sábado, 27 de octubre de 2012

HOMILIA DOMINGO XXX T.O.



DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
28-10-12 (Ciclo B)

     El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.

     El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.
     Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia la indiferencia por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.

     Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la vida de éste.

     La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran consideradas excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, deficientes, eran alejados del centro del pueblo y condenados a mendigar de por vida. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.

     Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.
     No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.
 
     Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.

     La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.

     Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.
     Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.
Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.
Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.
Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.
Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.

Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.
Acaba de terminar el Sínodo de los Obispos, cuyo centro ha sido la misión evangelizadora de la Iglesia en el presente actual. También estamos ya en este Año de la Fe, que llama a cada uno de nosotros a revitalizar este don que Dios nos ha concedido, y que en Jesucristo ha encontrado su centro y esperanza. Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva en nuestra vida de encuentro con el Señor. Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.

     En las manos de María, nuestra Madre de Begoña, ponemos este deseo, con la ilusión de quienes somos conscientes de que es Dios quien nos envía, y la confianza de que Él permanece siempre a nuestro lado.

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