sábado, 16 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

17-9-17 (Ciclo A)



       Si el domingo pasado Jesús nos enseñaba a corregir al hermano, desde esa actitud tan auténtica de la corrección fraterna, hoy el Señor realiza una llamada a la generosidad en el perdón. Un perdón que proviene de su amor y misericordia, y del que todos estamos necesitados por igual. De tal modo que si nuestro ánimo se deja llevar por la mezquindad, a la hora de acoger al hermano, ponemos en serio riesgo nuestra capacidad para acercarnos de forma auténtica al perdón de Dios.

La Palabra de Dios nos invita precisamente a tomar conciencia de nuestra común condición de pecadores, de manera que al asumir nuestra limitación y miseria, nos hagamos sensibles a las debilidades de los demás, y sobre todo, asumamos el serio compromiso de transformar nuestras vidas, en el camino de la conversión y del encuentro gozoso con Jesucristo que nos perdona setenta veces siete, es decir siempre que de corazón y verdad, acudamos a él.



Pero la triste realidad de nuestros días, es que evitamos enfrentarnos de forma madura a nuestra propia verdad, justificando nuestros comportamientos y dulcificando las actitudes que en ellos se manifiestan para no asumir la responsabilidad que de los mismos se puedan derivar.

Y lo primero que hacemos en este sentido es devaluar la realidad del pecado. De hecho es una palabra que sólo se utiliza para ridiculizar las prácticas religiosas, creyendo que de este modo superamos sus efectos reales y alejamos de nosotros sus consecuencias.

Al rechazar y diluir en la banalidad, los comportamientos contrarios a una recta moral, formada de manera adulta en los valores del evangelio, o de la misma ética social, el hombre de hoy se erige en paradigma de su comportamiento, rechazando cualquier intervención distinta de su antojo a la hora de valorar y decidir sus actos.

Y cuando esto ocurre, la decadencia personal y el desastre colectivo se abren paso de manera inexorable.

Es doctrina fundamental de nuestra fe, que Cristo murió por nuestros pecados, y que en la Cruz, Jesús redimió a la humanidad entera. Por lo tanto cuando un cristiano se permite el lujo de decir que él no tiene pecado, simplemente está rechazando la obra redentora de Cristo en su vida, y alejando de sí de su efecto salvador.



Todos, en virtud de nuestra común condición humana, estamos sometidos a las consecuencias del mal en nuestras vidas, y ese mal tiene resultados para nosotros, bien como causantes del mismo o como víctimas de su efecto. Y hace falta una gran calidad humana, manifestada en la humildad del corazón, para aceptar con sencillez nuestra responsabilidad y acudir al Señor para acoger su misericordia y perdón.

El evangelio que acabamos de escuchar nos da una gran lección de lo que significa la misericordia divina, y del camino que nos conduce a ella, así como de las consecuencias letales que para el hombre tiene su rechazo y orgullosa obstinación.



Todos queremos que se nos mire con misericordia y bondad. Y por grandes que sean nuestras miserias, siempre buscamos la compasión y comprensión. Sin embargo cuanto nos cuesta ejercitar esas mismas actitudes con los demás. Jesús, buen conocedor del corazón humano, acoge la pregunta de Pedro para dar una lección de lo que significa el perdón, y nos ofrece el único camino que conduce hacia él.

En primer lugar, vemos como un gran deudor, o en términos morales, un gran pecador, se presenta ante su Señor a rendirle cuentas.

Y cuando es requerido ante el tribunal, y siendo consciente de la enorme pena que le será impuesta por su gran pecado, se humilla ante el Señor pidiendo clemencia. Y Dios, representado en aquel rey, se compadece de él perdonándole todo, devolviéndole su dignidad y libertad.

Pero ésta persona lejos de haber vivido con auténtica conversión este regalo divino, manifiesta su desprecio del mismo cuando teniendo ante sí a un hermano que le adeuda una miseria, lo trata con implacable dureza y sin compasión.



El episodio narrado causa tanto espanto entre quienes lo contemplan que acuden al Señor a narrarle lo sucedido. Y el resultado es concluyente, así como has actuado tú con tu hermano, serás justificado o condenado.



No podemos presentarnos ante el Señor pidiendo su misericordia con auténtica actitud de conversión, si no somos capaces de vivir la compasión con nuestros hermanos. De hecho cuando ponemos en nuestros labios la oración que Jesús nos enseñó, y pedimos al Señor que perdone nuestras ofensas, seguidamente decimos “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y si es verdad que el perdón de Dios no puede ser condicionado por la acción del hombre, resulta en la práctica del todo imposible, poder aceptar el perdón divino, si no somos capaces de acoger y ofrecer el perdón humano.



El sacramento de la reconciliación, donde nosotros acudimos con sencillez ante el Señor, presente en la persona del sacerdote, es cauce ordinario y eficaz de la misericordia divina. No importa la gravedad o la levedad de nuestro pecado, lo importante es la actitud de autenticidad que en nuestra alma se vive, para presentarnos ante Dios con la verdad de nuestra vida.

Y tengamos presente una cosa, la mayor frecuencia en la recepción de esta gracia, nos ayuda a mejorar eficazmente nuestro ser, porque el don de Dios realiza su acción sanadora cuando dejamos que sea él quien nos orienta y estimula, ayudándonos a levantarnos después de la caída.



La práctica de la confesión ha descendido en nuestros días, de forma alarmante, especialmente en nuestras sociedades tan secularizadas. Y mirad, el hecho de no confesarnos no nos ha hecho mejores personas, ni ha mejorado las relaciones entre nosotros, más bien al contrario. Cuando impido que mi vida sea contemplada con otros ojos distintos de los míos, y cierro mis oídos a los consejos que desde el evangelio el ministro de la Iglesia me ofrece, para mi mejor provecho y conversión, al final voy expulsando a Dios de mi vida, para situarme yo en su lugar, constituyéndome en principio y fin de mis acciones y deseos.



Pidamos en esta Eucaristía la gracia de acoger la verdadera conversión que el Señor nos ofrece. Que nunca desconfiemos de Él que se acerca para restañar nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia, y que sepamos encontrar en este sacramento de sanación la fuerza necesaria para aceptar la verdad de nuestra existencia, presentarla con confianza ante el Señor, acoger su misericordia salvadora, y así comprender y perdonar a nuestros hermanos, como deseamos que Dios nos acoja y perdone a nosotros.


No hay comentarios: