DOMINGO XXIV
TIEMPO ORDINARIO
FIESTA DE LA
EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
14-09-25
“Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
Con esta esperanzadora afirmación concluye el
evangelio que acabamos de escuchar, y de esta forma tan sencilla, nos revela el
evangelista el Plan salvador de Dios, la razón última por la cual asumió
nuestra condición humana, para que el mundo se salve por medio de Jesucristo.
Y porque en aquel madero seco y terrible estuvo calvado
el Hijo amado del Padre, es por lo que desde entonces podemos exaltar la Cruz,
“escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”.
La fiesta
de este día nos recuerda a todos nosotros la realidad más decisiva de la vida
de Jesús. Una vida que fue sellada con su propia sangre, por amor a la
humanidad entera y por fidelidad al Padre. Las palabras dichas, su forma de
vivir y relacionarse con todos, en especial con los más pobres y necesitados,
van a quedar avaladas en su autenticidad por la entrega de su vida, sin
reservas ni reproches.
La liturgia de hoy nos ayuda a comprender cómo Dios ha
ido escribiendo la historia de la salvación de una forma generosa y llena de
misericordia. La conciencia que el pueblo creyente ha tomado de este hecho, se
ha visto contrastada con sus respuestas negativas e incluso desleales para con
su Creador. Siempre hemos vivido en nuestro interior esa lucha entre el bien y
el mal, entre la vida de la gracia y la del pecado, entre vivir como hermanos o
enfrentarnos como enemigos, rompiendo así la fraternidad que ha de brotar de
nuestra común condición de hijos de Dios.
Esta permanente controversia va a quedar vencida para
siempre por medio de Jesús, quien a pesar
de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario,
se despojó de su rango, pasando por uno de tantos. Así nos lo describe S.
Pablo en este bello himno a los filipenses.
Cristo ha cambiado para siempre la dinámica infecunda
e injusta que el mal provoca en el mundo. Si es verdad que ese mal persiste con
obstinación y que sigue causando dolor y sufrimiento a tantos inocentes,
igualmente cierto es que por medio de su entrega, de su pasión, muerte y
resurrección, aquel instrumento de tortura que infringía la peor de las muertes, va a ser desde entonces
puerta de salvación.
Una cruz
que lejos de ser un adorno o talismán vacío de sentido, supone para los
cristianos el signo de nuestra identidad y compromiso.
Al igual que la serpiente que causaba el desaliento
entre los israelitas, se convertiría en estandarte de curación para quienes
confían en Dios, la cruz tenida como el mayor de los suplicios va a ser desde
aquel primer Viernes Santo, el signo identificador de quienes han seguido y
seguimos a Jesucristo ayer, hoy y siempre.
Cada vez que contemplamos la cruz de Jesús, y en ella
a Cristo crucificado, se nos llama a profundizar en nuestra vida de servicio y
amor a los demás. La cruz es reverenciada cada vez que por fidelidad al Señor
nos acercamos de forma fraterna y solidaria a los crucificados de nuestro
mundo. Las cruces de esta vida nos dignifican, cuando al tener que sufrir
cualquier adversidad somos capaces de unirnos a Cristo y lo ofrecemos por los
demás.
En la cruz de Jesús se rompió para siempre la dinámica
destructora del odio y del mal, que sólo engendran más dolor y rencor.
En la cruz, el Justo víctima de la injusticia, se
compadece de todos los hombres y sella su entrega con el perdón. Con aquellas
palabras de misericordia y compasión hacia quienes no éramos dignos de ellas,
Jesús completa su misión salvadora, porque
no vino al mundo para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por él.
Esta es la luz que irradia la cruz de Cristo, y que
para nosotros los discípulos del Señor se convierte en gracia y tarea.
Unidos todos en la cruz de Jesús, anhelamos la promesa
de la vida en plenitud. Sabemos que la muerte no es el final, que aunque nos
cueste cruzar el umbral de este mundo, nuestro futuro no es incierto sino
promesa realizada ya en la multitud de los bienaventurados.
Y también en la cruz descubrimos nuestra tarea
misionera y evangelizadora, a favor de todas las personas, en especial los más
necesitados, siendo para ellos testigos de la Buena noticia de Jesús.
La tentación más frecuente que los creyentes solemos
padecer es la de ocultar nuestra identidad para evitar la cruz de la
incomprensión, el rechazo y la burla a la que tantas veces nos vemos sometidos.
Caer en ella es como apagar la vela que ilumina el mundo. Si nosotros, que
debemos ser la sal de la tierra nos volvemos sosos, quién dará sabor de
auténtica humanidad a este mundo.
La fidelidad al evangelio sabemos que conlleva sus
dificultades, no en vano el santo Papa Juan Pablo II entregó la cruz a los
jóvenes a quienes convocaba a las Jornadas Mundiales de la juventud, para que
en todo momento tuvieran presente a quién y por quién entregamos la vida. Sólo
por Cristo.
Sólo en Jesús podemos descansar seguros y vencer las
adversidades, porque cuando nos creemos capaces de superarlas por nosotros
mismos, confiando sólo en nuestras fuerzas, es cuando más débiles somos y mayor
es nuestro fracaso. Asumimos la cruz de Cristo no por nuestras capacidades
personales, sino por la gracia de Dios que nos asiste y conforta en todo
momento. El Señor la ha llevado primero, y como buen cireneo se acerca para
compartir las nuestras y sostenernos con su amor.
Las Cofradías de la Sta. Vera Cruz, que hoy celebran su fiesta mayor, y con ella las demás hermandades penitenciales, encuentran en la Cruz de Cristo el baluarte desde el que vivir la fe, sabiendo que la entrega amorosa del Señor, demanda de nosotros una respuesta fiel y generosa para con nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, que necesitan una palabra de aliento y esperanza.
La fiesta de este día precede a la memoria de Ntra.
Sra. de los Dolores que celebraremos mañana. Nadie como María supo acoger en su
alma el contenido de la Pasión de su Hijo.
Que ella nos ayude a vivir en fidelidad a Jesucristo,
sabiendo asumir las cruces de nuestra vida y también acompañar a quienes las
padezcan, pero que sobre todo nos muestre siempre que la cruz no es la realidad
definitiva, ya que la certeza de la resurrección es el fundamento de una
espiritualidad auténticamente cristiana.
Jesús crucificado nos muestra el camino, la verdad y
la vida, que en Cristo resucitado gozaremos para siempre, a él el honor y la
gloria por los siglos de los siglos amén.
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