lunes, 21 de marzo de 2011

LOS CONSEJOS DEL OBISPO


Hace bastante tiempo que no renuevo esta hoja abierta a quienes pueda interesar las opiniones de este sacerdote, y no porque no tuviera nada que opinar ni decir ante tantas informaciones eclesiales y sociales, sino porque me parecía que a veces el silencio, como en la música, también es significativo.

Hoy vuelvo a ponerme ante el teclado para hablar de los Consejos que recientemente ha cosntituido nuestro Obispo D. Mario, el Consejo Presbiteral, y el Colegio de Consultores, en ambos estoy yo representando en el primero al Cabildo Catedral, y por designación directa en el segundo.


Como su nombre ya nos indica, ambos son órganos de consejo para el hacer pastoral del Obispo. No son grupos de poder, ni meros comparsas. La Iglesia en su misión evangelizadora cuenta con la colaboración activa y leal de todos los fieles, y en especial con la colegialidad en la comunión de sus ministros.

El Concilio Vaticano II ya establecía cómo para el buen hacer del Pastor en su Iglesia Particular, le era muy necesaria la colaboración de sus sacerdotes y religiosos, servidores entregados por su vocación al servicio del Pueblo de Dios, para llevar adelante su misión de santificar, enseñar y gobernar a la porción de la grey que el Señor le había encomendado.


Para ello le apremiaba a constituir un "Senado o Consejo" de presbíteros, que representara a la totalidad de su presbiterio, de manera que acogiendo su consejo y sugerencias, pudiera ejercer mejor su labor pastoral.


El Consejo del Presbiterio recientemente creado, lo formamos unos 35 presbíteros y religiosos, unos cuantos como miembros natos (Vicarios, Deán del Cabildo, Rector del Seminario, Delegados de Misiones y del Clero), otros por elección de entre los sacerdotes y religiosos, y otros 6 por libre designación del Obispo. Nuestra misión, desde la comunión y fraternidad presbiteral, es la de colaborar con D. Mario en la acción pastoral para toda nuestra Diócesis, siendo en todo momento conscientes de nuestra responsabilidad.


El Colegio de Consultores tiene la misión de asesorar al Obispo en algunos temas, especialmente de índole económica, y de asumir la responsabilidad del Gobierno diocesano cuando la Sede queda vacante, nombrando a un Administrador Diocesano (si la Santa Sede no nombra a su Adminstrador Apostólico).


Pronto el Obispo va a constituir el Consejo de Pastoral Diocesano, en el que están representados religiosos, sacerdotes y laicos de toda la diócesis y áreas pastorales, de manera que la corresponsabilidad se extienda a toda la familia diocesana.


Que cada uno desde nuestra encomienda particular podamos contribuir de forma fiel y servicial al bien apostólico de todos, y de manera especial entre los más alejados; de este modo cumpliremos el mandato del Señor Jesucristo "Id y haced discípulos a todas las gentes..."

viernes, 18 de marzo de 2011

HOMILÍA - TIEMPO DE CUARESMA

II DOMINGO DE CUARESMA
20-03-11 (Ciclo A)

En este segundo domingo de nuestro recorrido cuaresmal, la primera interpelación que brota de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar, es la recibida por Abrahán, “sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré”.
Esta llamada interior también la recibimos nosotros en este tiempo de gracia, para vivir en profundidad el sentido cuaresmal de la fe, que no es otro que el de ponernos en camino para desinstalarnos de nuestra forma de vida antigua y asumir un modo de vivir más acorde con el espíritu del Señor Jesús.
El camino que Abrahán es invitado a recorrer necesita un equipaje ligero pero bien provisto de lo esencial. Deberá cargar su alma de confianza para afrontar las largas penalidades como son el cansancio, la aridez del desierto o la sensación de fracaso. Sólo la firmeza de su fe y el calor afectivo de su relación con Dios le van a prevenir ante el desaliento y la desesperanza futura.

La promesa realizada por Dios de enriquecerle con una gran descendencia y de darle una tierra fértil y próspera, hay que creerla con toda el alma para mantener el rumbo de su vida. Y fue precisamente por haber creído hasta el final en aquella promesa de Dios, por lo que consideramos a Abrahán como el padre de todos los creyentes.

