lunes, 30 de noviembre de 2009

A todos los Obispos ¡Gracias!


Al ponerme ante esta página lo hago con una enorme gratitud al Colegio Episcopal, sucesor del Colegio Apostólico. Gratitud por sus denodados esfuerzos, entrega, sacrificio y solicitud para con la porción del Pueblo de Dios que se les ha encomendado. Gratitud porque en nuestros días, su misión se hace especialmente escabrosa e ingrata, llena de críticas y sin sabores. Gratitud porque a pesar de las muchas palabras ofensivas que tienen que sufrir nunca salen en su defensa, sino proponiendo el Evangelio del Señor que han recibido y por el cual entregan sus vidas sin descanso.

Desde los comienzos de la Iglesia, y ya los mismos Apóstoles, sufrieron críticas y persecución. Unas veces, las más, por parte de extraños a la comunidad cristiana, pero otras, las realmente dolorosas, por los mismos hermanos de fe.
Las críticas que infringen las personas ajenas e incluso contrarias a Cristo se han ido refinando con el tiempo. Se disfrazan de argumentos progresistas y pseudo-humanistas logrando con ello calar en las mentes menos preparadas y en los corazones más débiles que se quedan en la superficialidad de las cosas. Por desgracia también hacen mella en aquellos que considerándose cristianos, viven una religiosidad difusa y poco asentada en la experiencia comunitaria de la comunión eclesial. Estos últimos han cambiado la escucha agradecida de quienes nos confortan en la fe, y presiden en la caridad, por los cantos de sirena que provienen de sus individualismos egoístas o de la ideología que con tanta devoción profesan.

Cuando los Obispos exhortan a sus fieles sobre asuntos fundamentales de la fe y moral cristianas, denunciando las injusticias y abusos que algunas leyes o conductas infringen en la convivencia ciudadana, no sólo sufren la reacción de aquellos que son sus artífices, también tienen que soportar la manipulación interesada de los medios de comunicación afines a los mismos, y a los que desde aparentes postulados religiosos quieren sustituir el Magisterio eclesial por sus ideas particulares.

Ser obispo en nuestros días, lejos de comportar un lugar de privilegio o reconocimiento social, se ha convertido en un servicio despreciado por el colectivo increyente y poco agradecido por algunos fieles, es verdad. Pero también hay que decir, que la inmensa mayoría de los miembros de la Iglesia Católica, somos plenamente conscientes de su labor y entrega en amor y sacrificio, de sus desvelos y preocupaciones por acercarse a todos, de sus gestos pacientes y creadores de puentes por ganarse a los más posibles. Sabiendo que es necesario que “los fuertes deben sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar su propio agrado” (Cfr. Rm 15, 1), nuestros obispos aceptan compromisos y destinos que sólo pueden explicarse desde su amor a Aquel que los ha llamado, y que se concreta en la obediencia y fidelidad al Sucesor de Pedro.

Por todo ello, creo que nuestra respuesta más fecunda a tanta vida entregada con generosidad, tiene su mejor exponente en la Plegaria eucarística, cuando cada uno de nosotros, allí donde nos encontremos, pedimos por nuestro Obispo y por el Papa.
Que en ese gesto sencillo, pero eficaz, pongamos cada día nuestro afecto y gratitud, sabiendo que Dios escucha nuestra petición y sostiene a quienes en su nombre nos ha enviado.

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