DOMINGO VI DE PASCUA
6-05-18 (Ciclo B) Pascua
del Enfermo
El tiempo pascual
que estamos viviendo camina hacia su punto culminante que será la fiesta de
Pentecostés, y desde la perspectiva de los domingos que hemos celebrado,
podemos recordar lo esencial de este camino. Los tres primeros domingos de
pascua nos mostraban la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Desde
diferentes experiencias personales y comunitarias, los discípulos dispersados
por el miedo y la frustración, vuelven a reunirse tras su encuentro con el
Resucitado y la evidencia de que el Señor está vivo. El triunfo de Jesús sobre
la muerte, será el núcleo de su mensaje, el fundamento de sus vidas y la única
verdad por la que merece la pena entregar su existencia.
Así van caminando
inicialmente de la mano del Señor quien les ayuda a comprender los gestos y las
palabras expresadas y realizadas en su vida mortal.
Los siguientes
domingos nos han ido mostrando, a la luz de esa experiencia pascual el rostro
del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, y la necesidad de permanecer
unidos a Jesucristo como el sarmiento a la vid, ya que sólo desde esa unidad
esencial y fecunda, podremos dar fruto abundante y mantener vivas nuestra fe y
esperanza.
Hoy la palabra de
Dios nos abre la puerta a una experiencia aún más profunda en este camino de
encuentro con el Señor, mostrándonos la esencia misma de Dios. “Dios es amor”.
Y todo lo demás que podamos decir de nuestro Dios deberá ser interpretado a la
luz de esta certeza fundamental. Dios es amor, y por eso comprendemos que su
desvelo por el ser humano, hechura de sus manos, le llevara a encarnarse en
nuestra naturaleza e historia para compartirla y redimirla para siempre.
Que Dios es amor
nos lo ha estado repitiendo incansablemente Jesús en todos los momentos de su
vida, cuando se acercaba a los enfermos, o bien acogía a los marginados. Cuando
reinterpretando los preceptos y leyes enseñaba que el centro de toda conducta
ha de estar en hacer el bien a los demás y evitarles cualquier mal.
Que Dios es amor se
transparentaba en su mirada cuando conmovido por el dolor de los débiles, se
entregaba a ellos en cuerpo y alma. Así se entienden con toda verdad sus
palabras que aún resuenan en nuestra mente, “Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, y es que Jesús
sí entregó su vida, pero no sólo por sus amigos, sino por todos, incluso por
quienes provocaron su condena y jalearon su muerte.
Esta seña de
identidad de Jesús no sólo es un rasgo de su persona, es además para todos
nosotros mandamiento novedoso y esencial de la fe; “esto os mando: que os améis unos a otros”. La vida y la muerte de
Jesús no son una representación para los anales de la historia humana. Para
muchos que no han encontrado al resucitado en sus vidas sí se ha quedado en las
notas de la vida de un hombre del pasado. Por eso andan tan preocupados en
buscar sólo su humanidad y si no tienen suficientes datos que les agraden se
los inventan dándolos al mundo como primicias de sus propias proyecciones.
Pero la vida y la
muerte de Jesús han de ser contempladas a la luz de su resurrección. Porque es
desde ella como podemos entender que sus palabras y sus obras tienen sentido y
siguen siendo camino, verdad y vida para todos nosotros.
Jesús nos ha
amado como el Padre le amó a él. Sin límites ni condiciones, con absoluto
desprendimiento de sí mismo y con entera disposición para entregar la propia
vida. Y como medio eficaz para poder desarrollar ese amor sólo nos muestra un
camino, cumplir la voluntad de Dios, sus mandamientos, condición de posibilidad
para lograr una auténtica humanidad. Los mandamientos de Dios no son un código
de normas desencarnadas; para amar a Dios sobre todo, y al prójimo como a uno
mismo, debemos antes recorrer un camino de respeto, de mirada limpia y corazón
honesto, que nos haga capaces de reconocernos como hermanos e hijos del mismo
Padre Dios.
