viernes, 8 de marzo de 2019

DOMINGO I DE CUARESMA



DOMINGO I DE CUARESMA

10-03-19  (Ciclo C)



       Con el rito de la imposición de la ceniza, comenzábamos el pasado miércoles este tiempo de gracia que es la cuaresma. En él vamos a prepararnos personal y comunitariamente para que convirtiendo nuestra vida al Señor, podamos vivir la experiencia central de nuestra fe, la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, fundamento de nuestra vida cristiana.

Ante nosotros tenemos cuarenta días en los que la Palabra de Dios busca empapar nuestros corazones, para que situados frente a nuestro propio ser nos veamos con sencillez y con verdad, descubriendo aquello que nos va alejando del amor de Dios y de la auténtica fraternidad con los demás.

Dios nos ayuda a contemplar la realidad de nuestra vida y sobre todo nos anima a asumirla con responsabilidad y gratitud. El Espíritu del Señor es el que nos introduce en nuestro desierto interior para descubrirnos tal y como somos con nuestras luces y sombras, fracasos y logros, situaciones de gracia y de pecado. En este desierto del alma, Dios sale a nuestro encuentro para llenarnos con su amor y misericordia, y así ayudarnos a entender la vida que cada uno tiene por delante como un proyecto que está por realizarse y que lo podemos desarrollar siguiendo el camino de su Hijo Jesús, nuestro Señor y Salvador.



       En este itinerario cuaresmal no estamos solos. Jesús nos abre el camino y se sitúa a nuestro lado para hablarnos al corazón y llenarlo con la fuerza de su Espíritu. Y qué mejor maestro que aquel que pasó por similares penalidades en su vida.



Como nos narra la Sagrada Escritura, Jesús tiene ante sí su futuro. Sabe que su existencia está marcada por esa relación cercana, personal e íntima con su Padre Dios. El siente que su persona entera está en las manos de Dios y nadie más que él puede ser dueño de la misma. Ni el poder, ni la gloria o el dinero, son lo suficientemente grandes como para traicionar a Dios. “Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto”. Con esta frase termina su lucha interior con el Tentador, y marca de forma definitiva el rumbo de su vida.

       Sólo Dios es el Señor, sólo a Él se le debe adoración, y sólo en Él está la vida en plenitud, aquella por la que merece la pena entregarse. Los señores de este mundo, los poderosos y satisfechos, sólo se sirven a sí mismos y se valen de los demás para detentar su gloria. Muchos son los que desean ocupar esos puestos, tal vez todos en el fondo de nuestro corazón vivamos más de una vez esa poderosa tentación. Pero no hay más que ver la realidad circundante para darnos cuenta de que es muy difícil unir justicia y verdad, con  el ansia de poder y riqueza; generalmente estas ambiciones son causa directa de la injusticia y de la violencia que sufren los débiles a manos de los fuertes, y están en la base de todas las desigualdades y opresiones.



       La cuaresma nos ha de ayudar a depurar nuestras intenciones profundas, descubrir la verdad de nuestra vida y orar con confianza a Dios para que sea Él quien nos oriente y acompañe en el camino hacia su Reino. No en vano las tres actitudes que tradicionalmente nos propone la Iglesia, ayuno, caridad y oración, son un medio muy adecuado y eficaz para este fin. La austeridad y el ayuno nos ayudará a comprender mejor las necesidades de los demás, a sentirnos cercanos a ellos y a liberarnos de tantas ataduras que nos van esclavizando y apropiándose de nuestros sentidos. El amor auténtico se concreta en obras de caridad para con los pobres y necesitados. No somos austeros para ahorrar sino para compartir con aquellos que pasan necesidad, reconociendo que los bienes que poseemos no son propiedad nuestra de forma exclusiva e individualista, sino que han de servir al bien de todos porque Dios ha puesto en nuestras manos su creación para que desarrollándola de forma justa y respetuosa, a todos nos aproveche por igual. Es el egoísmo instaurado en el corazón por el maligno, lo que tantas veces  infunde en nosotros deseos de acaparar, cayendo en la idolatría que nos somete y esclaviza.

Estas dos actitudes primeras, que el mismo Jesús va imponiendo frente al tentador que pretende desviarle de su camino, encuentran su fuerza y fundamento en la tercera, la oración. Toda la vida del Señor discurre bajo la acción del Espíritu de Dios. En Él descansa nuestra existencia, y sólo a Él pertenece nuestro ser. El mismo Espíritu que empujó a Jesús al desierto y que lo fortaleció constantemente en la búsqueda de la voluntad del Padre, es el que ahora nos ayuda a iniciar este recorrido cuaresmal.

Y lo debemos emprender desde nuestras realidades concretas, en el seno familiar, en el mundo laboral o de estudio, en nuestras relaciones afectivas y sociales; todo nuestro ser ha de ponerse en situación de vuelta hacia Dios. Porque de esta experiencia gozosa de encuentro personal con el Señor, sentiremos renovada nuestra fe para poder ser en medio del mundo testigos de la esperanza cristiana.

       Es verdad que cada vez resulta más complicado hablar de Dios en el ambiente actual. Muchas veces parecemos cristianos anónimos, o lo que es peor, vergonzantes. Podemos llegar a ocultar nuestra fe hasta en los ambientes de mayor confianza, como son el mismo núcleo familiar. Y sin embargo no cabe duda de que el testimonio personal y la constancia, junto con la conciencia dichosa de pertenecer a una comunidad eclesial en la que hemos nacido y crecido a la fe en Jesucristo, son el mejor ejemplo que podemos ofrecer para evangelizar.



 Cuantas veces debemos recordar esa frase del evangelio; “lo que rebosa en el corazón, lo habla la boca”. Esta es la muestra de una vida cristiana vivida con alegría y esperanza. Tal vez seamos menos los que nos confesamos creyentes hoy, pero no cabe duda de que en esa confesión valiente y sincera de muchos hermanos nuestros, se va robusteciendo la fe de los más débiles, consolidando la de quienes atraviesan por penumbras, y dando testimonio auténtico de Jesucristo.



       Estamos comenzando un tiempo privilegiado para volver la mirada hacia el Señor y descubrir lo que nos pide a cada uno en este momento. Todos necesitamos convertirnos: renunciar al odio, al egoísmo o la injusticia; no sólo evitar causar cualquier daño al prójimo, sino procurar siempre hacerle el bien.



La oportunidad de acercarnos a vivir sacramentalmente esta experiencia del perdón, es una puerta santa que se nos abre de forma preeminente en este tiempo. Para ello la Iglesia nos muestra el camino adecuado para celebrar la conversión; contemplar desde la verdad nuestra vida, reconocernos necesitados de la misericordia del Señor, y sentir con dolor el mal que hemos podido causar con mayor o menor responsabilidad. Acercarnos al sacerdote, ministro de la Iglesia, y a quien Jesucristo ha encomendado escuchar y acoger al pecador para transmitirle sacramentalmente su misericordia, es indispensable para poder celebrar con autenticidad este sacramento. En ese diálogo auténtico y sencillo, recibimos el consuelo del Señor, quien a través de su Iglesia nos estimula y la fortalece para cambiar de actitudes e iniciar una vida bajo la acción de su gracia.



Que el Señor nos ayude para que este camino cuaresmal nos acerque más a él. De este modo podremos llegar a la experiencia pascual con el corazón renovado y vivir con gozo y gratitud la alegría de su resurrección, en la cual se fundamenta nuestra fe y nuestra esperanza.

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