viernes, 31 de octubre de 2025

CONMEMORACIÓN FIELES DIFUNTOS

 


CONMEMORACION DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

 

         “Hermanos, mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues los somos”. Con esta frase que suena a promesa realizada, nos introduce el evangelista S. Juan en lo más profundo del corazón de Dios, en su amor incondicional e infinito.

         Hoy es un día para revivir nuestros recuerdos y recuperar de ellos todo lo bueno, lo entrañable, lo mejor de aquellos seres a los que recordamos con ternura, afecto y también con dolor. Y es que cuando uno ama, no puede prescindir del desgarro que supone la separación de los seres amados.

Ayer celebrábamos a todos los santos proclamados por la Iglesia como Bienaventurados y que son aquellos que ya sabemos que han llegado al Reino de Dios y cuyo ejemplo es estímulo para nuestras vidas y modelo de auténtica humanidad.

Los difuntos que hoy recordamos y que nos tocan más de cerca porque cada uno traemos a nuestros seres más allegados en el afecto, son también muchos de ellos santos anónimos y discretos que han dejado una huella de amor en nuestras vidas y que esperamos gocen ya de la gloria del Señor.

         No podemos separar nuestra celebración de hoy de la fiesta de ayer. Celebrar a todos los santos y conmemorar a todos los difuntos, no es más que la prolongación de una misma fiesta que esperamos concluya con el reinado definitivo de nuestro Dios.

         Sin embargo hoy sí que es bueno centrar nuestra atención en la realidad humana de la muerte; una realidad que se impone de forma inevitable en todos y que evidentemente nos afecta. No sabemos casi nada de nuestro futuro inmediato, ni tan siquiera nos atrevemos a aventurar lo más mínimo nuestra suerte en la vida.        Pero sí tenemos la certeza de que tarde o temprano llegará nuestro final, y pocas veces nos preparamos para ello, las más lo evitamos e incluso rehusamos hablar de este tema.

         Si la muerte fuera el plácido desenlace de una vida larga y entregada, no nos impactaría tanto. Pero la muerte llega muchas veces de forma imprevista y cuando menos se espera. Por eso más que la muerte nos asusta la forma y el momento.

         Es natural que una vida limitada y frágil como la nuestra tenga su fin. Pero es contrario a la creación y voluntad de Dios que esa muerte sea provocada por el mal, el egoísmo o la violencia. Podemos comprender que el presente nos sirva como preparación para el vivir definitivo pero no podemos entender que se trunque de forma voluntaria por el odio y la ambición, o como medio para cualquier objetivo.

         Todos sufrimos por igual la separación de los nuestros. Todos vivimos el desgarro que supone una muerte motivada por una enfermedad o accidente. Cómo no solidarizarnos en el dolor con aquellos que han de sufrir la muerte violenta de los suyos.

         Hoy somos solidarios en el dolor y en el recuerdo. La muerte nos iguala a todos y no sabe de clases, ideas o bondad. Pobres y ricos, buenos y malos, todos tienen alguien que los recuerde y ame y si alguno fuera olvidado de los suyos, jamás dejaría de permanecer en la memoria de Dios.

Pocas cosas nos distinguen a los creyentes de los no creyentes a la hora de compartir la muerte. Pero hay una que sí es propia del cristiano, su fe en la resurrección. Cristo ha resucitado, y en esa esperanza vivimos y morimos todos nosotros.

         Los cristianos hemos intentado humanizar todo lo que nos afecta, también la muerte; y hemos sabido descubrir en medio de ella la mano amorosa de Dios. Jesús es el Señor de la vida que se acerca al sufrimiento. Jesús es el hombre que acude para devolver a la vida a la hija de Jairo, es el que coge de la mano al joven muerto y se lo devuelve a su madre, la viuda de Naím. Es el que llena de esperanza a Marta y María  ante la tumba de su hermano Lázaro. Pero sobre todo es el que entrega en las manos amorosas del Padre su propio espíritu antes de morir. Podemos acoger su vida y su muerte como testimonio de amor y esperanza para las nuestras, o quedarnos como aquellos judíos burlándonos en su dolor diciendo “a otros salvó, que se salve a sí mismo”.

Dios quiere que todos los hombres se salven, y así nos lo muestra Jesús en su evangelio de vida, “esta es la voluntad de mi Padre, que no pierda nada de lo que me dio y lo resucite en el último día”. La vida de Dios es gratuita, universal y eterna, y a esta vida estamos todos invitados.

         La vida es un don que hemos de cuidar desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte sabiendo poner en medio de ella el amor incondicional y pleno del Señor.

         Hoy recordamos a nuestros seres queridos que ya están contemplando el rostro de Dios porque gozan de su vida en plenitud. Nosotros y muchos hermanos enfermos, ancianos o impedidos, tenemos todavía que peregrinar por este valle de lágrimas. Pongamos más esperanza y consuelo en sus vidas con nuestra cercanía y la de toda la Iglesia que acompaña su temor o soledad, y sepamos ofrecerles el auxilio de su propia fe en el momento último de sus vidas.

         Obremos con los demás como quisiéramos que lo hicieran con nosotros y no neguemos a nadie el derecho que tiene a ser asistido en la vida para ayudarle a morir humana y cristianamente.

         La Eucaristía es memorial de la muerte y resurrección del Señor, y hoy unidos a todos nuestros hermanos aclamamos juntos “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.

No hay comentarios: