viernes, 31 de octubre de 2025

CONMEMORACIÓN FIELES DIFUNTOS

 


CONMEMORACION DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

 

         “Hermanos, mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues los somos”. Con esta frase que suena a promesa realizada, nos introduce el evangelista S. Juan en lo más profundo del corazón de Dios, en su amor incondicional e infinito.

         Hoy es un día para revivir nuestros recuerdos y recuperar de ellos todo lo bueno, lo entrañable, lo mejor de aquellos seres a los que recordamos con ternura, afecto y también con dolor. Y es que cuando uno ama, no puede prescindir del desgarro que supone la separación de los seres amados.

Ayer celebrábamos a todos los santos proclamados por la Iglesia como Bienaventurados y que son aquellos que ya sabemos que han llegado al Reino de Dios y cuyo ejemplo es estímulo para nuestras vidas y modelo de auténtica humanidad.

Los difuntos que hoy recordamos y que nos tocan más de cerca porque cada uno traemos a nuestros seres más allegados en el afecto, son también muchos de ellos santos anónimos y discretos que han dejado una huella de amor en nuestras vidas y que esperamos gocen ya de la gloria del Señor.

         No podemos separar nuestra celebración de hoy de la fiesta de ayer. Celebrar a todos los santos y conmemorar a todos los difuntos, no es más que la prolongación de una misma fiesta que esperamos concluya con el reinado definitivo de nuestro Dios.

         Sin embargo hoy sí que es bueno centrar nuestra atención en la realidad humana de la muerte; una realidad que se impone de forma inevitable en todos y que evidentemente nos afecta. No sabemos casi nada de nuestro futuro inmediato, ni tan siquiera nos atrevemos a aventurar lo más mínimo nuestra suerte en la vida.        Pero sí tenemos la certeza de que tarde o temprano llegará nuestro final, y pocas veces nos preparamos para ello, las más lo evitamos e incluso rehusamos hablar de este tema.

         Si la muerte fuera el plácido desenlace de una vida larga y entregada, no nos impactaría tanto. Pero la muerte llega muchas veces de forma imprevista y cuando menos se espera. Por eso más que la muerte nos asusta la forma y el momento.

         Es natural que una vida limitada y frágil como la nuestra tenga su fin. Pero es contrario a la creación y voluntad de Dios que esa muerte sea provocada por el mal, el egoísmo o la violencia. Podemos comprender que el presente nos sirva como preparación para el vivir definitivo pero no podemos entender que se trunque de forma voluntaria por el odio y la ambición, o como medio para cualquier objetivo.

         Todos sufrimos por igual la separación de los nuestros. Todos vivimos el desgarro que supone una muerte motivada por una enfermedad o accidente. Cómo no solidarizarnos en el dolor con aquellos que han de sufrir la muerte violenta de los suyos.

         Hoy somos solidarios en el dolor y en el recuerdo. La muerte nos iguala a todos y no sabe de clases, ideas o bondad. Pobres y ricos, buenos y malos, todos tienen alguien que los recuerde y ame y si alguno fuera olvidado de los suyos, jamás dejaría de permanecer en la memoria de Dios.

Pocas cosas nos distinguen a los creyentes de los no creyentes a la hora de compartir la muerte. Pero hay una que sí es propia del cristiano, su fe en la resurrección. Cristo ha resucitado, y en esa esperanza vivimos y morimos todos nosotros.

         Los cristianos hemos intentado humanizar todo lo que nos afecta, también la muerte; y hemos sabido descubrir en medio de ella la mano amorosa de Dios. Jesús es el Señor de la vida que se acerca al sufrimiento. Jesús es el hombre que acude para devolver a la vida a la hija de Jairo, es el que coge de la mano al joven muerto y se lo devuelve a su madre, la viuda de Naím. Es el que llena de esperanza a Marta y María  ante la tumba de su hermano Lázaro. Pero sobre todo es el que entrega en las manos amorosas del Padre su propio espíritu antes de morir. Podemos acoger su vida y su muerte como testimonio de amor y esperanza para las nuestras, o quedarnos como aquellos judíos burlándonos en su dolor diciendo “a otros salvó, que se salve a sí mismo”.

