, y los recelos y dudas de casi todos.

De ahí que la petición de los discípulos sea más que pertinente. Se saben necesitados de una fortaleza mayor para poder mantener la fidelidad en el seguimiento de Jesús. Y ese don, cuando se pide de corazón y con entera disponibilidad, es concedido abundantemente por el Señor.

La fe no es una cualidad con la que se nace, ni se logra alcanzar por las fuerzas y méritos personales. La fe es un don de Dios, que siendo generosamente derramado por él, encuentra serias dificultades en el corazón humano para germinar y crecer, tan condicionado por la mundanidad.

Como nos muestra la parábola del sembrador, aunque sea esparcida con abundancia, no todos los suelos en los que cae están debidamente preparados para acogerla y darle vida.

Y cuando esa semilla de la fe cae en una tierra no debidamente cuidada y saneada, o donde se dejan crecer otros intereses que la ahogan y anulan, por mucho que hayamos recibido el don, por la desidia y descuido se va apagando lentamente. Ya S. Pablo en su carta a Timoteo nos lo advierte con insistencia “aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste”.

Cuantas veces vemos en nuestras comunidades cristianas que muchos jóvenes se acercan para solicitar un sacramento, bien sea el matrimonio o el bautismo de sus hijos, con una fe muy deficiente. Preguntados por su fe, muchos de ellos responden que sí creen en algo, o que les parece bien la educación que en su día recibieron, aunque ya no participen de la vida sacramental, ni celebren su fe, ni se acerquen a la Iglesia más que para cumplir con ritos sin darles su debido sentido y fundamento.

La fe no es creer en algo. La fe es creer en Jesucristo como nuestro Señor, quien nos ha mostrado el rostro de Dios, nuestro Padre, y que nos llama a formar parte de su Pueblo Santo que es la Iglesia, para así en fraterna comunión eclesial, trabajar con ilusión y entrega al servicio de su Reino de amor, justicia y paz.

Los cristianos no podemos dar respuestas indeterminadas sobre nuestra fe. Tenemos que saber con claridad quién en nuestro Señor, lo que supone él en nuestra vida, y sobre todo sentir su presencia alentadora y cercana en todos los momentos por muy difíciles que puedan ser.

Claro que necesitamos que aumente nuestra fe, pero sólo puede ser aumentado aquello que ya existe y de lo que uno, siendo consciente de su debilidad, ansía fortalecer poniendo todo lo que está en su mano para vivir con gozo su experiencia de amistad y amor para con Dios.

La participación en los sacramentos es el gran alimento de nuestra vida espiritual. Esa frase tan moderna y facilona de “soy creyente pero no practicante”, sólo demuestra dos cosas, la primera una pobreza argumental y la segunda una irresponsabilidad comodona.

La fe que no se celebra y se asienta en una práctica habitual se muere, carece de fundamento cierto y termina por convertirse en una ideología que adecúa las ideas a la forma de vivir. Una fe no vivida con los demás y contrastada en la comunidad cristiana termina por echar a Dios de nuestra vida dejando que entre otro ídolo más condescendiente con nuestros gustos, que nada nos critique ni exija conversión. Quien persiste en esta actitud, termina por hacerse un dios a su medida, pero que nada tiene que ver con el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Y la segunda cuestión que apuntaba era la irresponsabilidad. Hay personas que no conocen a Jesucristo porque nadie les ha hablado de él. Su alejamiento de Dios no es fruto de su negación explícita sino de su desconocimiento. Pero muchos de los alejados de hoy sí oyeron hablar de Jesús, conocieron en un tiempo la vida del Señor e incluso recibieron su Cuerpo sacramental en la Eucaristía.

Sin embargo la apatía y comodidad de unos padres poco entusiastas de su fe en unos casos, el ambiente social que llena el tiempo de ocio de muchos adolescentes y jóvenes lejos de contextos religiosos, y la falta de testimonio coherente y entregado de muchos cristianos, han dificultado su crecimiento e inserción madura en la comunidad.

Y en este sentido todos debemos asumir nuestra responsabilidad en la transmisión de la fe. Si la fe es don de Dios, y por lo tanto su fuente y destino es sólo Dios, no cabe duda de que los medios de los que el Señor se sirve también están en nuestras manos.

