viernes, 21 de octubre de 2016

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

JORNADA DEL DOMUND 23-10-16 (ciclo C)



      Un año más, unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.



      La vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, brota de forma natural de la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida.



      Es la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.

      Ya el Beato Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes. E insistía el Papa, en que  esta misión fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, pastores, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un proyecto de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.



      El compromiso misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco es el anuncio que se realiza entre los más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se realiza en todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.



      Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del mundo. Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los pueblos paganos, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y nuestro mundo.



      Fieles a esta vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y hostiles del mundo, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.

        Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino de Dios.



      Y es que la vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.

      De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria y injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la misericordia y el amor.



      Qué inútil parece anunciar un estilo de vida sencillo y solidario a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos.

Y qué difícil resulta defender los valores morales cristianos, en medio de una sociedad mediatizada por la crítica fácil y mezquina contra la Iglesia y sus pastores, donde todo vale con tal de desprestigiar el mensaje ofendiendo al mensajero.



Esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la incómoda indisposición de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra y su amor.



Ciertamente no podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una sociedad de cristiandad, sino en una realidad pagana, donde se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro modelo cristiano.

Sin embargo, es este mundo el que nos toca vivir y en él actúa el Espíritu Santo de Dios. Sus signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en él, aunque a veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.

Pero a la vez que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la legalidad de los poderosos.

Y aunque la fe no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos, porque no hay mayor enemigo para la Iglesia de Jesucristo que la apatía o la desidia de quienes la formamos.



Hoy es un día en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros misioneros en todo el mundo, pero la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del evangelio del Señor.



Que de esta forma también podamos un día decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

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