CONMEMORACION
DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
“Hermanos,
mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues los
somos”. Con esta frase que suena a promesa realizada, nos introduce el
evangelista S. Juan en lo más profundo del corazón de Dios, en su amor
incondicional e infinito.
Hoy es
un día para revivir nuestros recuerdos y recuperar de ellos todo lo bueno, lo
entrañable, lo mejor de aquellos seres a los que recordamos con ternura, afecto
y también con dolor. Y es que cuando uno ama, no puede prescindir del desgarro
que supone la separación de los seres amados.
Ayer celebrábamos a todos los santos proclamados por
Los difuntos que hoy recordamos y que nos tocan más de
cerca porque cada uno traemos a nuestros seres más allegados en el afecto, son
también muchos de ellos santos anónimos y discretos que han dejado una huella
de amor en nuestras vidas y que esperamos gocen ya de la gloria del Señor.
No
podemos separar nuestra celebración de hoy de la fiesta de ayer. Celebrar a
todos los santos y conmemorar a todos los difuntos, no es más que la
prolongación de una misma fiesta que esperamos concluya con el reinado
definitivo de nuestro Dios.
Sin
embargo hoy sí que es bueno centrar nuestra atención en la realidad humana de
la muerte; una realidad que se impone de forma inevitable en todos y que
evidentemente nos afecta. No sabemos casi nada de nuestro futuro inmediato, ni
tan siquiera nos atrevemos a aventurar lo más mínimo nuestra suerte en la vida.
Pero sí tenemos la certeza de que
tarde o temprano llegará nuestro final, y pocas veces nos preparamos para ello,
las más lo evitamos e incluso rehusamos hablar de este tema.
Si la
muerte fuera el plácido desenlace de una vida larga y entregada, no nos
impactaría tanto. Pero la muerte llega muchas veces de forma imprevista y
cuando menos se espera. Por eso más que la muerte nos asusta la forma y el momento.
Es
natural que una vida limitada y frágil como la nuestra tenga su fin. Pero es
contrario a la creación y voluntad de Dios que esa muerte sea provocada por el
mal, el egoísmo o la violencia. Podemos comprender que el presente nos sirva
como preparación para el vivir definitivo pero no podemos entender que se
trunque de forma voluntaria por el odio y la ambición, o como medio para
cualquier objetivo.
Todos
sufrimos por igual la separación de los nuestros. Todos vivimos el desgarro que
supone una muerte motivada por una enfermedad o accidente. Cómo no
solidarizarnos en el dolor con aquellos que han de sufrir la muerte violenta de
los suyos.
Hoy
somos solidarios en el dolor y en el recuerdo. La muerte nos iguala a todos y
no sabe de clases, ideas o bondad. Pobres y ricos, buenos y malos, todos tienen
alguien que los recuerde y ame y si alguno fuera olvidado de los suyos, jamás
dejaría de permanecer en la memoria de Dios.
Pocas cosas nos distinguen a los creyentes de los no
creyentes a la hora de compartir la muerte. Pero hay una que sí es propia del
cristiano, su fe en la resurrección. Cristo ha resucitado, y en esa esperanza
vivimos y morimos todos nosotros.
Los
cristianos hemos intentado humanizar todo lo que nos afecta, también la muerte;
y hemos sabido descubrir en medio de ella la mano amorosa de Dios. Jesús es el
Señor de la vida que se acerca al sufrimiento. Jesús es el hombre que acude
para devolver a la vida a la hija de Jairo, es el que coge de la mano al joven
muerto y se lo devuelve a su madre, la viuda de Naím. Es el que llena de
esperanza a Marta y María ante la tumba
de su hermano Lázaro. Pero sobre todo es el que entrega en las manos amorosas
del Padre su propio espíritu antes de morir. Podemos acoger su vida y su muerte
como testimonio de amor y esperanza para las nuestras, o quedarnos como
aquellos judíos burlándonos en su dolor diciendo “a otros salvó, que se salve a
sí mismo”.
Dios quiere que todos los hombres se salven, y así nos
lo muestra Jesús en su evangelio de vida, “esta es la voluntad de mi Padre, que
no pierda nada de lo que me dio y lo resucite en el último día”. La vida de
Dios es gratuita, universal y eterna, y a esta vida estamos todos invitados.
La vida
es un don que hemos de cuidar desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte
sabiendo poner en medio de ella el amor incondicional y pleno del Señor.
Hoy
recordamos a nuestros seres queridos que ya están contemplando el rostro de
Dios porque gozan de su vida en plenitud. Nosotros y muchos hermanos enfermos,
ancianos o impedidos, tenemos todavía que peregrinar por este valle de
lágrimas. Pongamos más esperanza y consuelo en sus vidas con nuestra cercanía y
la de toda
Obremos con los demás como quisiéramos que lo hicieran con nosotros y no neguemos a nadie el derecho que tiene a ser asistido en la vida para ayudarle a morir humana y cristianamente.

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