jueves, 27 de enero de 2022

DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO

30-01-22 (Ciclo C)

 

Las lecturas que acabamos de escuchar y que centran el sentido del día del Señor, nos ofrecen unos rasgos desde los que meditar sobre la llamada que Dios nos hace a cada uno de nosotros, nuestra vocación.

La fe que hemos recibido y que vamos madurando en el corazón, responde al encuentro personal con Dios, donde al igual que aquel buen profeta Jeremías, sentimos el gozo de sabernos elegidos y amados por el Señor.

“Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Llegar a esta conclusión en la vida, supone un largo camino de relación personal y amorosa con Dios. En medio de todas las dificultades, a pesar de los sacrificios y penurias, Dios me ha elegido y siempre ha estado a mi lado. No se ha desentendido ni me ha abandonado.

Toda nuestra vida ha sido bendecida por él, y bajo su atenta mirada discurren nuestros días.

Dios nos ha creado, nos ha elegido y nos ha destinado a una misión concreta “ser profetas entre los gentiles”; es decir, en medio de este mundo cada vez más alejado de Dios, hemos sido enviados a transmitir nuestra esperanza y ser testigos del amor del Señor.

Esa es nuestra vocación. Cada uno de nosotros, desde nuestra condición de vida y con nuestras capacidades, somos urgidos por Dios para seguir alentando y sosteniendo la esperanza del mundo. Transformarlo en su injusta realidad y mejorarlo para que todos los seres humanos podamos vivir plenamente la dignidad de los hijos de Dios.

Al igual que a Jeremías, muchas veces nos asaltará el miedo, la vergüenza, la incapacidad para saber cómo acercarnos a los más alejados. Pero escuchamos como él la voz del Señor que nos dice “no les tengas miedo... yo te convierto en plaza fuerte... porque yo estoy contigo para librarte”.

Sentir hoy que estas palabras se nos repiten a cada uno de nosotros con la misma ternura y confianza  con la que las escuchó el profeta, nos ayuda a revivir la alegría de nuestra fe y a la vez a renovar nuestras capacidades para desarrollarla en la entrega a los demás.

San Pablo nos muestra el camino del amor. Sendero por el que han de introducirse todas las relaciones humanas a fin de encontrarse con Dios. El amor incondicional, sencillo y solidario a esta humanidad nuestra, es la llave para abrir los corazones de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y así llegar hasta ellos. El amor maduro y sereno que no se deja llevar por los impulsos infantiles y egoístas, sino que busca la verdad, la justicia y el bien de todas las personas por igual. Un amor capaz de entregarse sin límites.

Es verdad que muchas veces nos ocurrirá lo mismo que a Jesús. En el evangelio que hemos escuchado, vemos el cambio de actitud de aquellos que al principio lo admiraban. De la aprobación inicial, pasan al rechazo por sentirse denunciados en su soberbia y egoísmo. Los mismos que aplauden lo que les conviene escuchar, se rebelan cuando se ven desenmascarados en su injusticia.

Son las dos caras de la fidelidad al evangelio que todos los creyentes en Jesucristo podemos y debemos vivir. La cara gozosa de sentirnos amados por Dios y animados por el calor y cercanía de su Espíritu Santo. Y la otra cara más difícil de asumir, por lo que supone de sacrificio y de cruz.

Los cristianos hoy, tenemos que seguir sintiéndonos profetas del evangelio, heraldos de la Buena Noticia de Jesucristo que sigue siendo necesaria, a pesar de la indiferencia del entorno, para la sanción de nuestro mundo.

Es difícil mantener siempre actitudes como la comprensión, el respeto, la tolerancia y la apertura del corazón a los demás, con la fidelidad al evangelio de Cristo. Se hace muy complicado pretender contentar a quienes nos rodean y que en ocasiones buscan nuestra aprobación, con la propuesta de la verdad y la integridad de la Palabra de Dios, como le sucedía al profeta Jeremías. Sin embargo es en esta tensión donde ha de desarrollarse nuestra vida y espiritualidad.

Encontrar la palabra oportuna para que la luz de la fe ilumine la vida de los hermanos, es tarea permanente en el evangelizador. Pero esa palabra debe transmitir con autenticidad el mensaje evangélico que hemos recibido y del cual no somos dueños. Para que exista una transmisión fraterna y generosa de la fe, es necesaria la vivencia interior y madura del cristiano.

Para ello necesitamos llevar una vida cercana a los mismos sentimientos de Cristo, los cuales sólo podemos conocer y asumir desde la oración y la contemplación de su vida. Si la vida espiritual siempre ha sido necesaria para vivir en fidelidad al evangelio, hoy más que nunca se convierte en una urgencia para los cristianos actuales a fin de evitar dos peligros, el puro voluntarismo y la falta de contraste.

El compromiso cristiano por la justicia y la verdad han de ser impregnados por la luz del evangelio, de lo contrario corremos el riesgo de ser justicieros con quienes no piensan o no son de los nuestros, y manipular la realidad para que se ajuste a nuestros deseos.

La oración serena y guiada por la lectura del evangelio de Jesús, nos ayudará a distanciarnos lo suficiente de la realidad inmediata para poder mirarla con libertad y sin intereses egoístas. Y compartir esa oración con los demás, escuchando y acercándonos a ellos con comprensión, favorecerá una verdadera relación fraterna y auténticamente solidaria. 

Esta es la llamada que Dios nos hace hoy. Somos profetas de nuestro tiempo, contamos con su permanente cercanía y aliento; nos ha dejado la fuerza de su amor para cambiar de raíz este mundo; y sabemos que al igual que Jesús, también pasaremos por dificultades y rechazos. Pero sobre todo confiamos en su promesa de permanecer a nuestro lado todos los días “hasta el fin del mundo”.

miércoles, 19 de enero de 2022

DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO     
23-01-22 (Ciclo C)

 

Durante esta semana, la oración que realiza la Iglesia pide insistentemente al Señor que su Espíritu aliente y nos guíe hacia la unidad de todos los creyentes en Jesucristo.       
     Es la semana de oración por la unidad de los cristianos. Un tiempo donde en vez de fijarnos en las cosas que nos separan y dividen, buscamos priorizar y destacar aquello que nos une y nos entronca al Árbol de la Vida que es Cristo. 

     Muchas veces cuando hablamos de unidad y de comunión, pensamos que de lo que se trata es que los otros, se acerquen y se unan a nosotros. Todas las confesiones nos creemos en posesión de la verdad absoluta, y de hecho llevamos viviendo muchos años cada uno por nuestro lado. Los anglicanos, protestantes, luteranos, católicos, ortodoxos, nos hemos acostumbrado a vivir y celebrar nuestra fe en Jesucristo por separado, y aunque siempre nos miramos de reojo unos a otros, unas veces para destacar lo diferente, y otras muchas con la añoranza de aquellos tiempos en los que todos éramos uno, la verdad es que nos cuesta avanzar hacia la unidad.   

     Nos hemos olvidado de la verdad profunda que transmite la carta de San Pablo a aquella comunidad de Corinto. También ellos empezaban a tener tensiones corriendo el riesgo de dividirse. Y todo porque en medio de la comunidad emergían buenos líderes que en ocasiones olvidaban su servicio a la comunión, y se enzarzaban en discusiones teóricas e incluso doctrinales que ponían en serio riesgo la unidad de la fe.  

    Pablo realiza una importante llamada a la unidad, desde la imagen del Cuerpo de Cristo del que todos formamos parte. En la Iglesia de Jesús todos tenemos una misión, todos podemos ofrecer nuestro servicio y todos somos por igual necesarios e importantes para que ese cuerpo esté sano y vigoroso.
    Por muy destacados que sean algunos de sus miembros y por muy escondidos u ocultos que parezcan estarlo otros, todos son igualmente precisos para su buen desarrollo y sano vigor.    
    La Iglesia de Jesucristo es ante todo Pueblo de Dios, así nos lo enseña el Concilio Vaticano II, y los que hemos recibido la llamada del Señor a seguirle como seglares, religiosos y sacerdotes, estamos al servicio de ese Cuerpo eclesial. 
    La historia de la humanidad nos enseña que en los momentos en los que unos han querido imponerse sobre los otros, cuando las relaciones se establecen desde el poder en vez desde el servicio, la unidad se rompe de forma dolorosa.   

    Y todo porque no nos hemos dado cuenta de la indispensable unidad que existe entre el ser de la Iglesia y su misión evangelizadora      .
    La carta de San Pablo aparece hoy unida al evangelio de San Lucas. Un evangelio que nos muestra la misión de Jesús, su razón de vivir y morir:     
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar la libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”.   
    Para esto existe la Iglesia. Para anunciar la Buena Noticia al mundo, destacando como destinatarios privilegiados del amor de Cristo a los pobres, los oprimidos, los enfermos, los necesitados de cualquier liberación.   
Y esta misión sólo puede desarrollarse de forma autorizada y eficaz, si la realizamos desde el servicio,  la comunión y el amor fraterno. No podemos ser discípulos del Maestro si estamos divididos. No podemos testimoniar fidelidad al Padre Dios si no nos reconocemos como hijos suyos y hermanos los unos de los otros.    

    Es verdad que cientos de años de historia separada e incluso cruelmente enfrentada, no se olvidan en un día. Pero todos los gestos que nos ayuden a caminar juntos, desde el mutuo respeto y comprensión, serán fruto del Espíritu Santo que anima y sostiene cualquier intento de unir a su Iglesia, y hay que dar gracias a Dios porque estos gestos son una realidad cada vez más elocuente en nuestros días.  
     Hoy todos nos reconocemos como hermanos, y frecuentemente nos encontramos para elevar al Señor una misma plegaria. Vamos aprendiendo a respetar las diferencias y buscamos con sencillez la verdad que nos une.
En este camino debemos esforzarnos confiando en la acción de Dios.
     El Credo que vamos a recitar una vez más y que contiene las proposiciones doctrinales esenciales que nos unen a todos los cristianos, es una manifestación de la verdad en la que creemos y que consideramos fundamental para nuestra salvación.
     Cuando en el Credo confesamos nuestra fe en la Iglesia, decimos que es santa, porque sabemos que es obra del Señor, aunque muchas veces la infidelidad de sus miembros empañe gravemente esta santidad. Confesamos que es Católica, lo cual quiere decir que es universal, abierta a todas las gentes, razas y pueblos de la tierra por igual, aunque también en ocasiones cerremos las puertas a los marginados, a los inmigrantes y a los pobres. Seguimos manifestando que es Apostólica, porque está cimentada sobre la roca de los Apóstoles los cuales fueron vínculo de comunión y dieron claro ejemplo de que la unidad está por encima de las discusiones y diferencias personales. Y para el final dejo lo que primero confesamos, que la Iglesia es Una. La Iglesia de Jesús no son ni dos ni cinco, es Una. Y esta verdad que cada domingo confesamos no se realizará plenamente hasta que todos los que nos llamamos cristianos la construyamos desde el amor y la caridad.       
Debemos dejar que resuene cada día en lo más hondo de nuestro corazón, la oración sacerdotal del Señor; “Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno”.        

    Pidamos al Señor en esta eucaristía que su Espíritu nos impulse en la búsqueda de lo que nos une desde el afecto fraterno y la mutua comprensión. Que acojamos, incluso las diferencias, como una llamada a renovarnos y a avanzar en la escucha de la sociedad y del mundo moderno. Y que en todo momento mantengamos actitudes de caridad y respeto que nos ayuden a significar en medio de nuestro mundo que todos somos seguidores de Jesucristo y testigos de su evangelio.    

    Que Santa María la Virgen, Madre de la Iglesia, inspire en nuestros corazones un sincero deseo de vivir como hermanos y así seamos en el mundo constructores de paz y de concordia.

viernes, 14 de enero de 2022

DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO

16-01-22 (Ciclo C)


       Con el tiempo litúrgico ordinario se nos ofrece un camino que recorrer junto a Jesús adulto. Ya hemos pasado los relatos de su infancia vividos en el tiempo navideño, de ese tiempo largo de silencio histórico que han ido conformando su vida y su personalidad, hasta el momento en el que situado a la fila de los que iban a recibir el bautismo de Juan, comienza su nueva vida pública y misionera.

       En aquella escena a orillas del Jordán, Jesús es proclamado “Hijo amado de Dios” y así Juan, que espera  y anhela la llegada del Mesías, lo reconoce y señala como tal.

       Jesús ha llegado a su edad madura y al momento de asumir la misión que en su corazón ha ido desgranando y comprendiendo. Toda su vida ha estado marcada por la cercanía a Dios, por los signos de intimidad con él. En ese período largo de su existencia centrado en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios en la sinagoga y en su comunicación íntima con Él, ha llegado a profundizar que Dios es su Padre, el que le ha engendrado y dado vida humana para desarrollar una labor única; ser el camino, la verdad y la vida del nuevo Pueblo de Dios en el que todos los hombres y mujeres, sus hermanos podamos acoger el gozo y el don de nuestro ser hijos de Dios y herederos de su Reino.

  El tiempo de asentar en su corazón toda esta vasta experiencia ha terminado. Ahora es tiempo de anunciar la Buena Noticia a las gentes comenzando por su entorno más cercano y preparando adecuadamente a quienes han de colaborar más estrechamente a su lado en la misión de evangelizar. Así Jesús va a ir llamando a diferentes hombres y mujeres para que junto a él descubran la alegría de su ser criaturas amadas de Dios; que mirando en lo profundo de sus vidas encuentren esa semilla de amor que Dios ha puesto en cada corazón humano y así todos nos descubramos hermanos y vivamos como tales. De entre ellos elegirá a sus discípulos para que colaboren junto a él en esta tarea evangelizadora.

       Así la escena del evangelio que acabamos de escuchar nos sitúa ante el primer momento importante de la vida pública de Jesús. Él junto a su madre y esos discípulos más cercanos comparte la amistad de una pareja que les ha invitado a su boda.

       El evangelista ha tenido mucho interés en situar en la misma escena a la madre de Jesús y a sus discípulos, y todo ello para que nosotros, los oyentes de este texto hoy,  contemplemos los gestos de cada persona y sus consecuencias.

       Una fiesta de aquellas características, en la que se termina el vino antes de lo previsto es un completo fracaso además de la vergüenza para los anfitriones. Y aparece el primer personaje, María. Ella se da cuenta de lo que sucede y comparte la preocupación de sus parientes.

       Con discreción acude a su hijo para que haga algo, quien le responde que no ha llegado su hora. Es como si Jesús quisiera hacer comprender a su madre, quien es partícipe de lo especial de su ser, que el plan trazado por Dios tiene unos pasos concretos y unos tiempos determinados.

       Para María lo importante es que hay unos necesitados y lo demás es secundario, es como si le apremiara a su hijo, para que llegara su hora, el momento de manifestarse personalmente ante todos. De hecho a los sirvientes les apremia para que hagan lo que él les diga, porque sabe que Jesús no es indiferente ante lo que sucede a su lado.