Dios quiere que todos los hombres se salven, y así nos lo muestra Jesús en su evangelio de vida, “esta es la voluntad de mi Padre, que no pierda nada de lo que me dio y lo resucite en el último día”. La vida de Dios es gratuita, universal y eterna, y a esta vida estamos todos invitados.

         La vida es un don que hemos de cuidar desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte sabiendo poner en medio de ella el amor incondicional y pleno del Señor.

         Hoy recordamos a nuestros seres queridos que ya están contemplando el rostro de Dios porque gozan de su vida en plenitud. Nosotros y muchos hermanos enfermos, ancianos o impedidos, tenemos todavía que peregrinar por este valle de lágrimas. Pongamos más esperanza y consuelo en sus vidas con nuestra cercanía y la de toda la Iglesia que acompaña su temor o soledad, y sepamos ofrecerles el auxilio de su propia fe en el momento último de sus vidas.

         Obremos con los demás como quisiéramos que lo hicieran con nosotros y no neguemos a nadie el derecho que tiene a ser asistido en la vida para ayudarle a morir humana y cristianamente.

         La Eucaristía es memorial de la muerte y resurrección del Señor, y hoy unidos a todos nuestros hermanos aclamamos juntos “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS



SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Un año más celebramos la fiesta de todos los santos, la de aquellos que han recorrido el camino de la vida de forma sencilla y honesta, en fidelidad a Jesucristo y que son para nosotros ejemplo en el seguimiento del Señor. Es la fiesta de quienes ya gozan de la vida gloriosa prometida por Dios y de los cuales muchos han sido proclamados por la Iglesia como santos y modelos de creyentes, por su forma de vivir el evangelio de Cristo y de entregarse al servicio del Reino de Dios.

Los santos son quienes han hecho realidad en sus vidas el espíritu de las bienaventuranzas que acabamos de escuchar, y que constituyen el proyecto de vida de quienes ponen en Dios el fin de su existencia, su horizonte y meta,  y que para encontrarse con él saben mirar de forma permanente y con amor, la realidad de los hermanos.

Las bienaventuranzas son un proyecto que desconcierta a quienes basan su existencia en los fines de este mundo materialista, el poseer, dominar y brillar con luz propia olvidándose de los demás.

Sin embargo ese es el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos, en esta historia de salvación ya han recorrido y de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.

Pobre de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de quien peor lo pasa y sabe acercarse a la realidad del hermano para compartir su vida, sus bienes, su esperanza, su amor con aquellos que suplican nuestra solidaridad. La pobreza de espíritu no es ajena a la material. Es muy difícil la una sin la otra. Nunca seremos pobres en el espíritu si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.

La sencillez y humildad posibilitan el tener un corazón limpio para mirar a los demás. Un alma lúcida para contemplar  a los otros con misericordia, sin reproches, sin exigencias, sin condenas. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles. Allí se albergan nuestras intenciones profundas y de nuestra libertad para asumir nuestra propia condición dependerá la comprensión y respeto de cara a los demás.

Un corazón limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente de la de los demás.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, y los que tienen hambre y sed de la justicia. Cómo resuena en nuestros tiempos esta voz de Cristo en medio de los abusos e injusticias que tantos inocentes sufren a lo largo del mundo. Guerras, violencias, terrorismo, tantas formas de explotación que muestran la vileza a la que podemos llegar e incluso justificar con ideologías engañosas y mezquinas.

El ser humano es capaz de hacer las cosas más grandes y también las más viles. Pues los santos son aquellos que aun a riesgo de su propia vida jamás favorecieron la violencia y sus vidas entregadas supieron sembrar concordia y paz.

Trabajar por la justicia, y padecer por ella, les llevó a afrontar en su vida la persecución y el rechazo por fidelidad a Cristo. Y esta es una cualidad que casi todos compartieron, experimentando el valor de la última bienaventuranza “dichosos vosotros cuando os insulten y os injurien y os persigan por mi causa”.

El perseguido por causa de Cristo y su evangelio es un bienaventurado, un ser dichoso porque su recompensa es el Reino de Dios.

Y esta llamada que nuestros hermanos acogieron y a la que respondieron de forma heroica, hoy también se nos hace a nosotros.

