miércoles, 18 de septiembre de 2019

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

22-09-19 (Ciclo C)



       La Palabra de Dios que cada domingo ilumina nuestra vida, nos presenta múltiples aspectos del pensamiento de Jesús y nos acerca a lo que realmente le importó, su enseñanza y testamento.



       Unas veces le veremos preocupado por ofrecer un rostro más auténtico de Dios Padre, otras insistirá en situar al ser humano, su vida y su dignidad, por encima de los comportamientos que lo oprimen, y siempre se alzará como defensor de los pobres y marginados, a la vez que se compadece de los enfermos y necesitados.



       Todo ello nos muestra que en el centro de la vida y del mensaje de Jesús se sitúa el Padre Dios, a quien debemos “amar con todo el corazón y con toda el alma”, y de ese amor creador y salvador, brota su entrega absoluta al servicio de los hombres sus hermanos, ya que el amor al prójimo como a uno mismo constituye la seña de autenticidad del amor a Dios.



       Desde esta experiencia vital del Señor, debemos comprender el evangelio de hoy y la llamada que nos hace a ir tomando opciones fundamentales en nuestra vida, “no podéis servir a Dios y al dinero”.



       Cuantas veces va a insistir Jesús, en la necesidad de superar ambiciones, egoísmos y materialismos desmesurados. Cuantas veces nos va a descubrir que tras los enfrentamientos, las violencias, la opresión, la pobreza y la desigualdad se encuentra ese poner al dinero como meta de nuestra vida que sustituye al único Dios verdadero, y que acaba por adueñarse de nuestro corazón porque se convierte en el ídolo al que sacrificamos nuestra libertad y dignidad, haciéndonos sus esclavos dependientes.

       Ya el profeta Amós, en el siglo VIII antes de Cristo, denuncia la opulencia de los poderosos frente a la miseria de los pobres. El Dios que se revela a su pueblo y que entabla una relación de amor y misericordia con él, a la vez manifiesta su rechazo y condena de todas las injusticias que oprimen a los débiles y que va sumiendo en el caos a la creación entera, al romper la armonía de la fraternidad humana.



       Y si ya aquel profeta del Antiguo Testamento, manifestaba la rotunda oposición de Dios por la marcha de este mundo sustentado sobre las diferencias sociales, hemos de contemplar cómo los tiempos modernos con todos sus adelantos y logros en el campo de la técnica, lejos de paliar esas desigualdades y sus efectos, los ha incrementado hasta el extremo haciendo que la gran mayoría de la población mundial esté sumida en la miseria y condenada a ella, sin remedio aparente.



El evangelio de Jesús nos sitúa ante una cuestión crucial, ¿quién es para nosotros nuestro Señor? Porque el dilema de servir a Dios o al dinero, no es una alternativa en el seguimiento de Cristo. Es la opción fundamental de nuestra vida ya que amar a Dios sobre todas las cosas, nos impulsa a reconocer a los demás como hermanos y a sentir que nuestro futuro tiene un mismo final de vida en dignidad y amor.

El texto del evangelio parte de una experiencia en la que se relata la vida de un empleado infiel. Se sabe sorprendido en su infidelidad y pretende reconciliarse con aquellos a los que había estafado previamente siendo generoso en las cuentas. Y concluye Jesús el episodio con una frase desconcertante “ganaos amigos con el dinero injusto”. Es decir, el dinero tiene como finalidad el servicio a la vida y a su justo desarrollo, tanto de aquellos que lo poseen como de los que carecen de él. Y si todos debemos abrir las manos para compartir generosamente con quien mayor necesidad padece, mucho más se exige esta actitud con aquellos cuya ganancia actual proviene por medios ilícitos. Es la manera de empezar a sanar su injusto egoísmo y ambición.

       Pero no es suficiente con la generosidad. Ésta puede resultar autocomplaciente y tranquilizadora de malas conciencias. El hecho fundamental donde Jesús pone la fuerza de su enseñanza está en, quién es tu Señor. A quién sirves y te entregas, ante quien rindes tu vida y te reconoces en sana dependencia de amor, ante el Dios Padre que te ha llamado a la vida, te ha conducido con ternura y siempre te acompaña con su misericordia y fidelidad, o ante el poderoso dinero que te hechiza y deslumbra con falsas promesas de felicidad inmediata haciéndote dependiente y esclavo de sus normas e intereses.