       El hecho del milagro es conocido por todos, pero los únicos que saben lo que realmente ha sucedido son María y los sirvientes. Los discípulos no se han enterado de nada aunque según el evangelista este hecho provocó que aumentara su fe en Jesús.

       Qué nos dice San Juan con todo ello. Pues que la Madre del Señor no fue un personaje ajeno a la historia de Jesús. Aquella mujer que tantas veces guardaba su experiencia de fe y de madre en el silencio de su corazón, también asumía la misión de colaborar en todo lo que estaba en su mano para que el plan de Dios germinara. La mujer que salía en ayuda de su prima Isabel cuando ésta la necesitaba, es la misma que acude en ayuda de sus hijos cuando solicitan su amparo.

       María siempre ha sido tenida por la comunidad cristiana como la gran intercesora de la humanidad. Y el gesto de Jesús en la cruz de entregarla como madre de todos en la persona de Juan el evangelista, nos es manifestado en este evangelio con toda su fuerza.

       Como decía, los discípulos de Jesús no se enteran de nada hasta el final de la fiesta. Sólo los sirvientes saben qué metieron en aquellas tinajas y lo que de ellas sirvieron en las copas. Y cómo Jesús había intervenido en ese hecho. Unas personas ajenas a la familia y situadas en el escalafón más humilde serán los primeros testigos del Señor. Otro hecho que viene a dar fuerza a que los destinatarios del evangelio de Cristo son de forma especial, los humildes, los pobres, los marginados, los últimos del mundo.

       Jesús comienza su vida adulta con discreción pero con claros horizontes y así nos lo muestra uno de sus discípulos y evangelista, San Juan. Quien nos señala que desde el comienzo su Madre María estuvo al lado de su hijo como seguidora creyente e intercesora, y que la Buena Noticia de Jesús encuentra sus destinatarios predilectos entre los últimos y desheredados de este mundo.

Este ha de ser el mensaje que nosotros hoy recojamos en nuestra celebración. Ser cristianos nos hace hermanos en el camino de la fe y de la vida, y contamos con la compañía y la intercesión de María nuestra Madre. Ella nos señala permanentemente la senda que conduce al encuentro de su hijo Jesús, y nos ayuda a detenernos para socorrer y ayudar a quienes están caídos en el camino.

       Que todos los días de nuestra vida sintamos el consuelo maternal de María y que sepamos vivir la solidaridad y la misericordia que brota de su corazón de madre a favor de todos sus hijos.

 

sábado, 8 de enero de 2022

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

 


FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

9-1-2022 (Ciclo C)

       La fiesta del Bautismo del Señor cierra este tiempo de gracia que es la navidad. El anuncio que los ángeles ofrecieron a los pastores “en la ciudad de Belén os ha nacido un Salvador”, es hoy ratificado por el mismo Dios, “Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. El Dios que tantas veces se manifestó ante su pueblo por medio de sus profetas y enviados, habla ahora por sí mismo ante el Hijo adulto que se dispone a asumir su vocación y misión en perfecta fidelidad al Padre.

       El bautismo de Jesús supone el comienzo de su vida pública y ministerial. Hasta ahora ha vivido en su pueblo, junto a su familia y seres queridos, completando su formación humana y espiritual; un tiempo discreto y silencioso que ha ido construyendo su ser y madurando su personalidad.

       De este espacio entre su infancia y madurez, no tenemos más que un pequeño relato, donde S. Lucas nos muestra a un Jesús adolescente en el Templo entre los doctores de la Ley. Aquel niño perdido y encontrado por sus padres regresa con ellos a Nazaret, y el evangelista terminará diciendo, que “iba creciendo en estatura y en gracia ante Dios”. Es decir, que la vida del Jesús adulto viene precedida por todo un tiempo largo de maduración personal, vivencia interior y riqueza espiritual. Y así, comienza su tarea con un gesto simbólico, su bautismo.

De la misma manera que todos aquellos hombres y mujeres animados por el mensaje de Juan quieren prepararse para acoger el don de Dios, Jesús se pone en la fila de los pecadores para cambiar el rumbo de nuestra historia. Y aunque no necesite del bautismo como remisión de los pecados, sí nos muestra que por este gesto, el mismo Dios se nos manifiesta como Padre y nos agrega a su pueblo santo.

Los bautizados somos incorporados a la familia de Dios, nos hacemos hijos suyos por medio de su Hijo Jesucristo, y asumimos la misión de anunciar el evangelio que vivimos, entregándonos en la construcción del reino de Dios en medio de nuestro mundo y ofreciendo nuestras vidas al Señor para ser portadores de su esperanza desde el servicio a los más pobres y necesitados.

Cada uno de los cristianos debemos este nombre a nuestra vinculación a Cristo, sacerdote, profeta y rey, y que nos une a la gran familia de la Iglesia. El pueblo santo de Dios existe mucho antes de nuestra incorporación personal al mismo, y al ser admitidos en su seno por el bautismo, como miembro de pleno derecho,  nos comprometemos a configurarnos junto a todos los hermanos, conforme a la persona de Jesucristo  nuestro Señor.