Nuestra coherencia cristiana se ha de explicitar con firmeza en momentos de clara injusticia personal o social, respondiendo con valor a los ataques contra la vida y la dignidad que con tanta frecuencia se realizan y amparan desde proyectos políticos, incluso desde los partidos que han contado con nuestro apoyo.

Ser cristiano en medio de esta asamblea eucarística es fácil y evidente. Ser cristiano en medio de la agrupación vecinal, o del partido político o del ambiente social en general, es mucho más complejo y debemos saber que si nos posicionamos como cristianos muchas veces nos van a criticar e incluso perseguir. Pero callar nuestra voz en medio de las injusticias y la falsedad, nos hace cómplices de ellas.

Los cristianos hemos de vivir nuestra fe encarnada en el mundo, como lo han hecho aquellos que nos precedieron y cuya fiesta hoy celebramos. Y vivir esa fe con coherencia implica dar la cara por Jesucristo y por nuestro prójimo a quien hemos de amar como a nosotros mismos.

Todos estamos llamados hoy a seguir el camino de la santidad. La santidad no es sólo la meta a alcanzar, es también la tarea cotidiana por la que merece la pena vivir y entregarse, siguiendo las huellas de Jesucristo, camino verdad y vida, de manera que vayamos construyendo su reino de amor, y así podamos vivir todos como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. De este modo y tras el recorrido de la vida que cada uno deba realizar, podamos descansar en las manos de Dios por haber sabido combatir las penalidades desde la fe, la esperanza y el amor.

Estas son las virtudes comunes a todos los santos; una fe que mantiene siempre la confianza en Dios por encima de cualquier dificultad. Una esperanza que se asienta en la convicción de que  nuestra vida está en las manos de Dios y que se siente siempre acompañada por Aquel que nos creó según su imagen y semejanza. Y todo ello vivido desde el amor, que es lo mejor que posee el ser humano y que nos hace libres capacitándonos para el perdón y la construcción de un mundo fraterno.

Que la alegría que hoy comparte la comunidad cristiana al recordar y agradecer la vida de tantas mujeres y hombres que a lo largo de los siglos han dado autenticidad a nuestra Iglesia sea para todos nosotros estímulo en el seguimiento de Jesucristo. Que el Espíritu Santo nos impulse a vivir con gozo e ilusión porque “el amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, nos convierte en herederos de su gloria y en portadores de su esperanza.

 


sábado, 18 de octubre de 2025

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

19-10-25 (ciclo C)

 

El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra una situación de enorme desamparo. Un juez “que ni le importa Dios ni los hombres”. Una muestra de corrupción personal absoluta, ante la que una pobre mujer viuda, totalmente desatendida y sin que nadie la ayude, se atreve a reclamar justicia.

A todas luces, aquella mujer echaba súplicas al vacío, ya que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada en su angustia. Y sin embargo el Señor utiliza esta escena para justificar la necesidad de pedir a Dios sin descanso, de no perder nunca la confianza en nuestro Padre.

Es verdad que existen situaciones de absoluta desolación, donde no hay lugar para ningún resquicio de esperanza y en las que parece que todo se ha terminado. Y muchos de esos desgarros del alma se deben a las injusticias cometidas por los hombres sin escrúpulos ni conciencia.

Y sin embargo hasta esa gente depravada puede tener alguna razón para hacer el bien hasta sin pretenderlo. Y es ese el ejemplo que pone Jesús del juez injusto, que es capaz de hacer justicia, aunque sólo sea para que dejen de molestarlo.

Y es aquí donde da el salto a la fe. Si eso es capaz de hacer un malvado, ¿cómo no va a escuchar nuestra súplicas nuestro Padre del Cielo?, ¿cómo podemos dudar de que el Señor está atento a las necesidades de sus hijos y que nada de lo que nos acontece le es indiferente?.

Y sin embargo, con la última frase del evangelio, Jesús pone en duda que Dios vaya a encontrar esta fe cuando llegue el final de los tiempos.

Por qué tiene el Señor esta duda sobre nosotros.

La experiencia vital que Jesús comparte junto a sus discípulos, le hace ver cuán débil son las opciones fundamentales de nuestra vida. Cuantas veces le han dicho “te seguiré a donde vayas”, “lo dejaré todo por ti”, “tú eres el Mesías de Dios”… Palabras que han pronunciado sus seguidores e incluso sus apóstoles, pero que van acompañadas de permanentes negaciones, dudas y temores.

En domingos pasados hemos escuchado cómo el Señor les decía que “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”. Y es que la fe es una experiencia que requiere permanentes cuidados para que no languidezca y muera, ya que son constantes las dificultades con las que se va a encontrar a lo largo de la vida del creyente.

La fe exige la adhesión al Señor de forma plena e incondicional. Creer contra toda duda, esperar contra toda esperanza, amar en definitiva a Dios, y desde Él a los hermanos, de forma plena y libre.

Acudimos a Dios, a nuestro buen y fiel Juez, cuando nos vemos necesitados en la enfermedad, en la necesidad o en la debilidad de la vida, y muchas veces vemos que nuestra situación física y material se mantiene intacta. Que no nos hemos curado nosotros o los nuestros, que seguimos en la necesidad material que tanto apremia nuestros hogares y a seres queridos, que no se produce el milagro tan anhelado y suplicado. Entonces surge la duda o el reproche, ¿por qué, Señor?

Y esto nos sucede porque nuestra mirada y nuestra esperanza está puesta en el bien reclamado, y no en el encuentro personal con el Señor por medio del cual sienta mi vida sanada y salvada, más allá de lo físico o material.

Se puede vivir digna y plenamente en medio de la necesidad, porque ella es intrínseca a nuestra naturaleza humana, y sin embargo no es lo constitutivo de la misma. Nuestra vida es mucho más que sus límites, ante todo es imagen y semejanza del Creador, que nos ha llamado a una vida en plenitud más allá de las circunstancias del presente, aunque ellas hayan de ser transformadas y sanadas cada día con nuestra entrega personal.

Dios no nos desampara porque no experimentemos un resultado positivo en nuestras preces, todo lo contrario. Nuestra petición auténtica ha de estar orientada a solicitar de su misericordia el don de su Espíritu Santo, para poder experimentar su presencia alentadora y su fuerza victoriosa en medio de cualquier adversidad. Y esto nos lo asegura el Señor.

El gran peligro que corremos en este tiempo de adelantos, logros y éxitos humanos en todos los campos de la ciencia y del saber, es creernos inmunes a cualquier indigencia. Se impone con sutileza la imagen de que el destino y la gloria están en nuestras manos poderosas y autosuficientes. No necesitamos de nada ni de nadie más allá de nosotros mismos, y el hombre sólo tiene que escuchar y obedecer sus propios deseos que serán lo que le haga grande y feliz.

Pero es en este horizonte autorreferencial donde lo único que encontramos es la frustración y  el desamparo. Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St. 4, 2b-3) Nos dice el apóstol Santiago en su carta. Vemos con desilusión que aquello que muchas veces deseamos nos resulta inaccesible, y que incluso aunque estuviera al alcance de nuestra mano no sería la plenitud de nuestra satisfacción.

Sólo la fe purificada y acrisolada en el abandono absoluto en las manos de Dios, es lo que fortalece nuestra esperanza, nos colma en el amor y nos otorga la dicha y el gozo. Pero para ello ha de liberarse de muchas ataduras que la constriñen y debilitan, porque no hay nada que más hunda al ser humano que la ausencia de esperanza, a lo cual se llega si se pierden el amor y la fe.

Por eso el Señor teme que nos dejemos arrastrar por falsos ideales, o lo que es lo mismo, que vayamos en pos de ídolos que prometen deleites inmediatos a cambio de subyugar nuestra libertad. Y para ello, anima el Apóstol Pablo en su carta a Timoteo y a todos los discípulos del Señor, que en todo momento proclamen la Palabra de Dios, insistiendo “a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de los que les gusta oír”. Y qué gran vacío cuando al pervertirse el mensaje no queda nada de lo auténtico, de lo verdadero.

La mentira ha existido siempre, y es la mejor argucia que ha utilizado el Maligno para confundir las sanas conciencias.

Ese “relativismo epistemológico” de nuestros días que nos lleva a considerar que todo nuestro conocimiento depende de la perspectiva cultural, ideológica o institucional de los sujetos, y que no es en sí mismo verdadero o falso, sino que depende únicamente de las opiniones subjetivas, es lo que nos lleva a negar en última instancia, al mismo Dios.

