sábado, 17 de noviembre de 2012

HOMILIA DOMINGO XXXIII T.O.

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO


18-11-12 (Ciclo B)



Este mes de noviembre se caracteriza por varias realidades unidas en un sentido cristiano común. Lo comenzamos con la fiesta de todos los santos, seguido del recuerdo de los fieles difuntos, y concluye con la fiesta del próximo domingo, la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.

Todo ello, a la luz de la Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos ayuda a percibir, la realidad presente como un tiempo en camino, para conducirnos al encuentro con Dios nuestro Padre. Y así Jesús nos anima a poner nuestra confianza en ese amor de Dios por el que hemos sido creados a esta vida, y lo que es mucho mayor, a no perder la esperanza de compartir a su lado la vida en plenitud, en su reino de amor, de justicia y de paz.

Y este domingo tiene además una cualidad que lo hace realmente especial. Es la jornada de la Iglesia diocesana, algo que a primera vista puede dejarnos indiferentes, pero que a mi juicio nos introduce en la clave para entender nuestra identidad cristiana.

No me voy a detener en la opinión que la gente tiene de la Iglesia, porque de verdad, me importa poco. Lo que realmente me resulta esencial, es lo que para mí significa la Iglesia, y con ello os invito a que también vosotros realicéis este camino de identificación en el amor.

La misma Iglesia se autodefine como Madre y Maestra. Y dentro de poco, al confesar nuestra fe, de ella diremos que es UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA.

Pues desde esta fe confesada, y sobre todo vivida, os digo con todo orgullo de hijo, que la Iglesia es mi madre, nuestra madre. Ella me engendró a la vida por medio del amor de unos padres unidos en el sacramento del matrimonio. A ella me unieron para siempre por el bautismo que además de hijo de Dios me hacía hermano vuestro. En ella, por la educación cristiana recibida en el hogar y en la parroquia, pude descubrir a Jesús, hermano, amigo y Señor a quien merece la pena seguir, y su proyecto de vida imitar.

En esta Iglesia he descubierto la riqueza de una gran familia con sus luces y sombras, pero donde la pequeñez de algunos de los hermanos, y sus miserias, es muy superada por la santidad y el amor de los más.

En esta Iglesia, yo como vosotros, hemos descubierto nuestra vocación, la opción de nuestra vida desde la que vivir felices y realizarnos bien en la vida matrimonial, misionera, seglar, religiosa o sacerdotal.

Es en esta Iglesia donde Dios se nos revela por medio de su Palabra, diariamente escuchada y donde nos alimentamos con su Cuerpo para seguir caminando con esperanza y sembrando la semilla fecunda del evangelio.

Es en la Iglesia donde la cercanía de los hermanos, el consuelo de los cercanos y la fortaleza de los robustos nos han ayudado a superar enormes dificultades e incluso desgracias personales, porque su fe vigorosa, ha sostenido la nuestra en los momentos de mayor incertidumbre y desconsuelo.

Es esta Iglesia, la que como maestra nos ayuda a responder en cada circunstancia de la vida, no desde nuestros egoísmos personales, sino con criterios evangélicos lo que mejor conviene a mi vida y a la de los demás. Y es esta Iglesia la que incluso cuando me confundo, tropiezo y me introduzco en caminos de desolación, me ayuda a recuperar el rumbo, me corrige y me ofrece el perdón de Dios, auténtico bálsamo que sana las heridas más profundas de nuestro corazón.

La Iglesia nos ha acompañado todos los días de nuestra vida, desde el momento de entrar en ella por medio del santo bautismo, hasta el instante en que ungidos con el óleo de los enfermos, nos prepara para ser recibidos por el Señor. Ella nos despide con el mismo amor y respeto con el que nos recibió, y lo mismo que un día se alegraba con nuestra vida emergente, se siente afectada cuando nos llega el ocaso, aunque el dolor del corazón humano, no es suficiente para acallar nuestra esperanza y sentir el consuelo de la promesa que en Cristo es certeza de vida eterna.

Esta es la Iglesia en la que todos nosotros nos encontramos; UNA, porque a pesar de las diferentes culturas, razas y lenguas, toda ella alaba unida a su Señor, y es congregada bajo la guía de un único Pastor, Cristo. La unidad en la Iglesia es su razón de ser y la garantía de autenticidad. Es un don de Dios que los distintos y distantes, podamos congregarnos con un solo corazón y una sola alma, para bendecir al mismo Dios. Es SANTA, no por nuestros méritos y logros, que bien sabemos de nuestra miseria y limitación, sino porque en ella habita el Santo, Jesucristo, quien prometió su presencia todos los días hasta el fin del mundo. Y nada ni nadie, como nos enseña San Pablo ha podido ni podrá apartarnos del amor del Señor. Precisamente porque en la Iglesia está presente Jesús, debemos orientar nuestra vida cada día para hacer que toda ella resplandezca en medio del mundo como fiel testigo del Señor.

La Iglesia es CATOLICA porque su vocación es llegar a todos los rincones del orbe. El mandato del Señor “id y haced discípulos de todos los pueblos”, nos obliga a sembrar de manera incansable la semilla del evangelio con nuestro testimonio personal, nuestro anuncio explícito de Cristo y el compromiso transformador. Labor que sigue siendo necesaria en el presente, en medio de las jóvenes generaciones y entre los alejados.

Y la Iglesia es APOSTÓLICA, porque los que hoy somos los testigos del presente, somos herederos de una fe y tradición que nace con aquellos apóstoles del Señor, y son para nosotros modelos normativos en el seguimiento actual de Jesucristo. La Iglesia no se reinventa con cada nueva moda o generación. La Iglesia para que pueda mantener estas cualidades esenciales que he mencionado, debe custodiar y vivir conforme al depósito de la fe que hemos heredado y que es para nosotros don y tarea.

Don porque gratuitamente lo hemos recibido, y tarea porque al acogerlo y vincular nuestra vida a Cristo, asumimos la misión que él mismo nos ha confiado.

Pues esta Iglesia, hoy celebra su fiesta de una manera más explícita, y nos llama a vivir con consciencia y coherencia nuestra pertenencia a ella.

Cuanto tenemos que agradecer a esta familia el haber nacido en ella, pero sobre todo, cuanto tenemos que reconocer el enorme bien que nos hace permanecer unidos a ella.

Hoy damos gracias a Dios por este regalo inmenso que nos ha hecho la llamarnos a formar parte de su Pueblo Santo, y pensemos una cosa importante, lo que no nos gusta de ella no es por culpa de la familia eclesial, sino por la indignidad de algunos de sus miembros.

En una ocasión alguien preguntó a la Beata Madre Teresa de Calcuta: ¿Cambiaría algo de la Iglesia?, y ella respondió “Sí, dos cosas, primero yo, y luego tu”.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a vivir con gozo nuestra vinculación eclesial, y dar testimonio con nuestra vida de que merece la pena vivir en ella.

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