sábado, 30 de noviembre de 2013

I DOMINGO DE ADVIENTO


DOMINGO I DE ADVIENTO
1-12-13 (Ciclo A)

 
     Comenzamos hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa advenimiento, venida, es decir aquello que está a punto de llegar y que hace que quien lo espera, se sienta ansioso e inquieto por su tardanza, preparándose adecuadamente para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar lo que no espera.

Y lo que nosotros vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.

Porque esta es la grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el crecimiento del Pueblo de Dios.

     El adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.

     El adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad entre las personas.

     Otros, sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.

     Los cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse nada.

     Tenemos que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.

     Adviento no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.

     Dios puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de Jesucristo.

     Dios viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin darnos cuenta a su encuentro.

     Es preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos, porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también hacen su mella en la experiencia de la fe.

     Podemos repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación navideña.

Podemos caer sin darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.

     Hay que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada acontecimiento de nuestra vida.

     Este es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para los hombres amados por él.

     Nuestro mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida que van emergiendo con la entrega generosa de todos.

     Que este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la casa del Señor”.

 

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