Los mandamientos
de Dios no son un tratado para mentes infantiles, son el reconocimiento adulto
y maduro de que aquello que haga a los demás o deje de hacer por ellos, repercute
de forma positiva o negativa en mí mismo y en quienes me rodean, haciéndome
responsable de ello, para bien y para mal.
Para amar a Dios
debo conocerle, y para conocerle necesito escuchar su palabra y contemplar sus
obras en la persona de quien es claro reflejo de su ser, Jesucristo su Hijo
amado. Si desconozco la vida de Cristo, si no me acerco a su evangelio narrado
por aquellos que compartieron su vida y que fue escrito poco después de su
muerte y resurrección para alimentar y sostener la fe de las comunidades
cristianas nacientes, si no dejo que el testimonio de aquellos creyentes que
entregaron su vida por amor al Señor vaya calando en mi vida, entonces
seguiremos caminando como ovejas desacarriadas, a merced de los lobos que
destrozan y dispersan el rebaño del Buen Pastor.
Todas las
palabras y las obras de Jesús, tienen una única finalidad: “os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra
alegría llegue a plenitud”.
El amor del Señor
es de tal magnitud y pureza, que no se ha guardado nada de su experiencia de
Dios. Su deseo más intenso es que nosotros, sus discípulos y amigos, lleguemos
a experimentar en nuestra vida sus mismos sentimientos, gozos y horizontes;
compartiendo junto a él una vida verdaderamente plena en la que nuestra
humanidad se identifique tanto con la de Cristo, que participemos de la
plenitud de su vida divina.
Este es el
verdadero amor, el que no se racionaliza ni se sopesa, el que no calcula sus
beneficios o se resguarda ante posibles agresiones. El amor de Dios, como nos
recuerda el apóstol S. Pablo, “disculpa
sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor
no pasa nunca”. (1 Co 13,7-8a)
Hoy celebramos
también la Pascua del enfermo. La Iglesia desde siempre ha tenido especial
cuidado y ternura para con sus miembros más necesitados y débiles, conforme al
estilo de vida de Cristo, salud de los enfermos.
Es en las
situaciones de mayor debilidad, de sacrificio y penuria donde se manifiestan
los verdaderos amores. Amar al sufriente, al dependiente, a quien nada puede
hacer ni tan siquiera por sí mismo. Amar, cuidar y compartir la vida de
nuestros enfermos, es abrir el evangelio del Señor y mostrar al mundo lo que
significa la sacrosanta palabra “amor”.
Y esta
experiencia cristiana de proteger y amar a los débiles, es en nuestros días un
clamor irrenunciable. Cuando pervertimos la mirada sobre el otro, y
condicionamos su existencia a nuestro bienestar o beneficio, entonces se
resquebraja el valor de la vida humana hasta denigrarla y hacer de ella un
medio para mis fines; de tal manera que si me sirve la conservo y si me estorba
la suprimo, silenciando la propia conciencia que denuncia la crueldad de esta
agresión mediante leyes injustas e inmorales que amparan la supresión del indefenso.
Quienes promulgan estas leyes, o las consienten con su silencio cómplice,
pretenderán justificar este crimen como el ejercicio de un derecho, pero la
evidente maldad de aniquilar una vida humana indefensa, deja a la intemperie la
realidad de su mentira e injusticia.
Dios, que es
amor, nos ha creado en el amor, para que al ser amados primero por Él, vivamos
en la dinámica creadora del amor al prójimo como a uno mismo. Porque el amor a
los demás es el crisol del amor auténtico ya que “Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a
quien no ve”. (1Jn 4,20)
Que el Señor nos
ayude para saber dar siempre razón de nuestra fe, no sólo de palabra, sino
especialmente con las obras del amor a los hermanos más débiles, a fin de que
nuestro compromiso por su defensa y dignidad, les llene de vida y de esperanza.
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