Y San Pablo, conocedor de esas corrientes del pensamiento, nos previene para que buscando la verdad intrínseca de los seres y de las cosas, seamos capaces de reconocer en ellas la bondad misericordiosa del Señor.

Hoy somos nosotros los que debemos anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo, sabiendo que somos los discípulos el Señor en este momento de nuestra historia. Y si es verdad que la Palabra debe ser permanentemente anunciada, no cabe duda de que el mejor anuncio será el testimonio personal de nuestras vidas.

viernes, 10 de octubre de 2025

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

 

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

12-10-25 (ciclo C)

 

Cada vez que nos reunimos para celebrar el Día del Señor, realizamos lo que el Apóstol Pablo recomienda a Timoteo en su carta, hacer “memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos”. En esto consiste precisamente la Eucaristía, en hacer memoria de nuestro Señor, muerto y resucitado, que sigue vivo en medio de su Iglesia alentando y sosteniendo la fe de sus hermanos.

Hacemos memoria de Jesucristo, no como quien recuerda a una persona o un acontecimiento del pasado, sino actualizando esa vida de Cristo en nuestro presente desde la experiencia profunda del encuentro personal con él. Un encuentro que siempre es gracia y gratuidad, como acabamos de escuchar en el evangelio de hoy.

No tenemos que esforzarnos demasiado para comprender lo que la lepra significaba en tiempos de Jesús. Si toda enfermedad o desgracia era entendida por la sociedad de entonces como un castigo de Dios por algún pecado que el afectado o sus antepasados habían cometido, la lepra constituía la marca más clara de estar maldito ante Dios y los hombres.

Un leproso estaba condenado a la marginación y el abandono por parte de todos, su vida discurría al margen de los pueblos y solo podían vivir de la caridad de los demás.

Cuando aquellos leprosos se encuentran fortuitamente con Jesús, nos cuenta el evangelista que se pararon a lo lejos. Ni tan siquiera ante quien creían su salvador se atrevían a acercarse.

Y desde aquella distancia, Jesús escuchó su lamento, “ten compasión de nosotros”.

Y la respuesta de Jesús, puede parecernos desconcertante. Les manda que vayan a presentarse ante los sacerdotes, los garantes de la fe y la pureza. Sólo creyendo que realmente se iban a curar, podían realizar ese camino. Ningún leproso se hubiera atrevido jamás a ir a Jerusalén, entrar en su templo sagrado y presentarse a los sacerdotes manteniendo su enfermedad, dado que semejante acción les costaría la vida.

La fe de aquellos hombres sanó sus vidas, pero hay algo más que es lo nuclear del evangelio, “Uno de ellos viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.

       Diez quedaron  curados, pero sólo uno experimentó el sentido de la gratuidad en el encuentro con Jesús y comprendió que si la salud es importante, mucho más lo es sentir que la vida de uno está “llena de gracia”.

 Cuántas veces nos dirigimos al Señor para presentarle nuestras necesidades, anhelos y preocupaciones, y cuántas, incluso le reprochamos los males que sufrimos.

Pero que escasas son nuestras oraciones agradecidas, gratuitas y generosas en las que contemplemos nuestra vida con sencillez y gratuidad para descubrir el inmenso amor que Dios ha puesto en ellas y la fuerza que la misma fe nos produce en el corazón.

La cultura presente no ayuda demasiado a la gratuidad. Nos hemos llegado a creer los amos del mundo y que todo lo que tenemos se debe a nuestros propios méritos y esfuerzos.

Además, por los sentidos se nos meten todo un  elenco de realidades superfluas que nos van creando necesidades inútiles y que nos hacen olvidar lo que realmente tiene importancia para nuestras vidas y las de los demás.

Sólo si tenemos la capacidad suficiente para echar una mirada a nuestro alrededor y darnos cuenta de cómo viven la inmensa mayoría de los seres humanos, nos daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de nacer en este primer mundo y vivir como vivimos.

Al igual que a aquellos leprosos judíos del evangelio, les hizo falta que uno de ellos fuera extranjero para caer en la cuenta de su ingratitud, también a nosotros nos hace falta que sean precisamente los extranjeros, inmigrantes y necesitados, los que nos estén recordando continuamente nuestra privilegiada posición en la realidad mundial.