Y los primeros transmisores de la fe son las familias, todos los que formamos el núcleo familiar tenemos que ayudar a las jóvenes generaciones a experimentar el amor de Dios y que conozcan a Jesús como a su amigo y Señor. Tarea para la cual cuentan con la eficaz colaboración de los equipos de catequistas de la parroquia, que no deja de realizar esfuerzos para favorecer este encuentro gozoso entre los más jóvenes y Jesús.

Y todos nosotros, la comunidad cristiana entera, tenemos que revisar nuestra vida y pedirle al Señor con humildad, que nos aumente este don de la fe que hemos recibido, para que seamos fieles testigos suyos, viviendo con coherencia y entrega, sin tener miedo de dar la cara por él, y tomando parte en los trabajos del evangelio conforme a las fuerzas que nos ha dado.

Hoy también nosotros, como aquellos apóstoles de Jesús, le pedimos que aumente nuestra fe, para que nutrida y fortalecida en la vida comunitaria de nuestra familia eclesial, sea ofrecida con amor y respeto en medio de todas las situaciones de nuestra vida, a fin de que otros muchos hermanos puedan compartir un día, la alegría del encuentro personal con Jesucristo nuestro Señor.

jueves, 22 de septiembre de 2022

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVI DEL AÑO

25-9-22 (Ciclo C)

 

         Muchas veces encontramos a Jesús utilizando anécdotas o historias mediante las cuales profundizar en la vida de los que le escuchan y provocar en el oyente la conversión del corazón.

         Así hoy S. Lucas nos narra este momento de la vida del Señor en el que pone punto y final a toda una enseñanza de libertad ante la riqueza y de solidaridad para con los pobres.

         La semana pasada nos advertía de la imposibilidad de servir a dos señores, y menos cuando son tan opuestos como Dios y el dinero. Hoy insiste de nuevo para hacernos caer en la cuenta de algo fundamental. La bondad o la maldad del corazón no depende sólo del mal que hacemos, sino también del bien que dejamos de realizar a los demás.

         Esta enseñanza de Jesús va dirigida a los fariseos, es decir, a aquellos que son fieles a la fe judía, pero que se apegan en exceso al dinero, poniendo en él su deseo y confianza y olvidando la permanente llamada de Dios a la misericordia y compasión para con quienes carecen de todo.

         El rico del evangelio no es acusado por Jesús de nada en especial. No le llama pagano, ni malvado, ni destaca ningún defecto. Sin embargo se pone de manifiesto su condena, no por el mal que ha hecho sino por el necesario y urgente bien que debía hacer a un hermano del que se ha despreocupado con indiferencia.

         Ante la puerta de su hogar estaba el mendigo Lázaro, cubierto de miseria y debilidad. Era un indigente, marginado y abandonado de todos que ni tan siquiera podía acercarse a paliar su hambre comiendo las migajas de la mesa del rico, las sobras que se tiran a la basura o a los perros.

         No tenía tampoco ningún mérito especial, de él no nos dice S. Lucas que fuera bueno, ni piadoso, ni solidario, ni generoso, simplemente que era un pobre cubierto de llagas y tirado en la cuneta de la vida.

         Y para expresar con rotunda nitidez la dramática situación en la que se encontraba, nos dice el evangelista que nadie se apiadaba de él, y que sólo los perros lamían sus llagas. Es terrible la imagen que se nos presenta, y negar su enorme realismo y actualidad, es dulcificar falsamente una palabra veraz como la de Dios.

         Pues bien, aunque todos los que lo rodean ignoren su presencia, de este pobre miserable que el autor sagrado bautizó como Lázaro, hay alguien que no se olvida, Dios. Y de hecho, su nombre significa “el ayudado por Dios”, lo cual indica que ante Dios esta persona tenía una identidad escrita en el libro de la vida y rescatada por la misericordia divina. El anonimato del rico (llamado tradicionalmente “opulón”, no por ser su nombre, sino como signo de su opulencia y derroche), expresa también el olvido de Dios de aquellos que anteponen el ídolo del dinero al amor de quien les engendró a la vida. Para Dios, no es indiferente el sufrimiento humano. No pide ni méritos ni piedades, sólo se compadece ante la miseria y el dolor de todos sus hijos, buenos o malos, porque como dice el Salmo, “el Señor hace justicia a los oprimidos”.

         El hecho de no socorrer al necesitado, pudiendo hacerlo, es una agresión al mismo corazón de Dios. “Lo que no hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis” (nos recuerda S. Mateo).

         Hoy la Iglesia de Bizkaia eleva su oración para agradecer a Dios el servicio, la generosidad y la entrega desinteresada que tantos hombres y mujeres expresan en la solidaridad y el amor para con los débiles por medio de nuestras cáritas parroquiales y diocesana. Ellos son imagen del buen samaritano que, superando prejuicios y temores, se acercan con amor y compasión al hermano necesitado para curarle las heridas, conocer su necesidad y trabajar con responsabilidad para que pueda recuperar la dignidad perdida o arrebatada por este mundo injusto.

Por medio de ellos se extiende la mano amorosa del Señor que no hace distinción de personas y que a todos ama con inmensa ternura, misericordia y compasión.

         Cáritas como realidad eclesial que es, quiere introducir en el mundo de la pobreza y de la precariedad humana, una aliento de esperanza, y en la comunidad creyente una llamada a la conversión personal para liberarnos de los ídolos que oprimen y manipulan para vivir la libertad de los hijos de Dios.

El dinero y los bienes materiales son necesarios para vivir, pero no pueden constituirse en la razón fundamental de nuestra vida. Los voluntarios y voluntarias de cáritas trabajan cada día con un único objetivo, dignificar la vida de los hermanos más desfavorecidos. Y este trabajo consiste en la promoción integral de las personas posibilitándoles las herramientas necesarias para la regeneración de las mismas 

Cáritas diocesana nos pide hoy junto a la aportación solidaria que en todas las iglesias de nuestra diócesis se realice, una súplica especial para compartir la oración y también nuestro tiempo. Hacen falta muchas manos más, capaces de agarrar el arado para sembrar en nuestra sociedad la necesaria semilla de la solidaridad que dé frutos de justicia. Eso es lo que pedimos al Señor. Que siga suscitando de entre nosotros voluntarios generosos que den parte de su tiempo a favor de los demás, y que toda nuestra comunidad sea siempre acogedora y generosa para con los más desfavorecidos.

         Y por último quiero destacar, que Cáritas no es una ONG más, ni su finalidad es el ejercicio de la filantropía. Dios es amor, es caridad. Por lo tanto el fin y el alma de la cáritas, como realidad eclesia, consisten en extender el amor y la misericordia divina entre todos aquellos hijos suyos y hermanos nuestros más desamparados. Por eso, aunque el ejercicio de esa misericordia esté por encima de credos e ideologías, el anuncio explícito de Jesucristo por medio de nuestra acción caritativa y del testimonio personal y comunitario, es algo irrenunciable y necesario. Cáritas no es sólo un dispensario de recursos materiales, es una puerta abierta para todos los hermanos más necesitados por la que entrar a formar parte de este pueblo de Dios, en el que todos nos sintamos hermanos y vivamos la auténtica fraternidad en el amor, la justicia y la paz. Porque la mayor miseria que existe, por encima incluso de la material, es carecer de fe, esperanza y amor, es decir, carecer de Dios en la conciencia de nuestra vida, que nos ayude a vivir el gozo de ser hijos suyos.

         Que el Señor bendiga con su gracia a todos los que desarrolláis vuestro compromiso cristiano en esta dimensión constitutiva de la Iglesia, y os siga animando y sosteniendo por la acción de su Espíritu para que seáis en medio de nosotros manifestación del amor de Dios y expresión de su infinita misericordia. Y que a todos nosotros nos ilumine la conciencia y  transforme el corazón, para crecer en sentimientos fraternos para con los hermanos más desamparados.

sábado, 17 de septiembre de 2022

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

18-09-22 (Ciclo C)

 

       La Palabra de Dios que cada domingo ilumina nuestra vida, nos presenta múltiples aspectos del pensamiento de Jesús y nos acerca a lo que realmente le importó, su enseñanza y testamento.

       Unas veces le veremos preocupado por ofrecer un rostro más auténtico de Dios Padre, otras insistirá en situar al ser humano, su vida y su dignidad, por encima de los comportamientos que lo oprimen, y siempre se alzará como defensor de los pobres y marginados, a la vez que se compadece de los enfermos y necesitados.

       Todo ello nos muestra que en el centro de la vida y del mensaje de Jesús se sitúa el Padre Dios, a quien debemos “amar con todo el corazón y con toda el alma”, y de ese amor creador y salvador, brota su entrega absoluta al servicio de los hombres sus hermanos, ya que el amor al prójimo como a uno mismo constituye la seña de autenticidad del amor a Dios.

       Desde esta experiencia vital del Señor, debemos comprender el evangelio de hoy y la llamada que nos hace a ir tomando opciones fundamentales en nuestra vida, “no podéis servir a Dios y al dinero”.