Y esta radicalidad en la respuesta no es cualquier cosa. Los medios que posee el mundo de la economía son extraordinarios, marcan con claridad las leyes y conductas sociales, y crean ideologías a su servicio que de una u otra forma condicionan los valores fundamentales en los que todos nos movemos y vivimos.

Los creyentes en Jesucristo, acogemos la propuesta que él nos hace y que conlleva un cambio radical en la vida más acorde con su evangelio.

      

Sólo desde ese amor que alimenta el corazón del ser humano con la Palabra fecunda del evangelio de Jesucristo, es posible realizar el milagro de multiplicar los panes para que lleguen a más. Y aunque sabemos que nuestras pequeñas aportaciones  siempre serán escasas, no debemos despreciarla porque es precisamente la suma de los muchos pocos, lo que llena de esperanza a tantísimos hogares hasta los que llega la mano generosa y caritativa de la Iglesia, por medio de sus cáritas diocesanas.



Como nos enseña S. Pablo es su carta apostólica, debemos a la vez seguir orando al Señor, para que su Espíritu vaya ablandando la dureza del corazón de los poderosos a fin de que la justicia, la equidad y la paz lleguen a todos los rincones del mundo. Y aunque parezca poca cosa, la unión entre la oración y la acción de tantos creyentes en Jesucristo, es lo que va sembrando nuestro mundo de amor y de esperanza.

 “Sólo Dios basta”, decía Santa Teresa de Jesús al comprender que en el abandono de su vida en las manos amorosas de Dios, era como la había recuperado con generosa abundancia en amor, libertad y entrega.



Esta libertad es la que nos capacita para seguir a Cristo en la vocación a la que él nos llama, y por la cual alcanzamos el gozo y la dicha plenas.  Hoy, los cristianos no debemos dar pena por la vivencia de nuestra fe, todo lo contrario, lo que deberíamos dar es envidia por la experiencia gozosa que tenemos la suerte de compartir.

Porque si nuestro semblante transmite tristeza y agobio, difícilmente podremos convocar a nadie a esta comunidad eclesial, y a demás estaremos desvirtuando la autenticidad del mensaje de Jesucristo, que nos ha llamado a vivir la alegría de los hijos de Dios. Y esto sólo es posible, si de verdad Dios es nuestro Padre, amigo y único Señor.



Que María, la fiel esclava del Señor, que proclamaba con su vida y entrega la grandeza de Dios, nos ayude a nosotros a reconocer en Cristo y su evangelio de vida, al único Salvador.

sábado, 14 de septiembre de 2019

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

15-09-19 (Ciclo C)



La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, vuelve a insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe cristiana, la experiencia del perdón, como fruto del amor auténtico.

Y la liturgia de este día nos propone tres miradas distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para todos. La primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la segunda nos mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio el auténtico rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.



El pueblo de Israel ha vivido una intensa relación con Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la esclavitud de Egipto, y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor, cuando comienzan a pasar dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados que les ayuden a caminar en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos fabricados por sus manos.

Esta ofensa a Dios deberá tener un castigo ejemplar, y así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo entre Dios y Moisés, dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada por la intervención del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.



Para los israelitas el justo castigo de Dios se ha convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha salido en su defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios justiciero y vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de mostrar misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.

Ningún otro dios de los conocidos en su entorno aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de Israel, por la intercesión de Moisés, acoge la debilidad humana y se compadece de él.

La segunda experiencia es la vivida por el mismo San Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su fe judía, pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo perseguía, experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el mismo apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía en Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha vuelto a renacer.



San Pablo no olvida sus orígenes, ni niega la realidad de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera, ese recuerdo no es algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que vivir una vida nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.

Esta experiencia es muy importante para nosotros, porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la reconciliación y de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a  nuestra memoria y corazón, los remordimientos del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.

Si Dios nos ha perdonado, debemos perdonarnos también nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara nada, tampoco nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su gracia y su fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en su carta: “podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”.



Y si eso no es suficiente tenemos el relato del evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor de Dios nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de sus miembros.



Por eso la alegría de Dios por la vuelta y el encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna forma vivimos esa experiencia paterna o fraterna.

Sólo cuando se ama de verdad sin complejos ni condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro no nos importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento y olvido.



Dios nos llama a vivir con responsabilidad nuestra realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir que todo valga, y que los malos comportamientos de unos carezcan de consecuencias para los demás. Cuando alguien rompe la sana armonía, necesaria en toda convivencia y lo hace de forma tan grave como lo es la violencia, el abuso o el crimen, no podemos hablar de perdón y olvido como si nada hubiera ocurrido. Una cosa es salir en busca de quien se pierde en el camino por errores y fracasos comunes a todos, y otra muy distinta tener que ir tras aquel que ni se arrepiente del mal provocado ni pide perdón a quien con tanta inquina ha herido. El perdón, que siempre es gratuito, necesita de la actitud sincera de la conversión y de la reparación por parte del pecador, y así además de recibir el gozo del perdón divino, podrá experimentar también la auténtica acogida del hermano y su plena regeneración y sanación.

La verdad, que ha de iluminar nuestros actos, nos lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con humildad las consecuencias de los mismos.

Pero lo mismo que sin la actitud de conversión no es posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por quien ha sufrido el mal tampoco curará su herida que por el contrario se infectará. El rencor, el odio y el deseo de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye es a quien lo integra en su vida como la razón de su lucha.

Ninguna relación humana puede asentarse en la venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada por Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.



El perdón es lo más genuino y grandioso de la fe cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación con los demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de  misericordia y compasión. Que seamos capaces de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos sido salvados.

martes, 23 de julio de 2019

SANTIAGO APÓSTOL



SOLEMNIDAD DEL APÓSTOL SANTIAGO

25-7-19

       Celebramos hoy con alegría la fiesta de nuestro Santo Patrono, el Apóstol Santiago, Titular del primer templo diocesano, esta S.I. Catedral, y de la Villa de Bilbao. El primero de los apóstoles del Señor en sellar su fiel seguimiento de Cristo con el martirio. Como hemos escuchado en el texto de los Hechos de los Apóstoles, su tesón, su entrega y su lealtad por la causa de Jesucristo, hace que sufra las iras del rey Herodes y sea ejecutado.

       Su muerte será el comienzo de una dura persecución contra los discípulos y seguidores de Jesús, pero que en vez de acabar con la llama de la fe, será el riego fecundo de una tierra que vería crecer con vigor la semilla del Reino de Dios instaurado por Jesucristo, el Señor.

       Desde aquellos tiempos apostólicos, hasta nuestros días, han transcurrido muchos siglos, con sus noches oscuras y días de luz para la historia de la Iglesia y de la humanidad entera. Pero siempre, y a pesar de las dificultades y penurias por las que nuestra familia eclesial ha podido atravesar, la fe de los apóstoles, su vida y su obra, son el fundamento y el ejemplo de nuestro seguimiento actual de Jesucristo.

       De Santiago sabemos muchas cosas conforme a los textos neotestamentarios; era pescador, el oficio de su familia, de posición acomodada dado que su padre Zebedeo tenía jornaleros; su recio carácter le hizo merecedor junto a su hermano Juan, del sobrenombre de “los hijos del trueno” (Boanergers). Como también hemos escuchado en el evangelio, su madre, Salomé pretendía situar a sus hijos en los puestos principales en ese reino prometido por Jesús y muy mal entendido por ella. Lo cual les acarreó las críticas de los otros diez discípulos, más por envidia que por virtud, ya que todavía no comprendían bien el alcance del mensaje del Señor.



       Y al margen de las anécdotas, lo fundamental es que era amigo del Señor. Santiago pertenecía junto a su hermano y Pedro, a ese círculo de los íntimos de Jesús. Él será testigo privilegiado de los hechos y acontecimientos más importantes en la vida del Maestro; asiste a la curación de la suegra de Pedro; está presente en el momento de la transfiguración, en el monte Tabor; es testigo de la resurrección de la hija de Jairo; y acompañará a Jesús en su agonía, en Getsemaní.

       Pero Santiago también vivirá de cerca los momentos de amargura, el prendimiento de Jesús y la huída de todos ellos. Conocerá en su corazón el dolor de haber abandonado a su amigo y el don de su conversión motor y fuerza de una nueva vida entregada por completo al servicio del evangelio y a dar testimonio de la resurrección de su Señor.

       La tradición que vincula a Santiago con nuestra tierra se remonta a los primeros tiempos de la expansión cristiana por el mundo, hasta hacer de su sepulcro en la ciudad  Compostelana, lugar de encuentro universal de culturas y razas unidas por una misma fe.

