DOMINGO III DE C
UARESMA
23-3-25
(Ciclo C)
El centro de la Palabra de Dios que
acabamos de escuchar es su radical llamada a la conversión, al cambio de vida y
a la toma de conciencia de nuestra responsabilidad en la marcha de este mundo.
Jesús tiene
una clara percepción de la realidad que lo rodea, de cómo la acción de las
personas repercute de forma directa en su situación vital, para bien y para
mal. Y junto a ello también percibe cómo la conciencia humana ha ido alejando
de sí esa responsabilidad pasándosela incluso a Dios como explicación de los
males y de los bienes. Si a uno le va bien en la vida, eso quiere decir que su
comportamiento moral es el adecuado y que Dios le premia con bienes materiales,
con salud, con prosperidad. Pero si por el contrario la vida de una persona
está marcada por la desgracia, la enfermedad, la miseria y la marginación será
que algo habrá hecho mal y que su situación es consecuencia y castigo por ese
pecado cometido, bien por él o incluso por sus antepasados. El bien se premia y
el mal se castiga. Este pensamiento estaba profundamente arraigado en la
experiencia religiosa del pueblo de Israel, de tal manera que Jesús con su
pregunta “¿pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos
para acabar así?” va a afrontar la cuestión de forma directa y clara.
Y lo primero
que deja fuera de toda duda es que las desgracias del ser humano, las
catástrofes naturales y cualquier mal que afecte al hombre no son la respuesta
vengativa de un Dios justiciero que nos paga según nuestro obrar. Lo que nos
sucede a nosotros, es fundamentalmente consecuencia de lo que hacemos o dejamos
hacer a nosotros mismos, a otras personas o al entorno natural.
El ser humano es responsable de lo que
sucede a su alrededor y nuestro trabajo cotidiano va asentando y cimentando el
futuro de nuestra vida, para bien o para mal.
En el relato del libro del Éxodo, Moisés va a descubrir algo asombroso, e insospechado, Dios se preocupa por el sufrimiento de su pueblo. Dios padece con él y se compadece de él; no se mantiene ajeno a la historia del hombre, y el lamento del oprimido ha llegado hasta su presencia. Esa situación se le hace insoportable y en el clamor del oprimido la creación entera se está lamentando. Por eso hay que actuar, pero no de forma ajena al desarrollo de la historia, interviniendo de manera sobrenatural y al margen de la libertad de las personas. Dios va a intervenir por medio de su criatura, el hombre, imagen y semejanza suya, para que asumiendo su propia responsabilidad y tomando conciencia de su ser, regenere la humanidad y la libere de sus opresores. Y así Moisés va a comprender que por encima de sus limitaciones y temores, por encima de sus capacidades y virtudes, está la mano bondadosa de Dios que le anima, sostiene y fortalece para asumir su responsabilidad de hermano y lidere la liberación de su pueblo.
Y lo primero que debe hacer es observar la realidad con los mismos ojos de Dios, lo cual le exige una primera conversión. Por mucho que pretendamos sintonizar con Dios, si no somos capaces de salir de nosotros mismos, lo único que conseguiremos será moralizar esa mirada, pero no se verá transformada. Ver con los ojos de Dios es situarse al lado del que sufre, del oprimido, del pobre para escuchar sus lamentos y compartir sus sentimientos. De lo contrario nos pasará como a Moisés que se resiste a la llamada de Dios.
La resistencia de Moisés nos revela que
muchas veces nosotros también ponemos excusas para vivir tranquilos, sin
meternos a fondo en la realidad. Pero a la vez, sabemos igual que Moisés, que
una vez que nos hemos dejado atrapar el corazón por Dios, ya no nos pertenece
porque le pertenece a él, y una y otra vez le sentimos que insiste para que
colaboremos generosamente en su obra de salvación.
Cuántas veces
percibimos que el alma se nos conmueve ante las injusticias del mundo y que
aunque apaguemos el televisor o cerremos el periódico, esa realidad nos
atormenta. Sentimos la impotencia de no saber qué hacer, el miedo al futuro que
se nos va presentando, la intranquilidad de saber que este mundo no es el que
Dios quiere para el desarrollo de sus hijos.
Por eso Jesús asume su misión como una urgente llamada a la toma de conciencia de sus hermanos, haciéndonos saber que el mal y el bien de este mundo no es obra directa de Dios, sino nuestra, y aunque él se empeñe en sembrar el amor, la justicia y la paz, si nosotros nos cerramos a su amor, podemos sofocar su crecimiento y favorecer el germen del odio, la injusticia y el terror.
Ante esta
situación, no podemos quedarnos cruzados de brazos, porque “tres años llevo
viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro, así que córtala”.
La parábola de
Jesús no es una amenaza vacía y gratuita, es una seria advertencia de lo que
está por llegar. Si bien es cierto que la salvación de nuestras vidas viene por
la fe en Jesucristo, igualmente cierto es que esa fe ha de manifestar su
propiedad a través de las obras que realiza. O dicho con palabras del apóstol
Santiago, “muéstrame tu fe sin obras, y yo por las obras te mostraré mi fe”.
La paciencia de Dios llega a su culmen
en la entrega de su Hijo, quien una y otra vez ha ido intercediendo en nuestro
favor como el viñador de la misma parábola “déjala todavía este año”. Pero esa
intercesión de Jesús tiene destinatarios concretos, aquellos que aunque sea
tarde, estén dispuestos a acoger la llamada a la conversión y den los frutos
propios del árbol de la vida en el que han sido insertados. Todas las personas
podemos superar nuestros egoísmos y acoger la misericordia de Dios. Y si ese
cambio real se produce, y abrimos las puertas de nuestro corazón a los demás
dejándonos conmover por sus necesidades, entonces daremos el fruto esperado.
Ahora bien, quien se obstine en mantener la miseria de sus hermanos oprimiendo y ultrajando su dignidad, destruyendo hasta lo más sagrado que es su vida, por la ambición y la opulencia, entonces tendrá que afrontar la misma sentencia del Señor, “córtala”. Porque si a pesar de los esfuerzos del Hijo de Dios por salvar el corazón enfermo de odio y de egoísmo de aquellos que han puesto su confianza en el ídolo del poder y de la violencia, no se suscita en ellos el cambio y la conversión, entonces se han forjado su destino, que tal vez en esta vida les deslumbre con un efímero resplandor, pero cuyas consecuencias deberán asumir ante Dios.
Vivimos en una
realidad donde la idolatría se abre paso como una nueva religión. Los
diferentes ídolos, a los que de una u otra forma podemos rendir culto, se unen
para hacernos creer que somos como dioses, y que todo lo podemos con nuestras
propias fuerzas. Provocando que el corazón se nos vaya cerrando al amor, y
responda solamente a los impulsos de su egoísmo.
Sin embargo Dios no está dispuesto a perder la gran obra de su creación que es el ser humano, por eso una y otra vez sale a nuestro encuentro para llamarnos y atraernos hacia sí. Cómo no va a derrochar en esfuerzos el que no escatimó la entrega de su propio Hijo para que fuéramos rescatados por su amor.
Queridos
hermanos. La Palabra del Señor ilumina siempre nuestra vida, aunque a veces lo
que nos descubre esa luz no sea de nuestro agrado. Eso quiere decir que el
Espíritu Santo sigue actuando en nosotros y que de forma constante y fecunda,
trabaja nuestra conciencia y corazón para transformarlo. Que sigamos viviendo
este tiempo cuaresmal con gratitud y confianza para poder llegar a la Pascua
con una vida renovada en esperanza y caridad.
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