No hay más que observar cómo muchos inmigrantes valoran y agradecen lo poco que hacemos por ellos. Cómo los niños aprecian la comida y el vestido, cómo agradecen los juguetes que a otros les sobran.

La gratuidad brota más espontáneamente ante la necesidad. Quien está necesitado y se siente acogido, agradece los gestos de afecto y amor que se le brindan. Quien está harto de todo y no carece de nada, poco puede agradecer y menos ofrecer de corazón a los demás.

La fe en Jesucristo es pura gratuidad. Ninguno llega a creer por sus propios méritos ni por su esfuerzo intelectual. Sólo desde el encuentro personal, cercano y sincero, vivido en medio de la comunidad cristiana, y alimentado por la oración y los sacramentos, es posible vivir la gratuidad de la fe.

Hoy es un buen día para que desde lo más profundo de nuestro corazón demos gracias a Dios por todos los dones que él nos ha concedido. Para ello pedimos la intercesión de nuestra madre la Virgen María, la llena de gracia. Ella en su sencillez y humildad supo reconocer la presencia de Dios en su vida, ofreciéndose por entero a Él para participar de forma plena en su obra salvadora. Que nuestra vida pueda ser también un cántico de alabanza al Señor, que comparte nuestras penas, nos sostiene en la adversidad, y con amor generoso sale a nuestro encuentro para colmarnos de gracia y bendición.

viernes, 3 de octubre de 2025

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

5-10-25 (Ciclo C)

 

La palabra de Dios que hoy se nos proclama contiene como tema central la fe. La fe como don recibido y que necesita de un permanente cuidado, y la fe como respuesta del ser humano hacia Dios y que nos lleva a vivir con responsabilidad y entrega el seguimiento de Jesucristo.

El evangelio comienza con una petición por parte de los apóstoles a Jesús, “auméntanos la fe”. Y el evangelista se ha cuidado bien de mostrar quienes son los que realizan esta petición. No son fariseos, ni escribas, ni nadie del pueblo que sigue con alegría el nuevo camino marcado por Jesús. Son los más íntimos, aquellos que comparten la mayor cercanía del maestro, los apóstoles, quienes sienten necesidad de fortalecer su fe. De tal calado es esta necesidad, que el mismo Jesús les responde que si su fe fuera como un granito de mostaza, sería más que suficiente.

Los momentos por los que atraviesan los apóstoles comienzan a complicarse. En Jesús han encontrado mucho más que a un líder. Sus palabras y gestos les hacen ver la cercanía de Dios en medio de ellos. Palabras que serenan el corazón, que les llenan de esperanza y consuelo y que vienen acompañadas de signos liberadores, que sanan a los enfermos, liberan a los oprimidos y devuelven la dignidad a los marginados.

Jesús les muestra el camino de la fraternidad y el amor, del servicio y el desprendimiento, la generosidad que se desborda en la entrega de la vida. Pero este camino no está exento de dificultades y sacrificios, de tal manera que tras el entusiasmo de muchos, está el abandono de algunos, y los recelos y dudas de casi todos.

De ahí que la petición de los discípulos sea más que pertinente. Se saben necesitados de una fortaleza mayor para poder mantener la fidelidad en el seguimiento de Jesús. Y ese don, cuando se pide de corazón y con entera disponibilidad, es concedido abundantemente por el Señor.

La fe no es una cualidad con la que se nace, ni se logra alcanzar por las fuerzas y méritos personales. La fe es un don de Dios, que siendo generosamente derramado por él, encuentra serias dificultades en el corazón humano para germinar y crecer, tan condicionado por la mundanidad.

Como nos muestra la parábola del sembrador, aunque sea esparcida con abundancia, no todos los suelos en los que cae están debidamente preparados para acogerla y darle vida.

Y cuando esa semilla de la fe cae en una tierra no debidamente cuidada y saneada, o donde se dejan crecer otros intereses que la ahogan y anulan, por mucho que hayamos recibido el don, por la desidia y descuido se va apagando lentamente. Ya S. Pablo en su carta a Timoteo nos lo advierte con insistencia “aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste”.