       Precisamente esta devoción popular nos ha situado a nosotros desde antes de la fundación de nuestra villa de Bilbao allá por el año 1300, en paso obligado a los que desde la costa peregrinaban a Compostela. Y así de los cimientos de aquella primitiva iglesia de Santiago, se edificaría la que hoy es nuestra Catedral, colocando el origen y el final de este largo peregrinar, bajo el patrocinio del mismo apóstol, quien por petición del Consistorio municipal al Papa Urbano VIII,  se convirtió en patrono principal de la Villa de Bilbao en el año 1643.

Y en un mundo como el nuestro tan necesitado de referentes que nos ayuden a conducir nuestro destino desde criterios de amor, de justicia y de paz, damos gracias al Señor por tener a su santo apóstol como intercesor.

       Santiago experimentó en su corazón una gran transformación que le llevó a cambiar su existencia de forma radical para configurarse a Jesucristo. Su oficio de pescador lo cambió por el de misionero y pastor del pueblo a él encomendado. De aspiraciones y pretensiones de grandeza, pasó a buscar sólo la voluntad de Dios y ponerla por obra.

       De esta forma el que en la vida buscaba la gloria llegó a alcanzarla aunque por un sendero bien distinto al soñado en sus años de juventud. Y el poder que en su momento ambicionó lo transformó en servicio y entrega generosa, en el amor a Dios y a los hermanos.

       Nadie es tan poderoso como aquel que siendo completamente libre y dueño de su vida, es capaz de entregarla a los demás movido, únicamente, por la fuerza del amor en el Espíritu del Señor. Las ambiciones, los honores y el prestigio son efímeros y muchas veces engañosos, porque nos hacen creernos superiores a los demás y en el peor de los casos, como nos ha advertido Jesús en el evangelio, el mal ejercicio de ese poder lleva a algunos a erigirse en tiranos y opresores.  Quienes son portadores del poder temporal deben ejercerlo con mayores cotas de responsabilidad, servicio y coherencia, ya que siempre deberán dar cuentas del mismo a su pueblo y a Dios. Y quienes anhelan servir de este modo a la sociedad, en el presente tan complejo que nos toca vivir, han de contar no sólo con el apoyo de sus conciudadanos, sino sobre todo con la fuerza y la sabiduría que proviene del Señor de la justicia, del amor y de la paz.

       En un tiempo donde los conflictos entre las personas y los pueblos siguen provocando dolor y angustia a tantos inocentes, se hace muy necesario el surgimiento de una auténtica vocación de servicio público que lejos de buscar el propio beneficio, se entregue de manera generosa a la consecución del bienestar de sus semejantes, siendo especialmente sensibles con los más indefensos y necesitados. Por eso pedimos con frecuencia por nuestros gobernantes, para que el Señor les ilumine en su difícil misión de ser quienes nos conduzcan por el camino del bien.

En esta fiesta nos congregamos no sólo los fieles cristianos que habitualmente celebramos nuestra fe en el hogar comunitario de la parroquia; hoy también nos reunimos representantes de instituciones públicas y privadas, del consistorio y de asociaciones relacionadas con la devoción a Santiago y su camino compostelano.

Todos compartimos los mismos deseos de trabajar por una sociedad construida sobre los valores irrenunciables de la libertad, la justicia y la paz, desde las legítimas y plurales ideas, siempre que sean cauce de cuidado y respeto a la dignidad de la persona. En esta labor no sobran brazos, y los cristianos tenemos además una razón de más que brota de nuestra fe en Jesucristo que nos envía a ser testigos de su amor y de su esperanza en medio de nuestro mundo.

       Todo ello hoy lo ponemos a los pies del apóstol Santiago para que siga velando por quienes honramos su memoria con filial devoción. Que nos ayude a fortalecer los vínculos de hermandad entre todos los pueblos que lo celebran como su patrón, que nos anime en la construcción de una convivencia en paz y concordia, y que tomando su vida como ejemplo y estímulo, seamos fieles seguidores de Jesucristo, nuestro único Señor y Salvador.

jueves, 18 de julio de 2019

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

21-07-19 (Ciclo C)

       Todo el evangelio es para los creyentes la gran escuela de nuestra fe. Textos que contienen la vida y la palabra del Señor y que nos van mostrando, desde la realidad cotidiana de Jesús, diferentes situaciones por las que nosotros vamos pasando y que requieren de una adecuada comprensión de las mismas para vivirlas con toda su riqueza. Así nos encontramos con pasajes como el de hoy, donde la visita de Jesús a la casa de sus amigos nos va a dejar una gran enseñanza.

