viernes, 5 de mayo de 2017

DOMINGO IV DE PASCUA



DOMINGO IV DE PASCUA

7-05-17 (Ciclo A – Jornada por las vocaciones)



En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la fe en Cristo resucitado, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora, y un regalo generoso para las comunidades cristianas a las que son enviados.



En el tiempo pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos discípulos ante la resurrección del Señor. También recordamos el nacimiento de la Iglesia como fiel continuadora de la obra de Jesús, que él mismo nos encomendó.

En la resurrección de Cristo, los creyentes recibimos la fuerza alentadora del Espíritu Santo, y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza. Así van surgiendo las primeras adhesiones al grupo de los creyentes. Aquellos que escuchan a Pedro narrar su vivencia, se sienten alentados a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos son convocados a participar de la misma comunidad creyente, viviendo en una misma esperanza y construyendo el Reino de Dios. Y para esta tarea hacen falta muchos brazos.



Dios nos llama a cada uno de forma personal, pero sirviéndose de mediaciones. Todos los creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente y gracias a ellos hoy podemos mantener de forma adulta nuestra fe.

Ninguno de nosotros podría sostener su fe y su esperanza si no contáramos a nuestro lado con otros hermanos que nos conforten en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden en medio de las dificultades de la vida.



Pues hoy la Iglesia nos hace partícipes de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen falta una clase muy específica de obreros en la mies del Señor. Si todos los brazos y carismas son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en nuestros días hay unas vocaciones que se necesitan suscitar con extraordinaria urgencia; la llamada a la vida religiosa y a la sacerdotal.



La vocación religiosa es en nuestros días un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, en el que crece el individualismo y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se pueden contemplar también espacios fraternos donde la vida comunitaria, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.

En medio de la sequedad y del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las de aquellos a los que sirven con dedicación, porque en ellos aflora con frescura y generosidad, el manantial inagotable del amor de Dios.

No tenemos más que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. También entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio a Dios y a los demás, desde la gran riqueza de sus carismas. Son una muestra de la mano abierta de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.



Y junto a las vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Si es verdad que en una época era un estado de vida respetado socialmente y que muchas familias se alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada e incluso rechazada, hasta por las familias cristianas.



Hoy nuestras comunidades cristianas necesitan de sacerdotes, que a ejemplo del Buen Pastor, acompañen la fe y la vida de los creyentes de manera que todos formemos una auténtica fraternidad, unida en la comunión, y viviendo en fidelidad al evangelio del Señor.

Jesús nos previene contra quienes pretenden entrar  en el aprisco de las ovejas por una puerta distinta de él. Aquellos que en vez de buscar el bien de los demás se preocupan del suyo propio, quienes en vez de anunciar la Palabra de Dios, pretenden imponer sus ideas, poniendo en peligro la unidad de la familia eclesial.

El sacerdote tiene como misión fundamental ser garante de la comunión en su comunidad concreta, desde la estrecha colaboración con su Obispo de quien ha recibido la ordenación sacramental. Y este servicio es en nuestros días de vital importancia en la Iglesia, donde tantas veces asistimos a expresiones confusas que en nada ayudan a la unidad deseada por el Señor.



En un tiempo de conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la división, necesitamos de personas que nos ayuden a vivir conforme al evangelio de Jesucristo y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.

       En esta eucaristía vamos a pedir que el Señor siga llamando al corazón de los jóvenes para que desde esa generosidad que ellos tienen se abran a su voz.

Que nosotros, padres, madres, catequistas y comunidad cristiana entera seamos tierra buena en la que la semilla de su fe y de su entrega se desarrolle adecuadamente. De su respuesta generosa y de nuestra aportación responsable depende nuestro futuro creyente y humano. Que lo que Dios haya sembrado en su corazón, cuente con nuestra ayuda y cuidado para que llegue a buen fin.


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