sábado, 17 de septiembre de 2011

HOMILIA DOMINICAL



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO
18-9-11 Ciclo A)

Muchas veces al escuchar este evangelio nos fijamos en el comportamiento final de aquellos jornaleros que reprochaban a Jesús su trato de igualdad. Y tras las palabras del Señor comprendemos su llamada a la gratuidad con la que hemos de desempeñar nuestra misión y no hacer las cosas sólo por interés.
Dios va llamando a cada uno, en un momento determinado de su vida para una misión conforme a sus talentos, y sólo a él corresponde decidir el salario justo que merecemos.

Al contemplar esa generosidad desbordante de nuestro Padre Dios, vamos a centrar nuestra mirada no en la actitud del hombre, que siempre está limitada por su egoísmo y deseo de privilegios, sino en el obrar del Señor, en su llamada. Dios, en este simbolismo del dueño de la viña, sale continuamente a buscar operarios. Desde la primera hora de la mañana hasta la última del día. Dios se acerca a nuestra vida, desde el inicio de su existencia hasta el último momento de la misma, y siempre con igual afán, convocarnos a su Reino, a su construcción y desarrollo, a ser sembradores de su misericordia y de su amor, para que demos frutos de vida y de esperanza en medio de esta humanidad tan amada por él.

Y la viña de Dios hay que comprenderla desde dos realidades. Su extensión territorial, el mundo entero, y su realidad comunitaria en la cual desarrolla su vocación, la Iglesia. Dios nos llama a trabajar por su Reino en el mundo, pero no de forma individual y solitaria, sino como grupo humano, el Pueblo escogido por él. La llamada de Dios no se produce al margen de la comunidad de los creyentes que es la Iglesia, y sólo en ella y a través de ella podemos discernir con fidelidad el camino que el Señor nos invita a recorrer.
En esta Iglesia de Jesús, a la que nosotros pertenecemos por nuestro bautismo, es en la que recibimos la llamada de Cristo para hacernos sus colaboradores en su proyecto de vida y de amor. En la medida en la que vamos tomando conciencia de nuestro ser cristianos y convencidos seguidores del Señor, también sentiremos su llamada para continuar su labor con entrega y fidelidad.

El Señor nos llama a todos a una vocación concreta, bien en la vida familiar, religiosa, misionera, sacerdotal o seglar, hombres y mujeres entregados a su proyecto salvador conforme a nuestras posibilidades y con la garantía de su presencia alentadora. Y a esta permanente llamada de Dios, que dura toda la vida, se le ha de dar una respuesta. Nuestro seguimiento de Cristo, en ocasiones nos traerá el duro trabajo de soportar todo el día, como a los jornaleros de la primera hora, y en otras ocasiones, será más liviano. En cualquier caso, sabemos que en el presente es más probable tener que vivir las inclemencias de una sociedad indiferente e incluso hostil a la fe, que encontrar fáciles caminos por los que echar a andar.

Todos convocados a la misma misión y por el mismo salario. Y es que no se puede esperar otra cosa del Señor más que una misma promesa y un mismo destino. Qué otro pago puede realizar un padre a sus hijos. Qué otra cosa puede ofrecer Dios más que un mismo Reino en el que tengamos cabida por igual y donde se rompan para siempre las divisiones existentes entre los hombres y que tienen como base el egoísmo y la ambición que diferencia a unos de otros y oprime a los más débiles.

Son curiosas las preguntas que Jesús pone en labios del Propietario de la viña dirigidas a quienes se quejan de que el salario sea para todos el mismo, ¿es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?¿o vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?
Preguntas que muchas veces las debemos sentir dirigidas a nosotros porque consciente o inconscientemente podemos caer en una valoración mercantilista de nuestras acciones para con los demás. Tanto hago, tanto merezco, y nos gusta que se nos destaque igual que no aceptamos que nos equiparen a otros considerados menos dignos.

Dios es totalmente libre y plenamente dueño de desarrollar su providencia. Puede que muchas veces no comprendamos sus planes, y que nos sorprenda su palabra misericordiosa con todos por igual. De hecho cuando en el evangelio nos llama, una y otra vez, a perdonar siempre al hermano arrepentido, nos parece un tanto excesivo, y enseguida buscamos explicaciones que rebajen tanta gratuidad.

Jesús, por medio de sus parábolas y enseñanzas, nos va mostrando el gran corazón de Dios. Un rostro lleno de ternura y compasión que se desvive por congregar a todos sus hijos en su Reino de amor, de justicia y de paz.
Esa generosidad inmensa nos desconcierta y muchas veces nos sonroja porque tenemos demasiados prejuicios e intereses que nos impiden asemejarnos a él. Sin embargo sigue llamándonos y confiando en nuestras posibilidades de cambio interior para acoger con mayor grandeza a los demás, de tal modo, que hagamos posible el crecimiento de la semilla de su Reino.

Que acojamos hoy esta llamada de Dios para servir con entrega en su viña. Es una llamada de amor que nos abre un camino de gozo y felicidad plenas, porque sólo en la respuesta generosa y favorable al plan de Dios puede el hombre sentirse realizado.
Que nuestra vocación vivida con fidelidad y alegría, sirvan de testimonio elocuente ante el mundo, de que el Señor sigue cuidando de su viña para que de frutos de auténtica justicia y misericordia en medio de este mundo tan necesitado de su amor.

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