DOMINGO XXXIII DEL AÑO
16-11-25 (Ciclo C)
JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Al escuchar hoy la palabra de Dios es
como si se hubiera abierto una ventana por la que contemplar la realidad
presente. Guerras, catástrofes, enfrentamiento entre pueblos... es como si los
signos previstos en el evangelio se situaran delante de nuestros ojos ante el
asombro y el temor de todos.
Sin embargo toda la historia de la
humanidad está teñida con las sombras de sucesos como los actuales, de mayor o
menor envergadura, pero siempre con el
mismo nivel de espanto para quienes los han tenido que vivir y sufrir.
La vida del ser humano es un largo camino
que está marcado por la búsqueda de sentido a su existencia y la permanente
espera de que algo nuevo y gozoso está siempre por llegar.
Nos pasamos la vida planteándonos
cuestiones como el mal en el mundo, el sufrimiento, el hambre, la guerra, la
muerte y nos lanzamos en busca de la felicidad, la libertad, la justicia, la
paz, sabiendo que de esa manera merece la pena vivir. Y sobre todo, los cristianos
anhelamos poder alcanzar la vida prometida por Dios e iniciada por Cristo en la
resurrección.
Rezamos porque creemos, creemos porque
hemos recibido una enseñanza cristiana, avalada por la tradición y el ejemplo
de nuestros mayores que nos ayuda a vivir con optimismo y esperanza. Y porque
vivimos así, a pesar de las dificultades, ofrecemos a nuestras jóvenes
generaciones un camino por el que merece la pena adentrarse aunque otros
estímulos del presente digan lo contrario.
Sabemos que toda nuestra vida está en las
manos de Dios, que él mismo la ha creado y la anima con su espíritu. Y porque
sentimos a Dios a nuestro lado en cada momento y situación, no podemos creer en
pronósticos catastrofistas ni caer en la desesperación cuando la realidad nos
supera con estos desastres. Dios no ha creado un mundo para destruirlo. La
destrucción de la vida no está en el deseo divino sino en la insensatez y
violencia del hombre.
Por esta razón, hemos de seguir el
consejo de San Pablo como una exigencia de nuestra fe y una urgencia para el
mundo. Trabajar con entrega para ganarnos el pan. Pero no el pan en sentido
material solamente, sobre todo trabajar para ganarnos la vida que no termina y
que ha sido inaugurada por Cristo.
Somos parte del mismo pueblo de Dios y
todos tenemos una misión en la Iglesia y en el mundo, proseguir la obra del
Señor de anunciar su evangelio con tesón y gozo, transmitir un testimonio que
realmente transforme nuestro entorno, comprometernos en aquello que fomenta la
dignidad del ser humano, la justicia y la paz, y celebrar juntos cada día la
alegría de ser hijos de Dios.
Esta es la misión de la Iglesia a la que
pertenecemos y esta tarea es responsabilidad de todos.
En medio de las dificultades y de las
crisis de cualquier índole, lo que cuenta es la perseverancia. Esto es lo que
el Señor nos pide ante la realidad que muchas veces nos superará.
Perseverar significa mantener viva la
llama de la confianza y de la esperanza en medio de las dificultades sabiendo
que siempre estamos en las manos de Dios y que es su plan de salvación el que
marca los tiempos y los plazos de nuestra historia.
Esta actitud es además un antídoto frente
a reacciones catastrofistas que nos lleven a dejarnos vencer por la
desesperanza y la frustración. La comunidad cristiana primitiva creía en la
inminencia de la llegada del reinado de Dios y del fin del mundo. De hecho en
múltiples ocasione hemos escuchado que ese final estaba a las puertas de
nuestro presente inmediato, llevando a muchos a una situación de desaliento.
Sin embargo bien sabemos que ese momento
no está en las manos del hombre decidirlo, aunque sus medidas belicistas
parezcan abocarnos al desastre universal. Pese a las multitudes de víctimas
inocentes que han dejado los enfrentamientos entre pueblos y culturas, poco hemos
avanzado para lograr una convivencia estable y pacífica entre nosotros.
Por eso es necesario no perder la
esperanza y mantener viva la llama de la fe que nos lleve a confiar en la
promesa salvadora del Señor. Hemos de trabajar como si todo dependiera de
nosotros, de nuestra responsabilidad y entrega, pero sabiendo que estamos en
las manos de Dios y que su obra llegará a término cuando él así lo disponga, y
que seguro será para “recapitular en Cristo todas las cosas”.
Cuando la realidad circundante nos lleva
a la desolación y desde ella ala falta de implicación por puro derrotismo,
debemos orar con insistencia para que el Señor revitalice nuestra confianza
asentada en su promesa de salvación. Sabemos que este mundo nuestro no es el
Reino de Dios prometido por el Señor, pero también sabemos que es en este mundo
nuestro donde empieza a emerger ese Reinado ya que como Él mismo nos ha
asegurado “el reino de Dios está en medio de vosotros”.
Los cristianos, por lo tanto no podemos
ser profetas de catástrofes irremediables, más bien debemos describir la
realidad con sus sobras, ciertamente, pero sobre todo con las luces que en ella
se perciben y que siempre serán signo de esa presencia divina en medio de
nosotros.
Hoy recibimos una llamada a vivir nuestro
compromiso de entrega positiva a favor de los más desfavorecidos. En esta
jornada mundial de los pobres, vemos como un signo de regeneración humana toda
obra de solidaridad y afecto para con los más necesitados. Eso sí que es
rompedor de dinámicas destructoras, ya que donde entregamos la vida por amor a
los demás, se cimienta un futuro de esperanza y de dignidad para todas las
personas, y se anticipa de algún modo el Reinado de Dios en medio de nosotros.

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