Es importante recordar de vez en cuando de dónde brota la experiencia religiosa y hacer memoria de aquellos que nos han precedido en el camino de la fe. Pero no es suficiente para mantener nuestra propia experiencia ni desde ella podemos dar razón a los demás de lo que somos y creemos cada uno de nosotros.
Nuestra fe no se asienta sólo en las vivencias de personajes del pasado. Nuestra fe cristiana hunde sus raíces en aquella experiencia apostólica de encuentro con el Resucitado pero al igual que los apóstoles, necesitamos vivirla en primera persona para comprenderla en su profundidad.
Hoy el evangelio nos narra un momento de la vida de Jesús compartido con los más íntimos del Señor. La transfiguración es el gran anuncio de la resurrección de Jesús, anticipo de su gloria y manifestación divina que le proclama como el hijo amado, el predilecto.
Desde nuestra comprensión actual de la fe, podríamos decir que Pedro, Santiago y Juan vivieron una experiencia íntima de la realidad divina de Jesús, incapaces de comprenderla en ese momento y menos de narrarla a los demás, de ahí que fuera mejor que guardaran silencio y la madurasen en su corazón.

San Mateo nos cuenta este episodio en la mitad de su evangelio, como queriendo decirnos que lo que a partir de ahora va a suceder, los últimos momentos de la predicación del Señor, su pasión y su muerte, no son más que el preámbulo para el gran acontecimiento de nuestra salvación; el Jesús de la historia, el Nazareno que ha ido anunciando la Buena Noticia del Reinado de Dios, aquel que pasó haciendo el bien y sembrando de esperanza los corazones desgarrados, que anunciaba la liberación de los oprimidos y devolvía la salud a los enfermos, es el Mesías, el Cristo, el Dios con nosotros.

Y aunque los últimos momentos de la vida de Jesús, su prendimiento, tortura y muerte, dejara abatidos y en lo más frustrante de los fracasos a quienes habían puesto su vida y su esperanza en él, gracias a esa experiencia vivida a su lado, comprendieron que era él mismo quien ahora se acercaba hasta ellos resucitado.
La transfiguración del Señor fue como todos los momentos de la vida de Jesús única e irrepetible. Ninguno de nosotros puede acercarse a lo vivido por aquellos privilegiados de la historia. Pero por su testimonio y entrega, por la sucesión apostólica que llega hasta nuestros días, y por nuestra vivencia personal de encuentro con Jesucristo a través de la oración y del servicio a los demás, podemos comprender la experiencia del Tabor.

Cada vez que en medio de nuestras penumbras buscamos momentos de soledad y oramos con confianza al Señor pidiéndole que nos ilumine, que nos fortalezca y ayude, sentimos el calor de su presencia que alienta y sostiene nuestra debilidad. Es como si también nosotros pudiéramos notarle cercano y accesible. Escuchando su palabra que nos anima a seguir adelante con confianza y serenidad.

Los cristianos no creemos en una historia del pasado, aunque sus momentos históricos ocurrieran entonces. Nosotros seguimos a Jesucristo resucitado, a cuya vida nos acercarnos a través del testimonio que se nos ha transmitido y que de alguna manera también hemos experimentado personalmente, de manera que hoy somos nosotros los depositarios y testigos cualificados del Resucitado.

El silencio que Jesús pidió a los apóstoles, fue para no adelantar acontecimientos que eran necesario vivirlos en su cruda realidad. Pero el impulso misionero y evangelizador que brotó de la luz pascual, es ya imparable y está en nuestras manos mantenerlo vivo y fecundo.
Como nos dice el apóstol Pablo en su segunda carta a Timoteo, tomad parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios os de. Esa es nuestra misión a la cual no podemos renunciar como cristianos, y menos en el presente de nuestra realidad actual, social y religiosa. Esta es la vida entregada de nuestros misioneros, quienes siguen haciendo brillar en medio del mundo la llama de la fe.
En un tiempo como el presente, donde los cauces de información son tan extensos y veloces, y en el que las propuestas para vivir de determinadas maneras son tan diversas y en ocasiones tan contrarias a lo que nosotros entendemos como vida digna y realmente humana, se hace preciso y urgente que los cristianos manifestemos con tesón y valentía el estilo de vida que propone el evangelio del Señor y que nosotros estamos llamados a vivir con coherencia y gozo.
La fe como nos enseñaba el Venerable Juan Pablo II, “no se impone, se propone”, y el único medio eficaz y veraz de transmisión es el testimonio personal acompañado del anuncio explícito de Cristo.