       El sacramento del bautismo, por unirnos a la comunidad cristiana, también compromete a ésta para el desarrollo y maduración de la fe de sus miembros. No en vano solemos celebrar el bautismo de los niños en el marco de la eucaristía dominical, momento donde la vida de la comunidad se manifiesta. Y al  celebrarlo de este modo se quiere expresar la acogida eclesial que se les hace y la alegría comunitaria ante la gozosa experiencia del nacimiento de una nueva vida, fruto del amor de sus padres y sacramento del amor creador de Dios.

       Hoy es la fiesta de nuestro bautismo, y al recordarla también podemos mirar cómo está siendo nuestra vivencia espiritual. Vamos a recuperar la fuerza de Dios en nuestra vida y así vivir animados por él para entregarnos a los demás. No nos vayamos apagando poco a poco cayendo en la rutina y perdiendo el sentido de nuestra fe.

       Muchos somos los bautizados y no tantos los que vivimos con plena conciencia este don gratuitamente recibido. De hecho en nuestros días nos ha de causar enorme tristeza contemplar cuantos hermanos nuestros han ido abandonando su vivencia religiosa desde la desafección eclesial, y cómo algunas incluso lo justifican diciendo que son creyentes pero no practicantes. La planta de la fe que no se nutre con el riego fecundo de la Palabra de Dios, alimentándose frecuentemente con el pan de la eucaristía, se va degenerando progresivamente y muere de forma irremediable.

       Es misión de nuestras comunidades eclesiales, favorecer el retorno a las mismas de aquellos que por cualquier causa se han distanciado de ella, desde un proceso de acogida y de recuperación de su experiencia espiritual.

       El bautismo de los niños siempre se celebra condicionado a la fe de sus padres o tutores, y con el acompañamiento permanente de la comunidad cristiana que lo alienta y sostiene. Un sacramento celebrado por el mero interés o costumbre social, no favorece a nadie además de poner en serio peligro su autenticidad.

La gracia de Dios se ofrece a todos, pero vivir bajo la acción del Espíritu sólo es posible si acogemos el don de Dios y lo vamos desarrollando con nuestra disponibilidad y entrega. Para ello está la comunidad eclesial, que como madre y maestra, acompaña y fortalece la fe de sus hijos para que sean discípulos de Cristo en el mundo.

       Al igual que el bautismo de un adulto ha de ir precedido de un tiempo de formación que le ayude a recibir la Palabra de Dios y acogerla en su corazón, los niños necesitan de un entorno familiar donde les sea posible conocer a Dios, aprender a dirigirse a él con la confianza de los hijos e ir sintiéndolo como el amigo cercano que nunca falla. De la transmisión de la fe de los mayores depende la apertura a la misma de los pequeños. Porque como bien sabemos, de la buena siembra, depende la abundante cosecha.

Ser cristianos no es algo vergonzante o a ocultar, no es como muchas veces se nos quiere hacer creer una experiencia privada y condenada a vivirla en el ocultamiento. Ser cristiano significa ser discípulo de Jesucristo nuestro Señor, a quien nos gloriamos de confesar como nuestro Dios y Salvador, y este don tan inmenso no puede ser silenciado por nada, porque “de lo que rebosa el corazón habla la boca”.

En la fiesta del Bautismo del Señor, reconocemos la gracia de este don de Dios, y nos hacemos conscientes de la necesidad urgente de comunicarlo a los demás con nuestro testimonio y con nuestro anuncio explícito. Se nos tiene que notar desde lejos que vivimos gozosos por nuestra fe, y que Jesucristo colma de dicha nuestra vida y esperanza.

       Pidamos en esta eucaristía que Dios nos ayude para que día tras día vivamos esta fe con ilusión, con gratitud y con generosa entrega a los demás, y en especial a nuestros niños y jóvenes. De ese modo estaremos impregnando la vida de nuestros pequeños del rocío copioso que los ayudará a crecer con vigor, no sólo en estatura y fortaleza física, sino sobre todo en la gracia de Dios.

jueves, 16 de diciembre de 2021

DOMINGO IV DE ADVIENTO

 


DOMINGO IV DE ADVIENTO

19-12-21 (Ciclo C)


       Llegamos al final de este tiempo de adviento, a través de la Palabra del Señor, de manos de su evangelista S. Lucas fijando nuestra mirada en la Santísima Virgen. El adviento es un tiempo con final en el cumplimiento de la promesa de Dios, y este tiempo se ha cumplido ya en el seno de María.  Este 4º domingo es el “ya sí, pero todavía no” de la Encarnación, porque de hecho el Hijo ya ha tomado carne en las entrañas de Sta. María, aunque todavía no haya visto la luz del mundo por él creado junto al Padre y el Espíritu Santo.

       Por eso a medida que han pasado los días del adviento mayor ha sido la ansiedad de nuestro ánimo, el deseo de ponerlo todo a punto, de que no nos falten detalles en el hogar bien dispuesto para tan ansiado invitado. Así lo hizo la misma protagonista de esta historia del amor divino. María, que como relata S. Lucas se puso en camino para ayudar a su prima Isabel ante el nacimiento de Juan, ciertamente allanó con su vida el camino al Señor. Nadie como María supo llenar los abismos que la humanidad había cavado, ni demoler los muros que contra Dios había levantado. María acogiendo la propuesta de Dios de ser la madre de su Hijo, abrió de par en par las puertas de la historia para que en ella entrara su Salvador y Redentor.