       San Lucas sabe muy bien que no sólo eran dos hermanas las que habitaban aquel hogar. También estaba Lázaro, gran amigo de Jesús, pero cuya importancia en este momento es de menor intensidad para el evangelista. A S. Lucas lo que realmente le interesa destacar es la actitud de Marta y María ante la visita del Maestro, por eso ni tan siquiera va a mencionar a su hermano mayor.

Marta como buena anfitriona se esmera en prepararlo todo para que no le falte de nada a Jesús. Las tareas se van multiplicando y es tanto lo que hay que hacer que no da abasto. Y reprocha a su hermana que no la acompañe en las faenas del hogar. Ciertamente podía ayudarla porque Jesús ya tendría la compañía de Lázaro, además era lo propio de las mujeres de aquel tiempo, organizar la casa y dejar a los hombres con sus cosas.

Sin embargo María no atiende a Jesús por el mero hecho de conversar, sino por el contenido de esa conversación. Se siente tan atrapada por la Palabra de Dios que Jesús anuncia, que no se da cuenta de nada más. El encuentro con Jesús no es uno de tantos encuentros con amigos o familiares. María ha ido descubriendo en él a alguien especial, que transmite una paz serena en medio de los desalientos de la vida y cuya palabra colma de dicha su corazón porque contiene la fuerza arrebatadora de Dios que llena de gozo el corazón del oyente, transformando por completo su existencia.

Jesús no es uno más dentro de su círculo de amistades, él es el Maestro, el Señor, y así lo confesarán las dos cuando ante la muerte de su hermano Lázaro y posterior vuelta a la vida de este mundo, por fin descubran con sus propios ojos al Salvador.

Este pasaje del evangelio de hoy ha sido visto por la comunidad cristiana como las dos facetas esenciales de la vida creyente, la acción y la contemplación. Y es bueno caer en la cuenta de los peligros que podemos correr si nos olvidamos de la necesaria unidad entre ambas actitudes cristianas para una sana y fecunda espiritualidad.

Marta no va a ser desautorizada por Jesús por el hecho de que se afane en las tareas. Pero sí necesita comprender que el objetivo último de nuestra vida, y por lo tanto también de nuestros compromisos, no está en su finalidad inmediata, sino en compartir la vida de Dios.

Cuando Jesús envía a sus discípulos a las aldeas y ciudades de Palestina, es para que le preparen el terreno a él y a su Palabra. Cuando se despide definitivamente de los suyos, les envía a hacer discípulos de todas las gentes, por medio del bautismo.

Cuando nosotros vivimos comprometidos en tareas sociales o pastorales, atendiendo a los necesitados, luchando por la justicia, formando a las nuevas generaciones en la fe cristiana, atendiendo a los enfermos y necesitados, todo lo debemos hacer para favorecer el encuentro de nuestros hermanos con Jesucristo y suscitar en ellos su seguimiento gozoso y pleno. Y no sólo quedándonos en los aspectos materiales, por muy necesarios que estos puedan serlo.

Toda la vida de los creyentes ha de estar orientada al encuentro con Jesucristo, y nuestras acciones serán auténticamente evangélicas si contienen en sus medios los valores del evangelio, y buscan como su fin la alabanza y gloria del Señor.

Por eso a la dimensión activa y comprometida de la vivencia creyente, ha de estar unida la dimensión contemplativa de nuestra fe.

María disfrutaba escuchando a Jesús, y a Jesús le gustaba poder dialogar de esas cosas íntimas de Dios con aquellos que tenían un corazón bien dispuesto.

Como en cualquier realidad humana, la relación interpersonal de encuentro, diálogo, conocimiento del otro, intimidad y afecto, hacen que nos desarrollemos plenamente y que sintamos la dicha del auténtico amor que nos llena de felicidad. Y este es el objetivo último de cualquier ser humano, amar y sentirse amado, desarrollando así su vida de forma serena y gozosa.