Es verdad que muchas veces nos sentiremos injustamente tratados o incomprendidos, y que el ambiente social no es respetuoso con la Iglesia a la que pertenecemos y en la que compartimos nuestra esperanza, que incluso siguen existiendo zonas del mundo donde los cristianos exponen arriesgadamente su vida por confesar y vivir la fe. Pero no podemos quedarnos encerrados en los templos para vivir una fe en secreto y al calor de los nuestros, ya que una fe que no se comparte y tiene vocación de universalidad, no responde al mandato misionero de Jesús; “Id a todo el mundo y anunciad del Evangelio”.
Que la fuerza y el amor del Señor Jesús nos ayuden a vivir el gozo de la fe y así la podamos transmitir a los demás con renovada esperanza. Y que esta eucaristía, en la que tenemos muy presentes a nuestros misioneros, sea también oración confiada al Señor por las vocaciones sacerdotales, tan necesarias en nuestro tiempo.

jueves, 18 de marzo de 2010

ACTUALIDAD


YA TENEMOS NUEVOS VICARIOS EN LA DIÓCESIS
Comunicado de nuestro Obispo D. Mario:
Queridos hermanos y hermanas.
Tras haber iniciado el pasado 11 de octubre el ministerio como obispo de Bilbao, era necesario constituir el consejo episcopal que colaborara conmigo en el gobierno pastoral. Una vez recogidos todos los datos que me habéis aportado por medio de la consulta que estimé oportuno realizar en la diócesis, he reflexionado largamente sobre ellos y meditado profundamente ante el Señor con el fin de conocer su voluntad.
Estimo que en este momento es prioritario cuidar y reforzar la comunión a todos los niveles en el seno de nuestra diócesis. Así mismo, nos encontramos inmersos en el proceso de remodelación pastoral, aspecto decisivo para revitalizar la vida de fe de nuestra comunidad diocesana y retomar un nuevo impulso evangelizador. Todo ello sin olvidar la puesta en práctica de los objetivos que nos propusimos en nuestro IV Plan de Evangelización.
Teniendo en cuenta estos tres aspectos fundamentales, tras haberlo llevado a la oración, y tras las consultas necesarias y el diálogo con los candidatos, me parece oportuno nombrar vicarios generales (como en otras ocasiones se ha dado en nuestra diócesis) a Don Angel Maria Unzueta y a Don Félix Alonso. Ejercerán conjuntamente este ministerio, si bien cada uno de ellos será responsable en los ámbitos preferentes (no exclusivos) que he tenido a bien proponerles y que gustosamente han aceptado. Así mismo, me ha parecido oportuno encomendar las vicarías I y II a Don Kerman López, las III y VII a Don Antón Rey, las IV y V a Don José Agustín Maíz y la VI a Don Félix Larrondo.
Quisiera agradecer a todos vuestra oración y ayuda inestimable. Del mismo modo, quisiera expresar mi reconocimiento y gratitud a Don José Luis Atxotegui y a Don José Luis Iza, por el servicio prestado como vicarios, y por su compañía en los primeros compases de mi ministerio como obispo diocesano, así como a los vicarios que continúan formando parte del Consejo episcopal. También quiero expresar mi gratitud a quienes comienzan este ministerio, por haber aceptado la responsabilidad de colaborar conmigo en el gobierno pastoral de nuestra diócesis. En breve os podré comunicar la fecha en la que iniciará su andadura el nuevo Consejo. Os pido que recordéis vivamente a todos en vuestra oración y que les ayudéis en el servicio que les he confiado.
Así mismo, os comunico que iniciaremos de modo inmediato el proceso de constitución del Consejo del Presbiterio y del Consejo Pastoral Diocesano. Me gustaría que pudiéramos tener la sesión constitutiva del Consejo del Presbiterio durante la primera quincena de marzo, y del Consejo Diocesano de Pastoral en la primera quincena de abril. Vuelvo a rogaros vuestra colaboración en espíritu de comunión, fraternidad y responsabilidad, proponiendo a quienes mejor puedan servir a la importante y delicada misión que estos Consejos desempeñan.
Que el Señor, en compañía de María, nos ayude a vivir con fidelidad la vocación que hemos recibido y a renovar nuestro compromiso de ser testigos del amor de Dios. Que el Señor os bendiga. Recibid un abrazo fraterno.

+ Mario Iceta Gabicagogeascoa
Obispo de Bilbao

sábado, 16 de enero de 2010

No tenían sino un solo corazón y una sola alma...