       María, es la mujer que entrega su corazón a Dios y se deja transformar por él. Su sencillez y humildad para escuchar y acoger la Palabra de Dios, la hace dichosa y bienaventurada, porque el poderoso ha hecho obras grandes en ella.

       María nos regala el don de la esperanza y nos ayuda a acoger la salvación que proviene sólo de Dios, quien a través de ella se hace uno con nosotros, para hacernos uno con él. El relato del evangelio nos sitúa a María en marcha, corriendo hacia quien la necesita.

La actitud de servicio y de entrega de María, resultan para todos ejemplares.

       Cómo no va a comprender Jesús lo que significa escuchar atentamente a Dios, entregarse con generosidad al servicio de los hombres y servir con prontitud a su llamada, cuando son los valores que en su propio hogar va a encontrar en sus padres. María y José, el gran discreto de esta historia salvífica, son los pilares sobre los cuales se va a asentar la formación de Jesús, y gran parte de su espiritualidad.

       María unió en su alma el anhelo de lo que estaba por venir y la certeza de que ya se había cumplido porque en su entrega absoluta a Dios, cuya vida acogía con respeto y amor esponsal, sabía que el Señor era fiel a su palabra y cumplía sus promesas.

       María en el adviento nos enseña a vivir la esperanza activa. Es decir, saber que nada está en nuestras manos porque todo depende de Dios, pero tomar a la vez conciencia de que Él ha querido ponerse en nuestras manos como si todo dependiera de nosotros. Ese ha sido el deseo del Señor. Dios, que no necesita de nada ni de nadie para llevar adelante su obra creadora, al encarnarse en nuestra historia ha querido someterse a sus propias leyes, aceptando y respetando nuestra limitada humanidad. Y la confianza de Dios en el ser humano ha sido tan grande que en María se ha visto generosamente correspondida. Por eso ella es Bendita entre las mujeres, por eso ella es la Llena de Gracia, porque jamás nadie tuvo parte tan importante en el ser de Dios como ella, y jamás nadie respondió con tanta entrega, dándose por completo a su proyecto salvador.

       El adviento encuentra su compendio y cumplimiento en la vida de María. Toda su existencia estuvo cuidada por el amor divino, pero fue un amor correspondido por ella de modo que al llegar la petición divina, estaba preparada para responder con fidelidad y confianza. María concibió antes al Hijo de Dios en su mente y corazón que en su seno virginal. Su respuesta positiva ya entrañaba su disposición para llevar adelante la propuesta de Dios, asumiendo con firmeza lo que pudiera comportarle a su vida.

El adviento de este año termina y con él nos disponemos a vivir la navidad con los nuestros. No podemos olvidar en este tiempo a quienes carecen de lo fundamental para vivir y compartir la alegría navideña. La campaña navideña de cáritas en todos sus años de existencia entre nosotros, no es un elemento más de este tiempo. Es la expresión externa de nuestra disposición interior. Es la muestra de que nuestro corazón se siente afectado por los demás, y que no hay alegría plena si parte de nuestra familia humana se siente desolada y desamparada.

En apenas una semana todo el mundo cantará la gloria de Dios que en el cielo resuena con gozo, y seguiremos pidiendo con los ángeles, paz en la tierra a todos los hombres amados por el Señor. Una paz que sólo es posible si desaparecen las desigualdades y las injusticias. Una paz que todos anhelamos y cuya consecución depende de las actitudes personales tanto como de las estructurales.

“La gloria de Dios es la vida del hombre”, decía S. Ireneo de Lyon. Y si con nuestra actitud personal sembramos de justicia y de paz este mundo, estaremos colaborando de forma activa y eficaz en la acción salvadora de Cristo.

La carta a los Hebreos nos invita a responder a ese amor de Dios derramado en nosotros;  “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Que Santa María nos ayude a mantener fielmente esta actitud de entrega confiada al Señor, sabiendo que en el cumplimiento de su voluntad encontraremos como ella, nuestro gozo más pleno, colaborando en el desarrollo de una humanidad más fraterna, y haciendo posible una verdadera navidad para todos.

viernes, 10 de diciembre de 2021

DOMINGO III DE ADVIENTO

 


DOMINGO III DE ADVIENTO

12-12-21 (Ciclo C)


       Llegamos a este tercer domingo de Adviento y la invitación que recibimos a la luz de la Palabra de Dios es al gozo y a la esperanza. Hasta la liturgia quiere empaparse de este sentimiento, suavizando la sobriedad del color morado e invitando al canto y a la alabanza.

       Y es que por si nos habíamos despistado en la vivencia del adviento, este es un tiempo de esperanza y la esperanza siempre contiene ilusión, expectación y gozo interior. Así volvemos a escuchar en el evangelio el momento vivido por Juan el Bautista y lo que significaba para aquellos judíos creyentes.

