miércoles, 6 de julio de 2016

DOMINGO XV T.O.



DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

10-07-16 (Ciclo C)



       “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Así comienza el evangelio que acabamos de escuchar, con esta pregunta aparentemente simple y que sin embargo encierra los anhelos más profundos de toda persona creyente.

       Heredar la vida eterna es para todos nosotros el fin último de nuestra existencia. Y por muy lejano que contemplemos ese momento de encuentro definitivo con Dios, sabemos que un día llegará y confiamos en que su amor nos recoja para comenzar a su lado la vida en plenitud.

       Por eso la pregunta de aquel personaje del evangelio, no es una pregunta retórica o lanzada para entablar una conversación con Jesús. La pregunta del escriba tenía como destinatario a alguien considerado especialmente tocado por Dios, y por lo tanto conocedor de sus designios y exigencias.

       Jesús le va a responder con la parte que mejor conoce el escriba, el cumplimiento de la ley. Esa ley recibida por Moisés y transmitida de generación en generación como el único camino cierto para mantener la alianza entre Dios y los hombres. Una ley que ha sido grabada en el corazón del ser humano y que está al alcance de todos, como hemos escuchado ya en la primera lectura del libro del Deuteronomio.

       El escriba desglosa los principios de la ley de Dios y recibe como respuesta la aprobación por parte de Jesús, “bien dicho, haz esto y tendrás la vida”. Pero no terminan aquí las dudas de aquel hombre. Le queda algo que tal vez desconozca de verdad, o que simplemente le sirva como excusa para desentenderse de los demás, lo cierto es que al preguntar “¿quién es mi prójimo?”, se le abrirá un horizonte nuevo.

       El escriba parecía comprender bien lo que significaba “amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”, pero eso de amar al prójimo le resultaba confuso. Porque tal vez, en el fondo, sabía muy bien quién es el prójimo.

       El prójimo es el otro, la persona que tenemos a nuestro lado en cualquier momento, sin pararnos a pensar en sus ideas o convicciones, ni en su situación social o económica, ni en sus planteamientos éticos o morales, ni tan siquiera en su bondad o maldad.

       Jesús le va a poner ante sus ojos un suceso cualquiera, pero concreto, donde se contempla la necesidad de una persona atacada violentamente, y las actitudes de quienes lo contemplan.

       Y no va a tomar al azar a los personajes de su historia. Un sacerdote y un levita pasan de largo, y un samaritano lo atiende.

       Los conocedores de la ley de Moisés, en la que explícitamente se ordena que hay que atender a los moribundos y necesitados, que no se puede pasar de largo ante un hombre abatido, que hay que dar sepultura a los muertos y acoger en el hogar a los extranjeros; estos los ilustrados y heraldos de la ley, la incumplen y lo abandonan.

Y sin embargo aquel hombre de Samaria, tierra de gente indeseable y repudiada por un buen judío, va a ser quien cumpla la ley de Dios cuya letra desconoce, pero que sin embargo atiende a sus deseos porque comprende el fundamento de la ley universal del amor.

       Queridos hermanos, esta parábola siempre es comprometedora. Desde aquel encuentro entre el escriba y Jesús, ya no nos sirven las excusas para atender o rechazar al hermano necesitado.

       El prójimo no es alguien ajeno a mí, aquel a quien tengo a mi lado ha de ser descubierto como un hermano y un hijo de Dios.

       Ser prójimo no consiste sólo en mirar a los demás, sino en contemplar mi propio corazón y descubrir si tengo en él la semilla del amor de Dios que me haga vivir la fraternidad con  la misma urgencia y afecto del buen samaritano.

       La pregunta no es quién es mi prójimo, como la formuló el escriba. La pregunta es ¿quién se comportó como prójimo del necesitado?, porque así la formuló Jesús, y a esta cuestión hemos de responder nosotros, implicando en ella nuestra vida y compromiso social.

       De esta manera daremos respuesta a la pregunta fundamental de nuestra existencia, con la que iniciábamos esta homilía, “¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?”. La ley de Dios la tenemos escrita en el corazón, y es camino veraz que nos conduce hasta él, pero siempre ha de ser recorrido de la mano de los hermanos.

       Cuando nos parezca sencillo cumplir eso de amar a Dios, como le podía parecer a aquel escriba, preguntémonos si amamos igualmente a los hermanos, si somos prójimos de ellos sin hacer acepción de personas. Y si felizmente descubrimos que en nuestro corazón vivimos la misericordia y la compasión para con los demás, asistiéndoles en sus necesidades de forma generosa, entonces estaremos en la senda que nos conduce hacia esa vida ansiada junto a Dios. Porque de lo contrario nos estaremos alejando de Él.

       El amor a Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro corazón, sólo se puede probar y testimoniar, por los frutos que de ese amor se derivan y que necesariamente tendrán en el prójimo necesitado a su destinatario principal.



       Que esta eucaristía fortalezca nuestra capacidad de amar a los demás, y que el Señor nos conceda entrañas de misericordia que nos ayuden a conmovernos ante las necesidades de los hermanos, para de ese modo vivir con mayor intensidad nuestro ser hijos de Dios y herederos de su vida eterna.


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