DOMINGO
XXIII TIEMPO ORDINARIO
5-9-25 (Ciclo C)
Un día más
hacemos un pequeño alto en nuestra actividad cotidiana y de descaso para
dedicar nuestro tiempo al Señor. La Eucaristía es ante todo un encuentro gozoso
con Jesucristo quien nos convoca a todos como hermanos para alimentar nuestra
fe con su palabra y con el Pan eucarístico.
Y esta palabra que acabamos de escuchar,
como siempre, ha de ser encarnada en nuestra vida y en la realidad social que
compartimos.
En ese caminar de Jesús hacia Jerusalén,
se da cuenta de que cada vez son más los que le siguen con entusiasmo, pero que
necesitan depurar sus verdaderas intenciones. El seguimiento de Cristo no puede
quedarse en los afectos superficiales, sino que ha de entrañar la disposición
de toda la vida en las manos de Dios. Seguir a Jesucristo conlleva dificultades
y riesgos que son necesarios conocer para que pongamos los medios adecuados a
fin de superarlos con nuestra voluntad, y sobre todo, con la fuerza del
Espíritu.
Hay que cargar con la cruz de Jesús, que
ciertamente no será hoy el madero del tormento, pero que en muchas ocasiones
resultará tan dolorosa y amarga como la suya.
Los cristianos seguimos los pasos del
Señor luchando continuamente con nosotros mismos para vencer la comodidad o la
apatía. Nos hemos de esforzar por mantener la tensión entre la verdad de la fe
y la búsqueda de la justicia, frente a la tentación de vivir según los
criterios egoístas e insolidarios del
mercado mundial. Hemos de asumir nuestra debilidad personal y eclesial y
saber que también estamos urgidos a la permanente conversión para ser más
auténticos y fieles con la fe que confesamos.
Esto es lo que Jesús pide a quienes le
siguen de corazón; por encima de nuestros criterios o deseos ha de estar la
fidelidad al evangelio. Por encima del quedar bien con los demás, incluso con
nuestros seres más queridos, está la
disponibilidad para con Dios y su proyecto de vida.
Quien pone por delante de la fe en
Jesucristo y del amor a los hermanos los intereses y seguridades
individualistas no puede ser discípulo suyo.
Y un ejemplo claro nos lo ofrece la carta
de San Pablo a Filemón. En aquella sociedad romana, y según la ley establecida,
un ciudadano de pleno derecho podía tener esclavos. De hecho el sistema
económico y social se fundamentaba es esta posesión, y Filemón tiene varios
entre los que se encuentra Onésimo.
Como nos cuenta San Pablo, Onésimo escapa
de esa situación de esclavitud convirtiéndose en un proscrito de la ley según
la cual deberá pagar con su vida ese delito. Sin embargo, tanto él como Filemón
se han convertido al cristianismo, y así S. Pablo les recuerda que según la ley
de Cristo todos somos hijos de Dios, y por lo tanto la dignidad humana está por
encima de cualquier ley. Filemón deberá acoger a Onésimo como a un hermano, y
así lo hará porque su corazón ha sido transformado por la fe en el Señor.
Onésimo ya no será esclavo sino libre, y con él, muchos creyentes darán los
primeros pasos para defender la dignidad y la libertad de todo hijo de Dios.
Este relato tan
breve, contiene una transformación social y religiosa de enorme magnitud. El
nuevo camino establecido por Jesús y sus discípulos es el germen de una nueva
humanidad, donde las relaciones entre las personas se basarán en la auténtica
fraternidad, fruto de nuestra condición de hijos de Dios.
En el presente, también tenemos muchos
esclavos que liberar. Personas que viven sometidas por la opresión de las
drogas, la miseria y pobreza, la enfermedad o el estigma de la inmigración, la
marginación y la violencia.
Personas que en ocasiones son víctimas de
la irresponsabilidad y desorden de su propia vida, pero que en otras muchas lo
son por el egoísmo y la insolidaridad de los demás. En cualquier caso los
cristianos tenemos una seria responsabilidad para con ellos a fin de liberar y
trabajar por la defensa de su plena dignidad, desarrollo y respeto.
Hemos de apoyar a organizaciones que como
cáritas se entregan y trabajan en favor de los desheredados, potenciando proyectos
de integración o de atención para quienes más marginados y excluidos se
encuentran en nuestro entorno. Así estaremos acercando la misericordia de Dios
que sana y dignifica, y a la vez viviremos con mayor vigor la autenticidad de
nuestra fe.
Somos seguidores del Señor, y también
hemos calculado nuestras fuerzas. Sabemos que no siempre tendremos el ánimo
suficiente ni el valor necesario para seguirle sin vacilar. También nosotros
somos esclavos de nuestros prejuicios y miedos y eso nos vuelve más egoístas de
cara a los demás, en especial hacia aquellos que sentimos como amenaza.
Pero esto no
nos justifica. Ante el miedo ha de situarse la confianza en Jesús, y ante los
prejuicios contra los demás, la certeza de que somos hermanos e hijos del mismo
Padre que nos llama a la caridad y a la misericordia.
Sólo así estaremos en condiciones de
participar en la mesa del Altar y compartir el pan que alimenta nuestra alma.
Llegar a esta convicción del corazón sólo
es posible por el conocimiento de la voluntad divina, que el libro de la
Sabiduría nos invita a solicitar con fe. Los esclavos de este mundo, los pobres
y marginados, claman a Dios y él los escucha. A nosotros nos pide que les
abramos el corazón y que no les cerremos las pocas posibilidades que les quedan
de vivir y morir con dignidad.
En las manos de Ntra. Sra. la Virgen,
cuya fiesta de su natividad mañana celebraremos, ponemos este deseo, pidiéndole
que acompañe nuestros pasos y nos conduzca hasta el Señor. Ella que es Madre de
los desamparados y consuelo de los afligidos nos ayude a todos a ser discípulos
del amor y heraldos de la justicia, dando con nuestra calidad humana testimonio
de Cristo, a quien confesamos como único Señor.
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