Jesús agradece esa atención de María, y lo hace asegurando que ha escogido la mejor parte y que nadie se la va a quitar. Si el fin último de nuestra vida es contemplar a Dios y darle gloria por siempre en compañía de nuestros seres amados, María ya lo está experimentando en esta visita de Cristo a su casa y a su corazón.

De esta manera podemos comprender que si nosotros cuidamos ese espacio de cercanía e intimidad con el Señor, si buscamos los momentos de encuentro con él en la oración y escucha de su palabra, sabremos degustar el gozo de ese encuentro que nos ayudará a sobrellevar nuestra vida y a descubrir en ella aquello por lo que realmente merece la pena vivir y morir.

La contemplación de Jesucristo nos llevará al compromiso evangelizador. Nunca la oración es para desentendernos del mundo y sus problemas. Al contrario. Quien siente en su interior resonar la palabra del Señor, escuchará constantemente los lamentos del mismo por el que él entregó su vida, y contemplando a Jesucristo crucificado, descubriremos a su lado los rostros de aquellos que hoy siguen sufriendo y que nos imploran compasión y ayuda.

De este modo uniremos fe y vida, acción y contemplación, y la vida de los cristianos será en medio de su vida cotidiana, testimonio de Jesucristo y esperanza de nueva humanidad.


viernes, 12 de julio de 2019

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

14-07-19 (Ciclo C)



       “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Así comienza el evangelio que acabamos de escuchar, con esta pregunta aparentemente simple y que sin embargo encierra los anhelos más profundos de toda persona creyente.

       Heredar la vida eterna es para todos nosotros el fin último de nuestra existencia. Y por muy lejano que contemplemos ese momento de encuentro definitivo con Dios, sabemos que un día llegará y confiamos en que su amor nos recoja para comenzar a su lado la vida en plenitud.

       Por eso la pregunta de aquel personaje del evangelio, no es una pregunta retórica o lanzada para entablar una conversación con Jesús. La pregunta del escriba tenía como destinatario a alguien considerado especialmente tocado por Dios, y por lo tanto conocedor de sus designios y exigencias.

       Jesús le va a responder con la parte que mejor conoce el escriba, el cumplimiento de la ley. Esa ley recibida por Moisés y transmitida de generación en generación como el único camino cierto para mantener la alianza entre Dios y los hombres. Una ley que ha sido grabada en el corazón del ser humano y que está al alcance de todos, como hemos escuchado ya en la primera lectura del libro del Deuteronomio.

       El escriba desglosa los principios de la ley de Dios y recibe como respuesta la aprobación por parte de Jesús, “bien dicho, haz esto y tendrás la vida”. Pero no terminan aquí las dudas de aquel hombre. Le queda algo que tal vez desconozca de verdad, o que simplemente le sirva como excusa para desentenderse de los demás, lo cierto es que al preguntar “¿quién es mi prójimo?”, se le abrirá un horizonte nuevo.

       El escriba parecía comprender bien lo que significaba “amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”, pero eso de amar al prójimo le resultaba confuso. Porque tal vez, en el fondo, sabía muy bien quién es el prójimo.

       El prójimo es el otro, la persona que tenemos a nuestro lado en cualquier momento, sin pararnos a pensar en sus ideas o convicciones, ni en su situación social o económica, ni en sus planteamientos éticos o morales, ni tan siquiera en su bondad o maldad.

       Jesús le va a poner ante sus ojos un suceso cualquiera, pero concreto, donde se contempla la necesidad de una persona atacada violentamente, y las actitudes de quienes lo contemplan.

       Y no va a tomar al azar a los personajes de su historia. Un sacerdote y un levita pasan de largo, y un samaritano lo atiende.

       Los conocedores de la ley de Moisés, en la que explícitamente se ordena que hay que atender a los moribundos y necesitados, que no se puede pasar de largo ante un hombre abatido, que hay que dar sepultura a los muertos y acoger en el hogar a los extranjeros; estos los ilustrados y heraldos de la ley, la incumplen y lo abandonan.

Y sin embargo aquel hombre de Samaria, tierra de gente indeseable y repudiada por un buen judío, va a ser quien cumpla la ley de Dios cuya letra desconoce, pero que sin embargo atiende a sus deseos porque comprende el fundamento de la ley universal del amor.

       Queridos hermanos, esta parábola siempre es comprometedora. Desde aquel encuentro entre el escriba y Jesús, ya no nos sirven las excusas para atender o rechazar al hermano necesitado.