Esta frase tomada de los hechos de los Apóstoles (4, 32), y que en este tiempo pascual se nos recuerda en la liturgia, siempre resulta paradigmática para la vida de la Iglesia.
Por muy ejemplar y anhelada que fuere, sabemos por la experiencia que en muchos momentos no nos hemos destacado por vivirla en plenitud, tampoco en nuestros días. Podemos pensar que el autor sagrado expresó más bien un deseo antes que la plasmación de una realidad consumada y permanente. Sin embargo nadie puede negar la veracidad de este episodio narrado y su experiencia ejemplarizante para la Iglesia de todos los tiempos.
Ciertamente ocurrió que tras la resurrección del Señor, el pequeño grupo de los creyentes experimentaron una fuerza nueva, renovadora y creativa, que les llevó a vivir de forma fraterna. No es una quimera que S. Lucas se sacara de la manga. Era posible iniciar unas relaciones humanas, que por la acción del Espíritu Santo dejaran emerger signos elocuentes de la presencia del Resucitado en medio de su pueblo.
Si las apariciones de Cristo fortalecieron la fe de sus discípulos congregando nuevamente a los dispersados por el miedo, impulsándoles al anuncio misionero, la experiencia comunitaria y fraterna va a ser el signo y fundamento de esa presencia del Señor en medio de los suyos.
Por eso necesitamos recordarla con frecuencia, no como una meta inalcanzable, sino como una posibilidad real que si bien ha de ser alentada por el Espíritu del Señor, no se nos niega cuando nos dejamos transformar por él.

El ideal comunitario ha de ser hoy para nuestra Iglesia una meta a promover y buscar sin descanso. Ante todo por fidelidad al deseo del Señor, que quiso que todos fuéramos uno, como lo eran él y el Padre (Cfr. Jn 17). La comunión eclesial no es un acuerdo entre diferentes ideas o proyectos para una convivencia pacífica. La comunión eclesial es una vinculación afectiva, fundamentada en el amor y la entrega mutuos, que conlleva una unidad efectiva, fecunda y generosa, capaz de regenerar el corazón humano y el tejido social.
Las legítimas diferencias que nos distinguen a cada persona y miembro del pueblo de Dios, no pueden ser escollo insalvable en el camino del encuentro, sino oferta enriquecedora de la vida común. Y si lo particular en alguna ocasión, en vez de favorecer la unidad la distorsiona o pone en peligro, debemos de ser generosos para que, renunciando a lo propio salvemos lo común.
Lo mismo que en una familia que quiera permanecer unida, se sacrifica lo que enfrenta en favor de lo que une, así en la Iglesia debemos aprender a relativizar aquello que no es esencial para un desarrollo comunitario gozoso y un compromiso misionero fecundo.
Ciertamente cabe siempre la pregunta sobre qué es lo esencial y cómo arbitrar las diferencias. Cuestión que se agudiza cuando no estamos dispuestos a renunciar a nuestros principios personales. Por esta razón es tan necesario el ministerio apostólico.
Aquellas comunidades que vivían y lo tenían todo en común, se configuraban entorno a los Apóstoles del Señor. Ellos eran principio y fundamento de comunión, y desde ellos hoy nuestra Iglesia, por la sucesión Apostólica, cuenta con el servicio de los Obispos, bajo la guía del Papa, sucesor de Pedro.

Cuando surgen cuestiones que ponen en riesgo la unidad eclesial, es el Colegio Episcopal el que en última instancia debe dirimirlas, y ofrecer al Pueblo de Dios, del que ellos también forman parte, una respuesta acorde a la enseñanza del Evangelio, bajo la guía del Espíritu Santo.
El Evangelio es lo que constituye el centro de la vida eclesial, y sus valores el modo de articular nuestras relaciones fraternas, las cuales se perciben y manifiestan en la vida comunitaria.

Nuestra proximidad o lejanía del ideal anhelado será expresión de nuestra fidelidad o fracaso. No podemos achacar la responsabilidad a otros cuando nosotros en vez de fomentar la unidad sembramos la discordia.
Vivir y tenerlo todo en común, hasta el punto de configurarnos en “una sola alma”, será el espejo en el que se reflecten las actitudes profundas de una vida en el amor de Jesucristo resucitado.

jueves, 24 de diciembre de 2009

CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL


HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús


Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal, queridos hermanos y hermanas:
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia de hoy, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdote: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida del hombre. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo.
Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.

