DOMINGO
II DE CUARESMA
16-03-25
(Ciclo C)
En nuestro itinerario hacia la pascua, vamos avanzando
a la luz de la Palabra de Dios que cada domingo se nos proclama. Es el día del
encuentro con el Señor y con los hermanos, que congregados entorno al altar,
compartimos la vida cotidiana para que iluminada por el Evangelio y fortalecida
con el Cuerpo del Señor, vuelva renovada a las tareas de cada día.
Y en este segundo domingo de cuaresma podemos detener
nuestra mirada en la experiencia de los grandes personajes de la Sagrada
Escritura. En todos ellos se nos muestra con sencillez y claridad, cómo ha sido
su relación con Dios; una relación cercana, personal, fluida y entrañable.
Relación que no sólo afectaba a los protagonistas principales de cada momento
histórico, sino que era compartida por toda la comunidad creyente.
La historia de Abrahán que se nos narra en el Génesis,
es mucho más que la experiencia de nuestro padre en la fe. Son los cimientos de
una relación paterno-filial que en Jesús encontrará su momento culminante, pero
que desde siempre ha distinguido la fe del pueblo de Israel.
Porque esa fe no se sustenta en un compendio de ideas
y teorías sobre la divinidad, sino en la experiencia concreta, personal y comunitaria
que nace de una relación existencial y vital. Ningún protagonista bíblico creía
en el Dios de otro por oídas, sino en el suyo propio con el que entraba en esa
relación mística y personal. Una relación real que estaba fuera de toda duda,
aunque el fruto de la misma conllevara
una respuesta confiada y radical.
Abrahán fue conducido por esa relación con Dios hacia
caminos insospechados para él, y en ocasiones aparentemente contradictorios.
Cuando Dios le promete una descendencia como las estrellas del cielo, y él
asiente entregándose a la alianza, tendrá que vivir la prueba de ofrecer a su
único hijo como sacrificio a Dios.
Sólo en la relación sólidamente edificada en el amor y
la fe, es posible responder con generosidad y convicción.
Así nos lo muestra también el evangelio de este día.
Los discípulos de Jesús van profundizando en el conocimiento del amigo que los
ha llamado. Hasta este momento narrado por S. Lucas, han compartido momentos
desconcertantes. Han visto y oído cosas totalmente nuevas y que superan su
capacidad de entendimiento. Se van dando cuenta de que Jesús no es un maestro
al uso, como los de los escribas y fariseos.
También viven con especial desconcierto esa actitud de
Jesús en la que trata con una familiaridad inaudita al Dios de la Alianza,
reinterpretando la Ley de Moisés de forma novedosa y, para algunos,
escandalosa.
Unos versículos anteriores a los que hoy se nos han
proclamado, el mismo Pedro, ante la pregunta que Jesús le lanza sobre su
identidad, le responderá con firmeza; “tú eres el Mesías de Dios”. (v.20)
En este contexto, Jesús decide compartir su
experiencia espiritual de forma especial con algunos de ellos, y tomando a los
tres discípulos que van configurando el núcleo de los íntimos, Pedro, Santiago
y Juan, sube al monte a orar.
Y en esa experiencia de intimidad con el Padre, el
relato evangélico nos muestra a Jesús en su identidad divina, dentro de la
relación intra-Trinitaria. Su rostro transfigurado, unido a la voz de Dios
Padre que identifica y señala a su Hijo amado, reconocido como tal por la Ley y
los profetas representados en Moisés y
Elías, envuelve la vida de los discípulos que se encuentran desbordados.
Ellos sólo podían expresar lo bien que se sentían, y únicamente después del
encuentro con el Resucitado pudieron entender en su profundidad esta
experiencia.
Los tres vivieron por anticipado el encuentro con el
Cristo glorioso pos-pascual, lo cual les ayudó a reconocerlo tras la dureza de
la Cruz.
La oración de Jesús a la que en este momento asisten,
deja en ellos un poso esencial en su vida y que más tarde se revitalizará en su
propia experiencia personal. Sólo en la oración íntima, cercana y confiada, se
produce el encuentro con Dios. Encuentro que transforma la existencia del
hombre porque nunca le dejará indiferente.
Dios se da de forma plena al corazón que con sencillez
y humildad se abre a su amor, y su gracia desborda de tal manera cualquier
previsión humana, provocando en el hombre un cambio radical que lo transfigura,
para configurarlo más profundamente al modelo de Hombre Nuevo que es Cristo.
Los discípulos que acompañaron al Señor en este
momento de su vida, vieron experimentar en él un cambio inexplicable, pero en
todo momento lo reconocieron con claridad. Era el mismo Jesús con quien
compartían su vida cotidiana, pero a la vez, se abría entre ambos un abismo de
identidades incapaces de comprender.
Compartir esa experiencia les convertía en unos
privilegiados y a la vez en portadores de una tarea nueva. Su deseo de
permanecer en ese ambiente divino que todo lo envuelve y conforta, contrasta
con la misión de seguir anunciando la novedad del Reino de Dios, del cual ellos
se han convertido en testigos oculares.
La transfiguración del Señor, revivida de forma
vigorosa tras su resurrección, les ha llevado a comprender que su destino
último, como nos enseña S. Pablo en su carta a los filipenses que hemos
escuchado, es que “Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo
glorioso”. Es decir, que nuestro destino no está condenado al fracaso de la
muerte, sino a la promesa cierta de nuestra futura inmortalidad.
Lo acontecido en este momento de la vida de Jesús y
sus discípulos, nos ayudará a asumir el tramo que queda de camino hacia la
Pascua. Para eso hay que bajar de la montaña sagrada, para introducirnos en la
senda de la entrega y el servicio hasta el extremo.
Ahora hemos recuperado fuerzas en el encuentro con el
Dios vivo y todopoderoso. Es momento de acompañar a Jesús, en su entrega
salvadora.
Si el domingo pasado, el Señor vivió la dura
experiencia de padecer la tentación humana que desconcierta y angustia, hoy
recibe la fortaleza y el aliento que su relación con el Padre le infunde, de
manera que pueda llevar hasta el final su proyecto de vida.
Nosotros también recibimos esta misma fortaleza en
nuestra vida de discípulos, si como Jesús, dejamos que Dios nos inunde con su
gracia. Si dejamos que la oración personal y comunitaria sea fundamento de
nuestra vida; si nutrimos nuestra alma con el alimento vivificador de su Cuerpo
y de su Sangre, sacramento de su redención.
Los discípulos del Señor, que vivimos en esta hora y
tiempo, necesitamos de una espiritualidad asentada en los fundamentos de la
experiencia personal de encuentro con Jesucristo, de lo contrario no podremos
superar el camino hacia el Calvario al que cada envite de la vida nos
introduce. Que sepamos buscar esos espacios vitales, para que reanimados y
fortalecidos por su gracia, vivamos con gozo nuestra fe, y la transmitamos con
generosidad a los demás.
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