sábado, 10 de septiembre de 2016

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

11-09-16 (Ciclo C)



La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, vuelve a insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe cristiana, la experiencia del perdón, como fruto del amor auténtico.

Y la liturgia de este día nos propone tres miradas distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para todos. La primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la segunda nos mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio el auténtico rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.



El pueblo de Israel ha vivido una intensa relación con Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la esclavitud de Egipto, y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor, cuando comienzan a pasar dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados que les ayuden a caminar en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos fabricados por sus manos.

Esta ofensa a Dios deberá tener un castigo ejemplar, y así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo entre Dios y Moisés, dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada por la intervención del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.



Para los israelitas el justo castigo de Dios se ha convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha salido en su defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios justiciero y vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de mostrar misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.

Ningún otro dios de los conocidos en su entorno aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de Israel, por la intercesión de Moisés, comprende la debilidad humana y se compadece de él.

La segunda experiencia es la vivida por el mismo San Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su fe judía, pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo perseguía, experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el mismo apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía en Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha vuelto a renacer.



San Pablo no olvida sus orígenes, ni niega la realidad de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera, ese recuerdo no es algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que vivir una vida nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.

Esta experiencia es muy importante para nosotros, porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la reconciliación y de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a  nuestra memoria y corazón, los remordimientos del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.

Si Dios nos ha perdonado, debemos perdonarnos también nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara nada, tampoco nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su gracia y su fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en su carta: “podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”.



Y si eso no es suficiente tenemos el relato del evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor de Dios nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de sus miembros.



Por eso la alegría de Dios por la vuelta y el encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna forma vivimos esa experiencia paterna o fraterna.

Sólo cuando se ama de verdad sin complejos ni condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro no nos importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento y olvido.



Dios nos llama a vivir con responsabilidad nuestra realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir que todo valga, y que los malos comportamientos de unos carezcan de consecuencias para los demás. Cuando alguien rompe la sana armonía, necesaria en toda convivencia y lo hace de forma tan grave como lo es la violencia, la opresión y la muerte, no podemos hablar de perdón y olvido como si nada hubiera ocurrido. Una cosa es salir en busca de quien se pierde en el camino por errores y fracasos comunes a todos, y otra muy distinta tener que ir tras aquel que ni se arrepiente del mal provocado ni pide perdón a quien con tanta gravedad ha herido. El perdón, que siempre es gratuito, necesita de la actitud sincera de la conversión y de la reparación por parte del pecador, y así además de recibir el gozo del perdón divino, podrá experimentar también la auténtica acogida del hermano y su plena regeneración.

La verdad, que ha de iluminar nuestros actos, nos lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con humildad las consecuencias de los mismos.

Pero lo mismo que sin la actitud de conversión no es posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por quien ha sufrido el mal tampoco curará su herida. El rencor, el odio y el deseo de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye es a quien lo siente.

Ninguna relación humana puede asentarse en la venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada por Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.



El perdón es lo más genuino y grandioso de la fe cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación con los demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de  misericordia y compasión. Que seamos capaces de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos sido salvados.


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