San Pedro, 11 de junio de 2010
BENEDICTUS PP. XVI

jueves, 3 de diciembre de 2009

UN CURSO CON DESPEDIDA EMOCIONADA



El fin de curso nos ofrece la oportunidad de mirar con agradecimiento el tiempo pastoral que concluye y en el que las actividades pastorales van finalizando.
Es el momento de evaluar nuestras labores, no sólo para corregir los errores y valorar los aciertos, sobre todo para dar gracias a Dios por que se ha hecho presente en tantas realidades apostólicas como las que entre todos hemos realizado con entrega, confianza e ilusión.
En este curso hemos vivido muchas cosas juntos como comunidad eclesial; se ha promulgado el IV Plan Diocesano de Evangelización “Revitalizar nuestras comunidades para la misión a la Luz de la Palabra de Dios”, iniciándolo con ese precioso proyecto “Brille vuestra luz” y que desde el consejo Pastoral y las áreas pastorales hemos realizado nuestra lectura implicativa.
Pero también nos ha dejado una despedida particular, la de quien durante más de 14 años ha sido nuestro Obispo, D. Ricardo. Su marcha a la sede vallisoletana ha dejado nuestra Iglesia Particular en sede vacante. D. Mario ha recibido el encargo de regirla en este tiempo como Obispo Administrador Apostólico, y por él oramos diariamente.
Al concluir este curso, pedimos al Señor que pronto nos envíe un nuevo Obispo diocesano que con amor, entrega y generosidad siga el modelo del Buen Pastor, Jesucristo.

¡A VUELTAS CON LOS CRUCIFIJOS!


Es llamativo que tras más de 20 años de la ley que obligaba a la retirada de los crucifijos de las escuelas públicas, el PSOE vuelva a la carga a rebufo de un partido marginal como Esquerra Republicana. ¿Qué pretenden ahora los socialista?, ¿seguir engrandeciendo el espíritu laico con una persecución iconoclasta?

La cruz era el patíbulo en el que los romanos ejecutaban a los peores malhechores que no eran ciudadanos de Roma. Un elemento de tortura que no inventaron los cristianos, sino en el que fue torturado Nuestro Señor.
Cuando llevamos la cruz, los cristianos hacemos uso de nuestro legítimo derecho de “hacer memoria”, de Aquel que para nosotros es nuestro Salvador. Y parece mentira que en estos tiempos donde a algunos se les llena la boca con la llamada “ley de la memoria”, se impida a quienes encontramos en la Cruz nuestra seña de identidad, el poder exhibirla privada y públicamente.

Retirar los símbolos religiosos además de una persecución inútil resulta inmoral. Se deben retirar los signos ofensivos o perniciosos, las imágenes hirientes e indignas que por doquier se exponen en los medios de comunicación o museos con subvenciones públicas. A ningún cristiano le ofende el velo que utilizan las mujeres musulmanas, ni las ropas de los budistas o los sharis hindúes.
No ofenden los minaretes de las mezquitas, ni los campanarios de las iglesias, quienes ofenden serán las personas que lejos de vivir con fidelidad sus convicciones religiosas las utilizan como arma de enfrentamiento y división.

Cuando un parlamento pierde el tiempo en eliminar los signos religiosos, creyendo que con ello va a acabar con la fe de los fieles (sean de la confesión o credo que sean), es que ha perdido su razón de ser. Los gobernantes han sido elegidos para fomentar la concordia entre los ciudadanos, articulando su convivencia en paz y libertad. Y si su única inquietud es hurgar en las sensibilidades, en vez de resolver los problemas reales que fundamentalmente nos preocupan (como son la crisis económica, la inseguridad, el paro juvenil...) es que han perdido la razón en una borrachera de autoritarismo.

Ojala que todos los creyentes pudiéramos expresar con vigor nuestra fe y, sin hacer bandera de división o enfrentamiento, mostrar con orgullo los símbolos que la identifican. El pensamiento único sólo lleva a la ideología única, al partido único, al absolutismo y el sometimiento. Es la pluralidad la que enriquece y desarrolla al ser humano, y en ella hemos de aprender a convivir en justicia, libertad y concordia.

Por otra parte, lo mismo que hay lugares de la tierra donde el Hinduismo es mayoritario, o lo es el Islam, hay que aceptar sin complejos infantiles que en Europa lo es el Cristianismo en cuya cultura y tradición hemos construido lo que hoy somos, y si no nos gusta lo que vemos cuando nos miramos al espejo, probablemente no se deba al hecho cristiano en sí, sino a la degeneración materialista en la que nuestra sociedad ha ido cayendo a lo largo de los siglos.

La cruz no tiene la culpa de que algunos, (tal vez demasiados) de los que la llevan encima sean indignos de ella. Pero la cruz siempre estará unida a quien en ella entregó su vida por amor a la humanidad entera, Jesús el Señor.
Tal vez sea este un buen momento, para que todos los cristianos, además de vivir con coherencia nuestra fe, la exhibamos con orgullo externamente.