       Juan no se desanima en su misión. Ha comprendido que su vida  ha de ponerla al servicio de Dios y que es el momento de provocar en medio de su realidad un cambio radical, una llamada a la conversión.

       Está a punto de suceder el mayor acontecimiento vivido jamás por la humanidad. Dios se va a manifestar cercano, humano y solidario con su creación, y nada hace presagiar este hecho porque nuestras vidas no han experimentado ningún cambio merecedor de este regalo de Dios. Sin embargo, por su amor y misericordia, Él quiere compartir de forma plena la vida del ser humano y así sembrar en ella la semilla fecunda de su Reino de amor, de justicia y de paz.

       Muchos de los que escuchaban a Juan, sintieron la necesidad interior de prepararse para este momento y así nos lo presenta el evangelio que hemos escuchado: “¿entonces qué hacemos?”, le preguntan todos, escribas, fariseos, publicanos, soldados. Y para todos hay una respuesta personal y concreta: que cada uno realice su tarea sin injusticias ni opresiones. Y al igual que aquellos que escuchaban al Bautista sintieron la necesidad del cambio personal, e iniciaron un proceso de conversión, nosotros estamos llamados a vivir también esta llamada del Señor.

La conversión personal es siempre semilla fecunda de transformación social y comunitaria, ya que del cambio de cada uno de nosotros se nutre la convivencia de todos.

Uno de los males que más afectan a nuestra sociedad es la falta de conciencia responsable. A ninguno nos gusta mirar con detenimiento nuestro interior y descubrir un rostro desfigurado por el pecado. Preferimos maquillar la realidad para adaptarla a nuestro gusto y así seguir contemplándola de forma superficial e infantil.

Pero a la hora de ver las vidas de los demás cómo cambia el matiz de nuestra mirada. Entonces sí percibimos con mayor claridad sus fallos y miserias, rebuscamos intenciones ocultas y sacamos conclusiones enjuiciando sin pudor sus vidas e incluso condenando aquello que nos disgusta. La desigualdad entre la tolerancia con uno mismo y la severidad con el prójimo es suficiente muestra del desajuste moral que cada uno podemos vivir.

Porque ¿Cómo puedo erigirme en juez de mi hermano, si no soy capaz de afrontar mi propia verdad con humildad y sencillez delante de Dios?

Por eso antes de atreverme a juzgar la vida de nadie, debo presentarme ante el evangelio proclamado y, como los personajes citados en él, preguntarle con respeto, ¿qué debo hacer?

Y lo primero que toda persona auténtica ha de hacer es mirar la propia vida con verdad. Pero no con la verdad del mundo que está empañada por sus intereses y ambiciones, sino con la verdad de Dios.

Dios nos ha creado en el amor, para establecer una relación paterno-filial con cada uno de nosotros, y muchas veces le hemos dado la espalda, buscando nuestra independencia y alejándonos de Él. Hemos creído que librándonos de Dios, nuestra condición humana brillaría con luz propia, y sin embargo caemos en las tinieblas del egoísmo.

       La mirada sincera nos abre la puerta del encuentro con nosotros mismos y con los demás, nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y nos dispone para que acogiendo la misericordia que Dios nos ofrece con generosidad, demos un cambio a nuestra vida.

El efecto de esta conversión enseguida hace evidentes sus frutos; nos infunde una fuerza interior que sabemos parte de Dios y nos impulsa a seguir adelante en la vida. Sentimos cómo su amor nos reconstruye y armoniza para estar en paz con él y con los hermanos, y salimos confortados de una experiencia que ante todo expresa el encuentro gozoso con Dios nuestro Señor.

Este tiempo de adviento es una oportunidad extraordinaria de vivir el encuentro con Dios Padre misericordioso.

Un tiempo que nos ofrece la oportunidad de experimentar con ilusión un cambio real en nuestra vida, a fin preparar la llegada del Señor.  Cambiar los signos de violencia y de ruptura entre los hombres y los pueblos; superar los momentos de desesperanza y desánimo, porque Dios está con nosotros y nada ni nadie podrán apartarnos de su amor y misericordia.

       Así resuenan con esperanza las palabras del apóstol San Pablo, “hermanos, estad siempre alegres en el Señor”,... y en toda ocasión, en la oración, en la súplica o en la petición, confiad porque estáis en la presencia de Dios.

       Tengamos siempre presente que a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades el Señor no nos ha abandonado, y que por muy oscuro que veamos nuestro presente personal, familiar o social,  podemos decir con el salmo;  “Mi fuerza y mi poder es el Señor, el es mi salvación”.

Que esta frase repetida con serenidad en lo hondo de nuestros corazones, sea el ambiente interior que mueva nuestras vidas, y así dispongamos la venida del Señor con una esperanza renovada. Que así sea.

sábado, 27 de noviembre de 2021

I DOMINGO DE ADVIENTO

 


DOMINGO I DE ADVIENTO

28-11-21 (Ciclo C)

 

       “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Con esta frase de Jesús como fuerte llamada para la esperanza, comenzamos este tiempo de Adviento. Cuatro domingos que nos irán acercando y preparando para acoger a Dios en nuestra vida de forma renovada y gozosa.

