sábado, 8 de septiembre de 2012

HOMILÍA DOMINGO XXIII T.O.

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO


9-09-12 (Ciclo B)

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios, que como cada domingo y en toda celebración litúrgica, concentra el sentido y horizonte hacia el que nos llama la atención el Señor.

Y si algo podemos destacar de esta Palabra es la gran misericordia y ternura que Dios tiene para con los más necesitados. “Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”. Así lo hemos escuchado en el salmo que sirve de puente entre el antiguo y nuevo testamento, y que es la oración del pueblo que confía desde siempre en el amor del Señor.

La situación de enfermedad o limitación física que se nos narra en la Sagrada Escritura, viene a expresar algo mucho más profundo que lo estrictamente médico. No se trata sólo de una dolencia que mina nuestra salud, se trata de la dimensión precaria de toda nuestra vida. Por eso para los judíos enfermedad y pecado, iban tan estrechamente unidos. Si Dios nos había creado a su imagen y semejanza, nuestra persona debía reflejar esa naturaleza divina que el Creador había puesto en su criatura. Sin embargo cuando se produce una ruptura en la armonía de la creación, el ser del hombre se desmorona y el cuerpo refleja la discordia del alma.

Jesús nos ayuda a comprender cómo, si bien es necesaria esa concordia existencial que nos unifique y nos posibilite una vida plenamente humana, a la vez es posible que las limitaciones físicas y las enfermedades no se produzcan por la propia responsabilidad sino por razón de nuestra condición humana.

Muchas veces hemos creído, especialmente en nuestra era moderna, que el ser humano había llegado a unas cotas de conocimiento y desarrollo tales que nos independizaran de Dios. Dios ya no parece necesario para explicar nada porque nosotros somos principio y fundamento de todo lo existente. Superamos enfermedades, prolongamos la vida, somos capaces de manipular su génesis e incluso “fabricarla” en laboratorios. Podemos decidirlo casi todo, hasta si una vida humana debe nacer o no, o si su existencia nos es útil o carece de importancia.

Sin embargo siguen existiendo personas cuya vida se ve tocada por la enfermedad o la limitación, y su explicación no encuentra respuesta en la técnica ni son sanadas por la medicina. Y sin embargo el enfermo sigue experimentando en su ser el anhelo de una dignidad a la que tiene derecho en razón de su humanidad, una comprensión que exige en su condición de persona y un respeto que se le debe en razón de la misma precariedad física que padece.

Jesús siempre supo estar tan cerca del sufrimiento humano que él mismo lo incorporaba a su experiencia de vida. De modo que el Reino de Dios se instauraba no porque fuera a desaparecer toda limitación física, sino porque en la acogida de su Palabra y en la asociación a su persona, las dolencias y enfermedades eran sanadas radicalmente, en la dignificación del enfermo expresado en la curación milagrosa.

Es decir: en tiempos de Jesús había muchos cojos y ciegos, mudos y sordos, leprosos y dolientes de cualquier clase. Algunos de ellos sintieron la sanación física tras el contacto con el Señor, pero sobre todo experimentaron la salvación de todo su ser en el encuentro personal con el Salvador. Y esta realidad existencial vivida por unos pocos extendió su poder espiritual para la salud de muchos.

De modo que la enfermedad puede limitar las potencialidades humanas y resultar a los ojos del mundo un signo de ineficacia carente de utilidad, pero en ningún caso limita la dignidad de personas e hijos de Dios y es para el creyente un lugar de especial encuentro con la misericordia divina que acoge, comprende y conforta el corazón.

Los creyentes en Jesucristo no podemos percibir la enfermedad del hombre como una barrera en el desarrollo de nuestra fe. Salvo las excepciones de aquellos que han llevado una vida llena de riesgos elegidos, la enfermedad no es algo adoptado conscientemente sino fruto de la materialidad de nuestro cuerpo.

La vivencia cristiana de la misma nos ha de llevar a buscar en ella la configuración con Jesucristo en sus padecimientos y ofrecerlos como él por la construcción de su Reino al cual todos estamos convocados.

Si los legítimos medios humanos nos ayudan a superar las enfermedades, bendito sea Dios que nos ha dado la razón y la capacidad para suscitar los instrumentos necesarios para un desarrollo más humano de nuestra vida. Los cuales han de ponerse al servicio de toda la humanidad sin distinción, evitando el lucro de unos a costa del dolor de otros o la discriminación egoísta entre pobres y ricos.

Sin embargo, siempre debemos aceptar que la circunstancia de la materialidad humana no es eterna, y que precisamente nuestra corporeidad limitada nos ha de llevar a percibir que moramos en nuestra carne para un destino ulterior al que Cristo nos ha incorporado por nuestra vocación bautismal.

La enfermedad personal no ha de ser comprendida nunca como consecuencia directa de nuestro pecado. Sería injusto juzgar moralmente a quien padece físicamente.

Pero la enfermedad sí nos puede ayudar a comprender que nuestra finitud no es fruto del deseo de Dios sino consecuencia de la opción humana que un día creyó, y muchas veces sigue creyendo, que la vida al margen de Dios es posible y deseable.

Jesús no juzga a los enfermos, los acoge y los ama sin medida. Se entrega a ellos dándose a sí mismo, de modo que por encima de la salud corporal vivan el encuentro gozoso con Aquel que les ha creado y cuyo destino salvífico ha preparado desde el origen del mundo.

Desde esa experiencia recibida del Señor, los sordos oyen la palabra que les devuelve la esperanza y les llena de alegría, y por eso al sentir libre sus labios, no pueden por menos que alabar a Dios y darle gracias por su inmenso amor.

Una vida sana es mucho más que gozar de salud física. Es vivir con la plena conciencia de que nuestra vida ha sido dignificada por Dios y que nuestro ser está en sus manos para llevarnos a participar de su misma gloria.

Que Santa María la Virgen, salud de los enfermos, les ayude a vivir con este espíritu cristiano la enfermedad, a quienes estáis cerca de ellos los sepáis acompañar con amor y ternura, y que a toda la comunidad cristiana la haga sensible y cercana a su necesidad.

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