       El prójimo no es alguien ajeno a mí, aquel a quien tengo a mi lado ha de ser descubierto como un hermano y un hijo de Dios.

       Ser prójimo no consiste sólo en mirar a los demás, sino en contemplar mi propio corazón y descubrir si tengo en él la semilla del amor de Dios que me haga vivir la fraternidad con  la misma urgencia y afecto del buen samaritano.

       La pregunta no es quién es mi prójimo, como la formuló el escriba. La pregunta es ¿quién se comportó como prójimo del necesitado?, porque así la formuló Jesús, y a esta cuestión hemos de responder nosotros, implicando en ella nuestra vida y compromiso social.

       De esta manera daremos respuesta a la pregunta fundamental de nuestra existencia, con la que iniciábamos esta homilía, “¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?”. La ley de Dios la tenemos escrita en el corazón, y es camino veraz que nos conduce hasta él, pero siempre ha de ser recorrido de la mano de los hermanos.

       Cuando nos parezca sencillo cumplir eso de amar a Dios, como le podía parecer a aquel escriba, preguntémonos si amamos igualmente a los hermanos, si somos prójimos de ellos sin hacer acepción de personas. Y si felizmente descubrimos que en nuestro corazón vivimos la misericordia y la compasión para con los demás, asistiéndoles en sus necesidades de forma generosa, entonces estaremos en la senda que nos conduce hacia esa vida ansiada junto a Dios. Porque de lo contrario nos estaremos alejando de Él.

       El amor a Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro corazón, sólo se puede probar y testimoniar, por los frutos que de ese amor se derivan y que necesariamente tendrán en el prójimo necesitado a su destinatario principal.



       Que esta eucaristía fortalezca nuestra capacidad de amar a los demás, y que el Señor nos conceda entrañas de misericordia que nos ayuden a conmovernos ante las necesidades de los hermanos, para de ese modo vivir con mayor intensidad nuestro ser hijos de Dios y herederos de su vida eterna.

miércoles, 5 de junio de 2019

PENTECOSTÉS



DOMINGO DE PENTECOSTES

9-06-19 (Ciclo C)



       Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que Dios vuelve a entregarse a nosotros en la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo. Por medio de Él, la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.

       Si en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero de Cristo resucitado, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy recibimos se nos otorga el Don, la fuerza necesaria, para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.

       Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene, anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada momento de la vida.

       Muchos son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a nuestra vinculación íntima con Dios, la construcción de su Reino y todo ello manifestado en la comunión eclesial, expresión de nuestra vinculación con Jesucristo. El Espíritu  Santo es quien anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.

       El Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre todos los hermanos.

       El Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo Jesús.

       Fue el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo Espíritu que lo proclama “el Hijo amado” de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.

       Será el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.

       Pero esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.

       Así vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.



       Desde el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.

La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.

       Este sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las palabras del Señor “que todos sean uno, como tú, Padre, y yo somos uno”, han de resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos al don del Espíritu Santo.



       Hoy volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos sostendrá en cada momento de nuestra existencia.

       Acojamos, pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de sabernos hijos de Dios.


viernes, 31 de mayo de 2019

ASCENSIÓN DEL SEÑOR



SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR

2-06-19 (Ciclo C)



       Con la fiesta de la Ascensión termina la presencia del Señor resucitado entre los suyos y nos abrimos a la misión evangelizadora de la Iglesia animados por el Espíritu que recibiremos en Pentecostés. Es ésta una fiesta en la que la comunidad cristiana recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado culmina su misión en el mundo y regresa al Padre para vivir la plenitud de su gloria.

       El simbolismo de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de nuestra existencia de la cual Cristo es primicia y fundamento. En la Ascensión del Señor, y su vuelta a la gloria de la Trinidad antes de su Encarnación, se ilumina el final de la historia de la humanidad donde Dios nos acogerá con su amor de Padre. Jesucristo nos abre el camino, y nos preparará un sitio, para que donde esté él, estemos también nosotros, como nos anunció en su vida terrenal. En la fiesta de la Ascensión, podemos descubrir la culminación del camino, de la verdad y de la vida del Señor, que nos ha abierto las puertas de la eternidad de forma amplia y generosa.

