sábado, 11 de mayo de 2019

DOMINGO IV DE PASCUA



DOMINGO IV DE PASCUA

12-05-19 (Ciclo C) Jornada de oración por las vocaciones



       “Yo soy el Buen Pastor, dice el Señor, conozco a mis ovejas y ellas me conocen”. Con esta antífona previa a la proclamación del evangelio, acogemos el don de Dios que nos ha hecho hijos suyos, y sentimos la alegría de sabernos acompañados en todo momento por la presencia de Cristo resucitado, el Buen Pastor.



Y en este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la resurrección del Señor, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora, y un regalo también para las comunidades cristianas a las que son enviados.



En el tiempo pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos discípulos ante la resurrección del Señor. Unida a ella está el nacimiento de la Iglesia como continuadora de la obra de Jesús.



En la resurrección de Cristo, y tras la recepción del Espíritu Santo, los creyentes adquieren su madurez espiritual y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza y trabajando unidos para la transformación de este mundo. Así van surgiendo las primeras vocaciones entre los creyentes. Ese grupo que escucha a los Apóstoles narrar sus vivencias, se siente alentado a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos han de ser convocados a participar de la misma comunidad creyente, vivir una misma esperanza y construir el Reino de Dios. Pero para esto hacen falta más brazos.



Dios nos llama a cada uno de forma personal, para lo cual se ayuda de mediaciones. Todos los creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente.

Ninguno de nosotros podría mantener su fe si no contara a su lado con otros hermanos que nos sostengan en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden a compartir la misma esperanza.



Pues hoy la Iglesia se hace especial eco de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen falta una clase muy peculiar de obreros en la mies del Señor. Si todos los brazos y vocaciones son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en nuestros días hay unas vocaciones que necesitan ser suscitadas con extraordinaria urgencia; la vocación a la vida religiosa y la sacerdotal.



La vocación religiosa es un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, donde crece el individualismo y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se puede contemplar también espacios humanos donde la comunidad, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.

En medio de la sequedad del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las vidas de aquellos a los que sirven con amor porque viven en el Amor de Jesucristo camino, verdad y vida.

No tenemos más que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. Y entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio, tanto a los cristianos que atienden como a los más desterrados, pobres, enfermos, ancianos, niños abandonados, marginados... Son una muestra de la mano abierta y generosa de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.



Y junto a las vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Vocación esencial para la Iglesia, sin la cual ésta sería imposible. Si es verdad que en una época era un estado de vida reconocido socialmente y que muchas familias se alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada, generalmente rechazada e incluso vilipendiada.

Ser sacerdote hoy no conlleva ningún reconocimiento ni privilegio, y eso es bueno. El sacerdote ha de serlo para sostener y alentar la vida de los creyentes en medio de su comunidad, y en ese servicio debe encontrar su propia realización personal al vivir con gratitud el don recibido por Dios.



Nuestras comunidades necesitan de sacerdotes; quién si no las va a acompañar en su camino de vida y de fe, las va a confortar y sostener por medio de los sacramentos y las va a mantener unidas conforme a la voluntad del Señor. Los sacerdotes tenemos que ser reflejo del Buen Pastor, entregados al bien de la comunidad que se nos ha confiado, para que en el encuentro con Jesucristo, mediante nuestro anuncio y testimonio, construyamos la gran familia eclesial.



En un tiempo de conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la división, necesitamos de personas que nos ayuden a encontrar lo fundamental de la fe y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.



       El ministerio sacerdotal prolonga la vida del mismo Jesucristo en medio de la comunidad cristiana y de nuestro mundo. Su misión consiste en ser garantes de la autenticidad evangélica de y de la unidad comunitaria, sin la cual es imposible que la familia eclesial subsista y sea creíble.

Hoy pedimos al Señor por las vocaciones, para que los jóvenes se abran de corazón a su llamada, y encuentren en el seguimiento de Jesucristo la razón y el gozo de su existencia.

Que nuestra madre la Virgen María, acompañe y sostenga con su amor maternal la vida de los que se entregan al servicio apostólico.

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