Cuantas veces vemos en nuestras comunidades cristianas que muchos jóvenes se acercan para solicitar un sacramento, bien sea el matrimonio o el bautismo de sus hijos, con una fe muy deficiente. Preguntados por su fe, muchos de ellos responden que sí creen en algo, o que les parece bien la educación que en su día recibieron, aunque ya no participen de la vida sacramental, ni celebren su fe, ni se acerquen a la Iglesia más que para cumplir con ritos sin darles su debido sentido y fundamento.

La fe no es creer en algo. La fe es creer en Jesucristo como nuestro Señor, quien nos ha mostrado el rostro de Dios, nuestro Padre, y que nos llama a formar parte de su Pueblo Santo que es la Iglesia, para así en fraterna comunión eclesial, trabajar con ilusión y entrega al servicio de su Reino de amor, justicia y paz.

Los cristianos no podemos dar respuestas indeterminadas sobre nuestra fe. Tenemos que saber con claridad quién en nuestro Señor, lo que supone él en nuestra vida, y sobre todo sentir su presencia alentadora y cercana en todos los momentos por muy difíciles que puedan ser.

Claro que necesitamos que aumente nuestra fe, pero sólo puede ser aumentado aquello que ya existe y de lo que uno, siendo consciente de su debilidad, ansía fortalecer poniendo todo lo que está en su mano para vivir con gozo su experiencia de amistad y amor para con Dios.

La participación en los sacramentos es el gran alimento de nuestra vida espiritual. Esa frase tan moderna y facilona de “soy creyente pero no practicante”, sólo demuestra dos cosas, la primera una pobreza argumental y la segunda una irresponsabilidad comodona.

La fe que no se celebra y se asienta en una práctica habitual se muere, carece de fundamento cierto y termina por convertirse en una ideología que adecúa las ideas a la forma de vivir. Una fe no vivida con los demás y contrastada en la comunidad cristiana termina por echar a Dios de nuestra vida dejando que entre otro ídolo más condescendiente con nuestros gustos, que nada nos critique ni exija conversión. Quien persiste en esta actitud, termina por hacerse un ídolo a su medida, pero que nada tiene que ver con el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Y la segunda cuestión que apuntaba era la irresponsabilidad. Hay personas que no conocen a Jesucristo porque nadie les ha hablado de él. Su alejamiento de Dios no es fruto de su negación explícita sino de su desconocimiento. Pero muchos de los alejados de hoy sí oyeron hablar de Jesús, conocieron en un tiempo la vida del Señor e incluso recibieron su Cuerpo sacramental en la Eucaristía.

Sin embargo la apatía y comodidad de unos padres poco entusiastas de su fe en unos casos, el ambiente social que llena el tiempo de ocio de muchos adolescentes y jóvenes lejos de contextos religiosos, y la falta de testimonio coherente y entregado de muchos cristianos, han dificultado su crecimiento e inserción madura en la comunidad.

Y en este sentido todos debemos asumir nuestra responsabilidad en la transmisión de la fe. Si la fe es don de Dios, y por lo tanto su fuente y destino es sólo Dios, no cabe duda de que los medios de los que el Señor se sirve también están en nuestras manos.

Y los primeros transmisores de la fe son las familias, todos los que formamos el núcleo familiar tenemos que ayudar a las jóvenes generaciones a experimentar el amor de Dios y que conozcan a Jesús como a su amigo y Señor. Tarea para la cual cuentan con la eficaz colaboración de los equipos de catequistas de la parroquia, que no deja de realizar esfuerzos para favorecer este encuentro gozoso entre los más jóvenes y Jesús.

Y todos nosotros, la comunidad cristiana entera, tenemos que revisar nuestra vida y pedirle al Señor con humildad, que nos aumente este don de la fe que hemos recibido, para que seamos fieles testigos suyos, viviendo con coherencia y entrega, sin tener miedo de dar la cara por él, y tomando parte en los trabajos del evangelio conforme a las fuerzas que nos ha dado.

Hoy también nosotros, como aquellos apóstoles de Jesús, le pedimos que aumente nuestra fe, para que nutrida y fortalecida en la vida comunitaria de nuestra familia eclesial, sea ofrecida con amor y respeto en medio de todas las situaciones de nuestra vida, a fin de que otros muchos hermanos puedan compartir un día, la alegría del encuentro personal con Jesucristo nuestro Señor.