viernes, 27 de enero de 2017

DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO

29-01-17(Ciclo A)



Acabamos de escuchar una de las páginas más hermosas del Evangelio, el Sermón de la montaña, donde el evangelista San Mateo nos muestra la imagen de Jesús junto a sus discípulos, y rodeado de una muchedumbre hambrienta de una palabra de esperanza. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica; Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos” (1716)



La liturgia eucarística nos propone este pasaje evangélico tras el bautismo del Señor y el inicio de su vida pública. Es como si nos presentara el proyecto de vida que Jesús va a desarrollar y el contenido de su misión como centro del anuncio del Reino de Dios.

Y lo primero que puede llamar nuestra atención es que ese centro lo van a ocupar los pobres, los que sufren y lloran, los mansos y limpios de corazón, quienes pasan hambre de justicia y son perseguidos por esta causa, los que buscan y trabajan por la paz, aquellos que son misericordiosos y en definitiva quien es o será perseguido por su causa.

A todos ellos les llama benditos, dichosos, bienaventurados, no por los padecimientos que están soportando, sino por el horizonte que se les abre en el amor y la bondad de Dios, ya que han sido hechos hijos y herederos de su Reino.



Las bienaventuranzas son el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos hermanos nuestros, en esta historia de salvación, ya han recorrido de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.



     Todas las bienaventuranzas entrelazan un proyecto de vida unitario y que nos acerca de forma plena a la vida de Jesús, pero voy a destacar tres, en las cuales descansan las demás porque son el núcleo fundamental de la vida de Cristo; la pobreza, la limpieza de corazón y la búsqueda de la paz.



     Pobre de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de Dios. Jesús emplea la palabra «pobres» (anawim en hebreo) en el sentido que le dieron los profetas del Antiguo Testamento, en particular los tardíos como Sofonías: los humillados y sumisos a la voluntad de Dios (2.3). Jesús, quién desde niño conocía muy bien las Escrituras, como todos sabemos, debe haber tenido en mente la frase de Isaías: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y abatido.» (66.2). La unión de estos dos términos: «abatido» y «humilde», nos da el sentido en que Jesús emplea la palabra «pobre». «Pobre» es el que se humilla ante Dios, el que reconoce su pobreza y necesidad espiritual, su pobreza en el reino del espíritu, aunque tenga medios materiales. Pobre es el manso, el piadoso, el que está disponible ante Dios.

Claro que la pobreza de espíritu no puede ser ajena a la material. De hecho es casi imposible la una sin la otra. Nunca viviremos la pobreza espiritual si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.

     El ser humano tiene una unidad en sí mismo y es imposible mantener una espiritualidad sencilla y humilde llevando una vida opulenta y egoísta, desentendida de la debilidad y penuria ajena.

     Vivir de forma sencilla y sobria, además de hacernos solidarios con los demás, sobre todo configura nuestro ser para acoger con disponibilidad la voluntad de Dios.

     Esa sencillez y humildad, expresión de nuestra pobreza espiritual, posibilitan también la segunda bienaventuranza, el tener un corazón limpio para mirar a los demás. La limpieza de corazón genera en nosotros una vida lúcida para contemplar  a los otros con misericordia. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles.



     Un corazón limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente de la de los demás.

     Que costoso es mantener viva esa mirada limpia. Qué pronto dejamos que aniden en nuestra alma las sospechas, los recelos, las dudas. Es como si al encontrarnos con el otro buscásemos primero sus fallos antes que sus virtudes, y sintiéramos más alegría por sus debilidades que por sus triunfos.

     Sin embargo bien sabemos cuánto nos duele que se confundan con nosotros, que alguien hable mal de uno. Y es que la mirada que no está limpia deja fácilmente paso a la calumnia y a la mentira, sustrato del que se alimentan el odio y el rencor.



     Por último, nos fijamos en una bienaventuranza de permanente actualidad; Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados los hijos de Dios”. Cada una de las bienaventuranzas conlleva para quien la vive un premio, los pobres poseerán el reino de Dios, los misericordiosos alcanzan misericordia, los que lloran son consolados...etc. Pero en este trabajar por la paz, la promesa de Jesús va mucho más allá, “ellos serán llamados los hijos de Dios”. La paz constituye el signo de la filiación divina, vivir en la paz verdadera es sinónimo de estar en plena armonía con los hombres, nuestros hermanos, con la creación entera y con Dios.

Porque el trabajo por la paz implica vivir una existencia calmada, exenta de violencias, egoísmos y rencores, al estilo de Jesús.

     La realidad que nos toca vivir, está teñida de sangre y surcada por el lamento permanente de las víctimas de la violencia y el terror. Violencia generada por la ambición, el egoísmo, las ideologías, el fanatismo, en definitiva, el poder que se desea ejercer sobre el otro, sea ajeno o miembro del propio hogar.

     Trabajar por la paz es responsabilidad de todos. Primero de aquellos que tienen en sus manos la grave tarea de dirigir y gobernar nuestro presente evitando las divisiones injustas en las que se alimenta el odio. Pero también es nuestra responsabilidad como cristianos, potenciando las actitudes de reconciliación y de perdón, que como hijos de Dios hemos de vivir cada día, y poniendo nuestra semilla de esperanza en medio de las dificultades y tensiones.

     Vivir el espíritu de las bienaventuranzas conllevará muchas veces participar de la última de ellas, “dichosos cuando os persigan por mi causa”. Pero pensemos que es mucho mejor ser criticados por nuestra fidelidad a Jesucristo que por nuestra desidia e incoherencia de vida.

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