sábado, 17 de septiembre de 2016

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

18-09-16 (Ciclo C)



       La Palabra de Dios que cada domingo ilumina nuestra vida, nos presenta múltiples aspectos del pensamiento de Jesús y nos acerca a lo que realmente le importó, su enseñanza y testamento.



       Unas veces le veremos preocupado por ofrecer un rostro más auténtico de Dios Padre, otras insistirá en situar al ser humano, su vida y su dignidad, por encima de los comportamientos que lo oprimen, y siempre se alzará como defensor de los pobres y marginados, a la vez que se compadece de los enfermos y necesitados.



       Todo ello nos muestra que en el centro de la vida y del mensaje de Jesús se sitúa Dios, a quien debemos “amar con todo el corazón y con toda el alma”, y de ese amor creador y salvador, brota su entrega absoluta al servicio de los hombres sus hermanos, ya que el amor al prójimo como a uno mismo constituye la seña de autenticidad del amor a Dios.



       Desde esta experiencia vital del Señor, debemos comprender el evangelio de hoy y la llamada que nos hace a ir tomando opciones fundamentales en nuestra vida, “no podéis servir a Dios y al dinero”.



       Cuantas veces va a insistir Jesús, en la necesidad de superar ambiciones, egoísmos y materialismos desmesurados. Cuantas veces nos va a descubrir que tras los enfrentamientos, las violencias, la opresión, la pobreza y la desigualdad se encuentra ese poner al dinero como meta de nuestra vida que sustituye al único Dios verdadero, y que acaba por adueñarse de nuestro corazón porque se convierte en el ídolo al que sacrificamos nuestra libertad y dignidad, haciéndonos sus esclavos dependientes.

       Ya el profeta Amós, en el siglo VIII antes de Cristo, denuncia la opulencia de los poderosos frente a la miseria de los pobres. El Dios que se revela a su pueblo y que entabla una relación de amor y misericordia con él, a la vez manifiesta su rechazo y condena de todas las injusticias que oprimen a los débiles y que va sumiendo en el caos a la creación entera, al romper la armonía de la fraternidad humana.



       Y si ya aquel profeta del Antiguo Testamento, manifestaba la rotunda oposición de Dios por la marcha de este mundo sustentado sobre las diferencias sociales, hemos de contemplar cómo los tiempos modernos con todos sus adelantos y logros en el campo de la técnica, lejos de paliar esas desigualdades y sus efectos, los ha incrementado hasta el extremo haciendo que la gran mayoría de la población mundial esté sumida en la miseria y condenada a ella, sin remedio aparente.



El evangelio de Jesús nos sitúa ante una cuestión crucial, ¿quién es para nosotros nuestro Señor? Porque el dilema de servir a Dios o al dinero, no es una alternativa en el seguimiento de Cristo. Es la opción fundamental de nuestra vida ya que amar a Dios sobre todas las cosas, nos impulsa a reconocer a los demás como hermanos y a sentir que nuestro futuro tiene un mismo final de vida en dignidad y amor.

El texto del evangelio parte de una experiencia en la que se relata la vida de un empleado infiel. Se sabe sorprendido en su infidelidad y pretende reconciliarse con aquellos a los que había estafado previamente siendo generoso en las cuentas. Y concluye Jesús el episodio con una frase desconcertante “ganaos amigos con el dinero injusto”. Es decir, el dinero tiene como finalidad el servicio a la vida y a su justo desarrollo, tanto de aquellos que lo poseen como de los que carecen de él. Y si todos debemos abrir las manos para compartir generosamente con quien mayor necesidad padece, mucho más se exige esta actitud con aquellos cuya ganancia actual proviene por medios ilícitos. Es la manera de empezar a sanar su injusto egoísmo y ambición.

       Pero no es suficiente con la generosidad. Ésta puede resultar autocomplaciente y tranquilizadora de malas conciencias. El hecho fundamental donde Jesús pone la fuerza de su enseñanza está en, quién es tu Señor. A quién sirves y te entregas, ante quien rindes tu vida y te reconoces en sana dependencia de amor, ante el Dios Padre que te ha llamado a la vida, te ha conducido con ternura y siempre te acompaña con su misericordia y fidelidad, o ante el poderoso dinero que te hechiza y deslumbra con falsas promesas de felicidad inmediata haciéndote dependiente y esclavo de sus normas e intereses.



Y esta radicalidad en la respuesta no es cualquier cosa. Los medios que posee el mundo de la economía son extraordinarios, marcan con claridad las leyes y conductas sociales, y crean ideologías a su servicio que de una u otra forma condicionan los valores fundamentales en los que todos nos movemos y vivimos.

Los creyentes en Jesucristo, acogemos la propuesta que él nos hace y que conlleva un cambio radical en la vida más acorde con su evangelio.

      

Sólo desde ese amor que alimenta el corazón del ser humano con la Palabra fecunda del evangelio de Jesucristo, es posible realizar el milagro de multiplicar los panes para que lleguen a más. Y aunque sabemos que nuestras pequeñas aportaciones  siempre serán escasas, no debemos despreciarla porque es precisamente la suma de los muchos pocos, lo que llena de esperanza a tantísimos hogares hasta los que llega la mano generosa y caritativa de la Iglesia, por medio de sus cáritas diocesanas.



Como nos enseña S. Pablo es su carta apostólica, debemos a la vez seguir orando al Señor, para que su Espíritu vaya ablandando la dureza del corazón de los poderosos a fin de que la justicia, la equidad y la paz lleguen a todos los rincones del mundo. Y aunque parezca poca cosa, la unión entre la oración y la acción de tantos creyentes en Jesucristo, es lo que va sembrando nuestro mundo de amor y de esperanza.

 “Sólo Dios basta”, decía Santa Teresa de Jesús al comprender que en el abandono de su vida en las manos amorosas de Dios, era como la había recuperado con generosa abundancia en amor, libertad y entrega.



Esta libertad es la que nos capacita para seguir a Cristo en la vocación a la que él nos llama, y por la cual alcanzamos el gozo y la dicha plenas.  Hoy, los cristianos no debemos dar pena por la vivencia de nuestra fe, todo lo contrario, lo que deberíamos dar es envidia por la experiencia gozosa que tenemos la suerte de compartir.

Porque si nuestro semblante transmite tristeza y agobio, difícilmente podremos convocar a nadie a esta comunidad eclesial, y a demás estaremos desvirtuando la autenticidad del mensaje de Jesucristo, que nos ha llamado a vivir la alegría de los hijos de Dios. Y esto sólo es posible, si de verdad Dios es nuestro Padre, amigo y único Señor.



Que María, la fiel esclava del Señor, que proclamaba con su vida y entrega la grandeza de Dios, nos ayude a nosotros a reconocer en Cristo y su evangelio de vida, al único Salvador.

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