       El adviento es ante todo expectación ante la proximidad de Alguien que desde hace mucho tiempo venimos esperando; la entrada de Dios en la historia humana. No es una mera repetición ritual; hoy comienza para nosotros la cuenta atrás y por delante tenemos un tiempo precioso para preparar adecuadamente nuestra vida, a fin de favorecer el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo.

       Adviento supone disposición y compromiso para abrirnos a Dios y dejar que ciertamente libere nuestro ser y transforme el mundo instaurando su reinado. Todo ello en esta realidad que presenta tantas amarguras e injusticias.

       Iniciamos el advenimiento de Dios con nosotros, cuando las divisiones y guerras entre los pueblos, la violencia y el terror en tantos lugares, la dura crisis económica y la miseria de millones de seres humanos, tiñen de desesperanza nuestra realidad más cercana haciendo increíble el que Dios pueda nacer en este entorno.

       Los dirigentes del mundo no entienden que el camino de la paz pasa por la libertad y la justicia de todos los pueblos. Cada uno busca su interés económico o material aún a costa de vidas humanas, utilizando los medios de propaganda conforme a su ambición.

       El evangelio de hoy nos muestra con un lenguaje lleno de simbolismo, la cantidad de catástrofes, miserias y violencias que la humanidad soporta. Algunas de ellas responden a fenómenos naturales, en ocasiones provocados por el abuso y la destrucción de la naturaleza, pero en la mayoría se debe a la crueldad del hombre que en vez de haber buscado la fraternidad se ha convertido en fratricida y en vez de vivir la solidaridad se ha cegado por el egoísmo y la ambición. Cómo no ansiar una liberación que nos devuelva nuestra dignidad y alegría.

       Por qué no va a ser posible que comenzando por el núcleo familiar, y prosiguiendo en el entorno social de cada uno, se provoque el nacimiento de una nueva humanidad.

       Pues bien, creemos que cabe la esperanza. Nosotros, los cristianos no podemos arruinar nuestro ánimo ni presentarnos ante el mundo derrotados en el desamor. Hemos de seguir esperando aún teniendo en contra situaciones desfavorables. Nos hemos fiado del Señor, y él mismo nos ha prometido su presencia hasta el fin de los tiempos.

       La fe que profesamos debe colorear el presente infundiendo a nuestro alrededor un ambiente nuevo, solidario y fraterno capaz de generar esperanza en los demás. Dejar que nuestras ilusiones se apaguen o que nuestro compromiso decaiga, es sucumbir ante la adversidad y renunciar a ser luz en medio de las sombras de este mundo.

       Necesitamos fortalecer nuestra vida de oración. Recurrir permanentemente al Señor para que nos muestre el camino a seguir y nos ayude a recorrerlo con la fuerza de su Espíritu. Pero rogar a Dios nos ha de llevar a poner de nuestra parte todo lo humanamente posible.

       Las víctimas de este mundo se encuentran muchas veces tan abatidas que les es imposible salir adelante solas. Hemos de estar a su lado, acompañarlas en todo momento y comprometernos activamente por la transformación de su situación desde la denuncia de la injusticia y la búsqueda de su dignidad. Son signos elocuentes de esta grandeza humana, gestos como la disposición de viviendas para familias desahuciadas, y campañas como la recogida de alimentos.

En el adviento dirigimos nuestra mirada hacia el Dios-con-nosotros que está por llegar. En su nacimiento se regenera la vida y la esperanza, posibilitando que emerja una nueva creación. La cual resultará imposible si no se produce en cada uno de nosotros una verdadera renovación personal y espiritual.

La liberación a la que somos llamados por el Señor en este primer domingo, pasa por nuestra conversión personal. Por preparar adecuadamente el camino que nos acerca a su amor sabiendo que todavía son muchas las barreras que nos separan del encuentro pleno con él y con los hermanos.

Y el Señor nos hace una clara promesa por medio de su palabra; si somos capaces de favorecer este encuentro con él, “veremos la salvación de Dios”.

       Al comenzar este adviento, podemos aceptar que el camino que tenemos por delante no es sencillo ni cómodo, pero con la fuerza de Dios y nuestra fidelidad a su amor desde el compromiso por los necesitados, es posible confiar en la victoria del Señor y de su Reino.

       Fue en medio del desasosiego donde resonó la Palabra de Dios haciéndose carne en María. Fue en medio de la noche y lejos de la comodidad donde nacía el Hijo de Dios. Fue en las afueras de Jerusalén y en una cruz ensangrentada donde brilló la luz de la vida definitiva, de Cristo resucitado.

       Este tiempo de adviento nos ha de ayudar a buscar caminos que nos conduzcan al Dios de la misericordia, que por amor se encarnó en nuestra historia y por su compasión la ha reconciliado para siempre.

       Dios está con nosotros, y en esta cercana familiaridad nos sigue enviando a preparar su venida. Que su amor nos fortalezca y su misericordia nos impulse a transformar nuestro mundo, comenzando por nuestras familias que han de ser escuela de humanidad y fermento de paz.