       Cuantas veces va a insistir Jesús, en la necesidad de superar ambiciones, egoísmos y materialismos desmesurados. Cuantas veces nos va a descubrir que tras los enfrentamientos, las violencias, la opresión, la pobreza y la desigualdad se encuentra ese poner al dinero como meta de nuestra vida que sustituye al único Dios verdadero, y que acaba por adueñarse de nuestro corazón porque se convierte en el ídolo al que sacrificamos nuestra libertad y dignidad, haciéndonos sus esclavos dependientes.

       Ya el profeta Amós, en el siglo VIII antes de Cristo, denuncia la opulencia de los poderosos frente a la miseria de los pobres. El Dios que se revela a su pueblo y que entabla una relación de amor y misericordia con él, a la vez manifiesta su rechazo y condena de todas las injusticias que oprimen a los débiles y que va sumiendo en el caos a la creación entera, al romper la armonía de la fraternidad humana.

       Y si ya aquel profeta del Antiguo Testamento, manifestaba la rotunda oposición de Dios por la marcha de este mundo sustentado sobre las diferencias sociales, hemos de contemplar cómo los tiempos modernos con todos sus adelantos y logros en el campo de la técnica, lejos de paliar esas desigualdades y sus efectos, los ha incrementado hasta el extremo haciendo que la gran mayoría de la población mundial esté sumida en la miseria y condenada a ella, sin remedio aparente.

El evangelio de Jesús nos sitúa ante una cuestión crucial, ¿quién es para nosotros nuestro Señor? Porque el dilema de servir a Dios o al dinero, no es una alternativa en el seguimiento de Cristo. Es la opción fundamental de nuestra vida ya que amar a Dios sobre todas las cosas, nos impulsa a reconocer a los demás como hermanos y a sentir que nuestro futuro tiene un mismo final de vida en dignidad y amor.

El texto del evangelio parte de una experiencia en la que se relata la vida de un empleado infiel. Se sabe sorprendido en su infidelidad y pretende reconciliarse con aquellos a los que había estafado previamente siendo generoso en las cuentas. Y concluye Jesús el episodio con una frase desconcertante “ganaos amigos con el dinero injusto”. Es decir, el dinero tiene como finalidad el servicio a la vida y a su justo desarrollo, tanto de aquellos que lo poseen como de los que carecen de él. Y si todos debemos abrir las manos para compartir generosamente con quien mayor necesidad padece, mucho más se exige esta actitud con aquellos cuya ganancia actual proviene por medios ilícitos. Es la manera de empezar a sanar su injusto egoísmo y ambición.

       Pero no es suficiente con la generosidad. Ésta puede resultar autocomplaciente y tranquilizadora de malas conciencias. El hecho fundamental donde Jesús pone la fuerza de su enseñanza está en, quién es tu Señor. A quién sirves y te entregas, ante quien rindes tu vida y te reconoces en sana dependencia de amor, ante el Dios Padre que te ha llamado a la vida, te ha conducido con ternura y siempre te acompaña con su misericordia y fidelidad, o ante el poderoso dinero que te hechiza y deslumbra con falsas promesas de felicidad inmediata haciéndote dependiente y esclavo de sus normas e intereses.

Y esta radicalidad en la respuesta no es cualquier cosa. Los medios que posee el mundo de la economía son extraordinarios, marcan con claridad las leyes y conductas sociales, y crean ideologías a su servicio que de una u otra forma condicionan los valores fundamentales en los que todos nos movemos y vivimos.

Los creyentes en Jesucristo, acogemos la propuesta que él nos hace y que conlleva un cambio radical en la vida más acorde con su evangelio.   

Sólo desde ese amor que alimenta el corazón del ser humano con la Palabra fecunda del evangelio de Jesucristo, es posible realizar el milagro de multiplicar los panes para que lleguen a más. Y aunque sabemos que nuestras pequeñas aportaciones  siempre serán escasas, no debemos despreciarla porque es precisamente la suma de los muchos pocos, lo que llena de esperanza a tantísimos hogares hasta los que llega la mano generosa y caritativa de la Iglesia, por medio de sus cáritas diocesanas.

Como nos enseña S. Pablo es su carta apostólica, debemos a la vez seguir orando al Señor, para que su Espíritu vaya ablandando la dureza del corazón de los poderosos a fin de que la justicia, la equidad y la paz lleguen a todos los rincones del mundo. Y aunque parezca poca cosa, la unión entre la oración y la acción de tantos creyentes en Jesucristo, es lo que va sembrando nuestro mundo de amor y de esperanza.