       Pero a este culmen glorioso se llega a través de la vida concreta, limitada y frágil, a la vez que confiada y gozosa, de nuestra historia humana. Una historia traspasada muchas veces por el dolor y el sufrimiento que provoca la injusticia, y otras sostenida por la  esperanza de la entrega y la solidaridad de tantas personas que aman de verdad a sus semejantes. Pero sobre todo, una historia compartida por nuestro Dios en la persona de su Hijo, Jesús, camino, verdad y vida, que nos acompaña y sostiene en nuestro peregrinar hacia la meta prometida por el Padre.

       El tiempo pascual que los discípulos del Señor vivieron junto a Él, y que se nos ha aproximado durante estos días a través de la Palabra de Dios proclamada, ha sido ante todo un tiempo de profunda formación personal y espiritual, para afrontar el gran reto que ahora se les presenta. Ser ellos testigos y misioneros del evangelio.

       La muerte de Jesús y su posterior resurrección, fueron dos hechos de tal magnitud que hacía falta un proceso denso para poder asimilarlo, comprenderlo y confesarlo con fe y gratitud. Los primeros momentos del tiempo pascual nos mostraban las grandes dificultades que tenían para aceptar esa verdad. Las dudas de Pedro y Juan que van corriendo al sepulcro para ver si es verdad lo que dice María Magdalena; Las palabras incrédulas de Tomás que necesita palpar y ver para creer. El silencio de los demás que no se atreven a preguntar en medio de sus dudas e incertidumbres.

       Todo eso requiere ser madurado en el corazón, contrastado por la experiencia de los hermanos y acompañado por el Maestro que sigue vivo, animando y sosteniendo la fe de los suyos. Jesús realiza esta labor catequética para ayudarles a entender y prometerles la gran ayuda permanente del Espíritu Santo que pronto recibirán.

       Este Espíritu completará en ellos la acción salvadora de Dios transformando sus temores en confianza y cambiando sus miedos por el compromiso misionero y evangelizador del mundo.

       En la fiesta de la ascensión de Cristo, se nos está mostrando el destino último de nuestras vidas, el cielo y la tierra se unen en la persona de Jesucristo, y el camino que nos conduce a su gloria se nos ofrece como posibilidad futura y cierta.

       Jesucristo desaparece de su mirada, pero no de sus vidas. El Señor que promete su presencia entre nosotros hasta el fin del mundo, será quien aliente sus trabajos y desvelos.

       Ahora les toca a ellos proseguir con su misión; anunciar la Buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos, la salud a los enfermos y proclamar el año de gracia del Señor. El mismo proyecto que Jesús ya anunció en aquella sinagoga de Nazaret.

       Y esta misión evangelizadora cuenta con un gran potencial, la experiencia de ser testigos de lo acontecido. Ellos no hablan por idealismo ni defienden una idea vacía; ellos son testigos de una persona con la que han compartido su vida y que los ha transformado interiormente llenándoles de gozo y de esperanza, y haciendo de ellos hombres y mujeres nuevos, libres, entregados y dichosos.

       Todo ello desde la convicción de que el Reino de Dios no es de este mundo, y por eso Jesús vuelve al lugar que le corresponde. Pero sabiendo que ese Reino comienza en este mundo y que lo que pasa en la tierra no le es indiferente al Creador. Por eso no podemos desentendernos del presente ya que esa falta de amor y entrega a la obra realizada por Dios, nos haría indignos herederos de su promesa.

       “Vosotros sois testigos de esto”. Testigos de la vida de Jesús, de su entrega, de su palabra y de su resurrección. Jesús nos envía ahora a cada uno de nosotros para prolongar su reinado cambiando radicalmente el presente para acercarlo al proyecto de Dios.

       Jesús abrió con su vida un camino de esperanza y al acoger en su cruz a todos los crucificados por el sufrimiento y la injusticia, nos introduce en su mismo reino de amor y de paz. Esta esperanza que nos mantiene y fortalece se verá sostenida y fundamentada por la acción del Espíritu Santo que recibiremos en Pentecostés.

Que él nos ayude para seguir trabajando por transmitir esta fe a nuestros hermanos más alejados  a fin de que ellos también sientan el gozo y la alegría que nos da el Señor. Y que nuestra entrega generosa y confiada sirva para sembrar la paz y la justicia entre nosotros, sabiendo que el Señor está y estará junto a nuestro lado todos los días hasta el fin del mundo.