jueves, 20 de julio de 2017

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO




DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

23-07-17 (Ciclo A)

      

El domingo pasado escuchábamos en el evangelio de S. Mateo la parábola del Sembrador. En ella se nos mostraba el trabajo de quien siembra y la necesidad de que lo sembrado caiga en buena tierra para que de fruto. Todo ello con la confianza de que el dueño de la mies la hará germinar en la tierra buena que hay a nuestro lado.



Pero el evangelista continúa el relato con este pasaje de hoy, donde se nos muestra que a pesar de la bondad y fertilidad del terreno en el que cae la semilla, y en contra de todo lo previsto, crece también la cizaña.



Cómo es posible que en medio de la buena tierra y habiendo sembrado la semilla adecuada crezca también la cizaña.

La simbología de la siembra nos ayuda a comprender lo que tantas veces sucede en la vida cotidiana y real. En medio de la familia y de la sociedad, por muy buena que sea la tierra y lo sembrado, muchas veces vemos con tristeza crecer el mal.



Hay padres que sufren con impotencia ante el mal de sus hijos. A pesar de sus desvelos y de la excelente educación que les dieron, ellos tomaron otro rumbo y han abandonado hogar, amigos y valores, para adentrarse en el mundo de la droga, la delincuencia o la violencia.



También sienten el reproche disimulado de quienes les preguntan “¿no sembraste buena semilla?” (Como al Sembrador del evangelio). Viviendo con dolor la incomprensión de los demás.



Aunque todos somos responsables para sembrar el bien, la justicia y la concordia en el mundo, no podemos cargar con las consecuencias  del mal hacer de otros. La libertad de la que todos gozamos conlleva la grave responsabilidad de ejercerla para el bien personal y común, y quienes optan por caminos de perdición son los que han de dar cuentas de ello y no sus progenitores, educadores o la misma comunidad.



También podemos caer en la tentación de querer eliminar la cizaña a golpe de fuerza. Arrancarla de raíz y echarla fuera. Y el Sembrador nos dice que no, que hay que esperar hasta que todo haya madurado, entonces se verá con claridad cada cosa y el mal caerá por su propio peso.

      

Qué bien lo narra el libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura. “No hay más Dios que tu, que cuidas de todo, para demostrar que no juzgas injustamente”.



Ante los problemas que vive el mundo en general y nuestro entorno más cercano en particular, muchas veces nos constituimos en jueces de los demás. Y antes de comprender la realidad de los acontecimientos en su complejidad ya hemos dictado nuestra dura sentencia.

Sin embargo Dios, “poderoso Soberano, juzga con moderación y nos gobierna con gran indulgencia”.

La parábola del sembrador junto con el evangelio que hoy escuchamos, no sólo es una llamada a ser tierra buena y apartar de nosotros aquellos matojos y estorbos que impiden crecer con vigor el buen grano. Es también una llamada a sembrar siempre paz y concordia, bondad y esperanza, consuelo y misericordia entre todos para que no dejemos nunca que crezca la mala hierba de la envidia, el rencor, la violencia o la división entre quienes estamos  llamados a compartir un mismo presente y preparar un futuro mejor.

Con todo sabemos, que pese a nuestros esfuerzos y desvelos, el mal es una realidad que quiere imponerse y que su aceptación es imposible. Que un campo tenga cizaña es una cosa, pero que esta crezca en el hogar, en la familia y en la sociedad, con el silencio resignado y la apatía infecunda,  es otra muy distinta. La actitud frente al mal, es combatirlo con el bien.

Y una manera eficaz, es tener la capacidad suficiente para sembrar las reglas de una convivencia adecuada desde el respeto, y saber ofrecer oportunidades para la conversión sincera, lo que constituye un reto para todos y a la vez una tarea a desarrollar con esperanza.



Como nos dice el libro de la Sabiduría, “el justo debe ser humano”. Y Dios nos ha dado “la dulce esperanza de que, en el pecado, da lugar al arrepentimiento”.

La justicia sin corazón y sin misericordia se convierte a la larga en revancha. Y si no ofrecemos al pecador o malhechor una oportunidad para la conversión jamás podremos hablar de un Reino de Dios entre nosotros tal y como lo entendió Cristo.

      

Con todo no olvidemos que el evangelio termina con una clara advertencia. Al final la cizaña será cortada y echada al fuego. Cada uno dará cuenta de sí ante Dios, y el hecho de que su amor ofrezca siempre una nueva oportunidad para la conversión y el perdón, no mitiga la clara y rotunda advertencia a quien persiste en el mal, que de seguir así y no convertirse, acabará de la misma manera.



La misericordia de Dios dura por siempre, pero no se impone al obstinado que decida arrojar su vida por el abismo alejándose de él por el camino del odio y la muerte.

       Esta es nuestra esperanza y nuestra responsabilidad, confiar siempre en la bondad y misericordia del Señor, y poner todo de nuestra parte para que su Reino crezca entre nosotros. Que su Espíritu nos ayude para seguir sembrando su evangelio en medio de este mundo, sumido en la injusticia, el odio y las guerras.

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