 “Sólo Dios basta”, decía Santa Teresa de Jesús al comprender que en el abandono de su vida en las manos amorosas de Dios, era como la había recuperado con generosa abundancia en amor, libertad y entrega.

Esta libertad es la que nos capacita para seguir a Cristo en la vocación a la que él nos llama, y por la cual alcanzamos el gozo y la dicha plenas.  Hoy, los cristianos no debemos dar pena por la vivencia de nuestra fe, todo lo contrario, lo que deberíamos dar es envidia por la experiencia gozosa que tenemos la suerte de compartir.

Porque si nuestro semblante transmite tristeza y agobio, difícilmente podremos convocar a nadie a esta comunidad eclesial, y a demás estaremos desvirtuando la autenticidad del mensaje de Jesucristo, que nos ha llamado a vivir la alegría de los hijos de Dios. Y esto sólo es posible, si de verdad Dios es nuestro Padre, amigo y único Señor.

Que María, la fiel esclava del Señor, que proclamaba con su vida y entrega la grandeza de Dios, nos ayude a nosotros a reconocer en Cristo y su evangelio de vida, al único Salvador.

sábado, 10 de septiembre de 2022

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

11-09-22 (Ciclo C)

 

La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, vuelve a insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe cristiana, la experiencia del perdón, como fruto del amor auténtico.

Y la liturgia de este día nos propone tres miradas distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para todos. La primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la segunda nos mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio el auténtico rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.

El pueblo de Israel ha vivido una intensa relación con Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la esclavitud de Egipto, y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor, cuando comienzan a pasar dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados que les ayuden a caminar en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos fabricados por sus manos.

Esta ofensa a Dios deberá tener un castigo ejemplar, y así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo entre Dios y Moisés, dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada por la intervención del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.

Para los israelitas el justo castigo de Dios se ha convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha salido en su defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios justiciero y vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de mostrar misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.

Ningún otro dios de los conocidos en su entorno aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de Israel, por la intercesión de Moisés, acoge la debilidad humana y se compadece de él.

La segunda experiencia es la vivida por el mismo San Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su fe judía, pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo perseguía, experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el mismo apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía en Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha vuelto a renacer.

San Pablo no olvida sus orígenes, ni niega la realidad de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera, ese recuerdo no es algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que vivir una vida nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.

Esta experiencia es muy importante para nosotros, porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la reconciliación y de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a  nuestra memoria y corazón, los remordimientos del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.

Si Dios nos ha perdonado, debemos perdonarnos también nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara nada, tampoco nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su gracia y su fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en su carta: “podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”.

Y si eso no es suficiente tenemos el relato del evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor de Dios nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de sus miembros.

Por eso la alegría de Dios por la vuelta y el encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna forma vivimos esa experiencia paterna o fraterna.

Sólo cuando se ama de verdad sin complejos ni condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro no nos importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento y olvido.

Dios nos llama a vivir con responsabilidad nuestra realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir que todo valga, y que los malos comportamientos de unos carezcan de consecuencias para los demás. Cuando alguien rompe la sana armonía, necesaria en toda convivencia y lo hace de forma tan grave como lo es la violencia, el abuso o el crimen, no podemos hablar de perdón y olvido como si nada hubiera ocurrido. Una cosa es salir en busca de quien se pierde en el camino por errores y fracasos comunes a todos, y otra muy distinta tener que ir tras aquel que ni se arrepiente del mal provocado ni pide perdón a quien con tanta inquina ha herido. El perdón, que siempre es gratuito, necesita de la actitud sincera de la conversión y de la reparación por parte del pecador, y así además de recibir el gozo del perdón divino, podrá experimentar también la auténtica acogida del hermano y su plena regeneración y sanación.

La verdad, que ha de iluminar nuestros actos, nos lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con humildad las consecuencias de los mismos.

Pero lo mismo que sin la actitud de conversión no es posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por quien ha sufrido el mal tampoco curará su herida que por el contrario se infectará. El rencor, el odio y el deseo de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye es a quien lo integra en su vida como la razón de su lucha.

Ninguna relación humana puede asentarse en la venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada por Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.

El perdón es lo más genuino y grandioso de la fe cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación con los demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de  misericordia y compasión. Que seamos capaces de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos sido salvados.