sábado, 14 de julio de 2018

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

15-07-18 (Ciclo B)



         “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Así comienza esta carta que el apóstol Pablo escribe a los cristianos de la comunidad de Éfeso, con un himno de alabanza por el don de la fe que ha recibido.

         Es la conclusión de una experiencia vital que se ha ido forjando en el tiempo, a través de las dificultades, las oscuridades y la confianza en el Señor que le escogió para ser su apóstol y misionero.

         Ésta es de alguna forma la historia de todo discípulo de Jesucristo, que habiendo recibido la llamada a su seguimiento para estar con él, y respondiendo positivamente a ella, asume también con disponibilidad y confianza la misión de transmitir esa fe a los demás.

         San Marcos nos cuenta cómo Jesús va enviando a sus discípulos a una tarea que no precisa de demasiados medios materiales, sólo de lo indispensable, porque acoger el evangelio y mostrarlo con sencillez a los demás no exige de grandes cosas añadidas. De hecho el exceso de bienes suele dificultar la misión evangelizadora de los cristianos y de la Iglesia.

         Cuando Jesús nos envía a la tarea apostólica, a los hombres y mujeres con quienes compartimos la vida y la historia, no es con otra finalidad que la de entregarles, generosamente, la palabra salvadora del Evangelio. No podemos buscar otros fines ni albergar otras intenciones. El apóstol de Cristo no busca beneficios materiales, ni honores o grandezas personales. Sólo entregar con su testimonio sencillo, coherente y gozoso el tesoro de su fe, que como nos cuenta San Pablo, no tiene otra meta que la de descubrir que Dios “nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos”. Y como hijos suyos, herederos de su reino y de su vida en plenitud.

         Si descubriéramos la dimensión auténtica de esta gracia, nuestras vidas cambiarían de forma radical. Vivir la consciencia de nuestro ser hijos de Dios, nos sitúa ante el mundo y sus problemas, sociales y personales, de una forma bien distinta.

         Ser hijos de Dios nos convierte en destinatarios de su misma vida, y por lo tanto portadores permanentes de una esperanza que supera las adversidades del presente de forma fecunda y positiva. Los hijos de Dios debemos albergar en nuestras entrañas los mismos sentimientos de Cristo, disponibilidad en el cumplimiento de la voluntad de Dios, solidaridad con los pobres, compasión por los que sufren, fidelidad a la verdad que muestra la vida como es con sus luces y sombras, y no se conforma con contemplarla de pasivamente, sino que busca transformarla según el plan de Dios, para dignificarla y renovarla desde el amor y la misericordia.

Esta experiencia es la que hemos de ofrecer a los demás como enviados por el Señor. Al igual que en el relato de San Marcos vemos cómo Jesús envió a sus discípulos otorgándoles su confianza y fortaleza, así también hoy nos envía a nosotros para transmitir nuestra fe desde la autoridad de nuestra vocación cristiana y la lealtad en la comunión eclesial.

Y para ofrecer algo a los demás, primero hemos de vivirlo nosotros de forma consciente y responsable. La fe no es un sentimiento que se expresa el domingo, o cuando nos acercamos a la Iglesia. La fe ha de penetrar toda la vida del creyente, nuestras relaciones familiares, personales, laborales y sociales. Ha de ser el ambiente en el que nos movemos y existimos, la luz que ilumina nuestras opciones y el crisol que purifica las decisiones.

Por la fe que confesamos en Jesucristo, sentimos que es el Señor quien acompaña nuestros pasos y nos anima en cada momento, sintiéndole como el amigo y el Maestro que nos ha precedido con su entrega y que nos muestra el sendero por el que seguirle cada día.

Y esta experiencia vivida con autenticidad, también nos señala nuestra responsabilidad misionera y evangelizadora.

No podemos guardárnosla para nosotros en el silencio del corazón. Los discípulos de Jesús somos enviados como comunidad creyente a anunciar a los demás nuestra fe, compartirla con ellos y mostrar con gozo que merece la pena vivir así.

Sin creernos mejores que nadie, pero sin disimular los valores  cristianos que orientan y fundamental nuestra existencia. Porque la fe confesada debe transparentar la bondad y la misericordia del Señor, y difícilmente podremos ser testigos de Cristo si por nuestra forma de vivir oscurecemos la luz de su amor.

La fe que hemos heredado de nuestros mayores, y que ha sido nutrida y madurada por una formación cristiana adecuada, hay que actualizarla en nuestra vida cotidiana. Si un día la abrazamos por la confianza que quienes nos la transmitieron nos merecía, sólo podemos mantenerla viva si hemos sido nosotros tocados por el corazón de Cristo, quien se nos ha revelado y nos sigue enviando a los hermanos de nuestro tiempo.

El tiempo de verano nos ofrece la posibilidad de estrechar las relaciones familiares y de amistad, y en ellas ha de tener un papel central la propia experiencia de Dios, para compartirla y vivirla en la comunión fraterna con aquellos que más queremos, y con los que a veces tanto nos cuesta hablar de estos sentimientos profundos. “Nadie es profeta en su tierra” escuchábamos el pesar de Jesús el domingo pasado. Sin embargo, precisamente por el amor que tenemos a los nuestros, mayor ha de ser el esfuerzo para procurar que la semilla de la fe emerja con fuerza en sus vidas y así las llene de gozo y de esperanza.

Pidamos en esta eucaristía al Señor, que nos ayude a saber discernir en cada momento la palabra oportuna y el gesto adecuado, y así podamos sembrar su Reino entre los nuestros, por medio de una vida confiada en su providencia y servicial con los hermanos.

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