sábado, 29 de octubre de 2011

HOMILÍA DOMINICAL



DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO
30-10-11 (Ciclo A)




Un domingo más somos invitados a compartir este don gratuito de Dios que nos congrega como familia eclesial, para fortalecer nuestra fe y unirnos en la esperanza.
Y la Palabra de Dios que se nos ha proclamado hoy, nos invita a la reflexión profunda sobre nuestra forma de vivir la responsabilidad pastoral y apostólica. El evangelio siempre nos confronta con la vida y en unos casos nos demandará mayor solidaridad para con los pobres, en otros autenticidad en la vida personal y social, o bien una mayor generosidad y profundidad en la dimensión espiritual y vida de oración. Todos sacamos consecuencias prácticas para nuestra vida si con apertura de corazón y humildad acogemos esa palabra del Señor.
Pero en este día, tanto Jesús en el evangelio como el profeta Malaquías en la primera lectura, nos ayudan a mirar con verdad la vida de quienes tienen la misión especial de ser guías y maestros en el conocimiento y aceptación de la voluntad de Dios, los sacerdotes. Y si bien es verdad que todos los cristianos debemos dar fiel testimonio de Jesucristo a través de una vida coherente, no cabe duda de que esta fidelidad ha de ser especialmente cuidada por quienes han asumido una responsabilidad sagrada ante la comunidad eclesial.
En la historia de Israel han existido grandes hombres entregados y generosos, que han dedicado sus vidas por entero al servicio de Dios con dedicación a su pueblo. Ellos han contribuido con claridad a preparar el camino al Señor y disponer debidamente a su pueblo para acogerlo con gozo.
También en la vida de la Iglesia han sido y son innumerables los ministros del evangelio que se han entregado con entusiasmo y dedicación a anunciar el Reino de Dios, sin buscar nada que no fuera la alegría de compartir junto a los hermanos una misma fe y esperanza, y dentro de unos días celebraremos la fiesta de los innumerables santos que han completado su carrera hacia Dios. Gracias a ellos hoy nosotros podemos vivir nuestro seguimiento de Cristo, porque por su testimonio sencillo y fraterno nos han abierto a la fe transmitiéndonos su alegría y avalando con su generosidad y sacrificios la palabra testimoniada.
Sin embargo Jesús y el profeta nos muestran también el lado oscuro del mal ejercicio de este ministerio. “En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”. Que dura crítica, pero con qué claridad es dicha.
Jesús se enfrenta a quienes aprovechándose de su posición ante la comunidad creyente, reducen su misión a la imposición de normas y preceptos o a la condena inmisericorde de quienes los quebrantan, sobre todo por su incoherencia y falsedad. Situándose al amparo de la posición que ostentan se han convertido en jueces de los demás, pero sus vidas quedan al margen de sus juicios, y esto el pueblo entero lo descubre cayendo en el error de valorar los principios de la fe en función de la forma de vida de quienes los enuncian. Es decir, que si un sacerdote nos dice que en la vida hay que ser misericordioso y solidario con los demás, pero él es egoísta y ruin, es que entonces su palabra no sirve de nada. De este modo la misma fe se hace depender de la autenticidad de vida de quien la profesa.
Y aunque en gran medida esto es así, y si nos falta coherencia personal y eclesial difícilmente haremos creíble el mensaje que anunciamos, ante todo debemos saber separar la verdad de la fe de las limitaciones de la vida de quienes la proponen. Y esta es una tarea en la que todos los cristianos tenemos igual responsabilidad.
En nuestro tiempo presente es mucho más destacable la entrega absoluta y desinteresada de los servidores de la comunidad eclesial que sus pretensiones personales. Claro que entre tantos siempre habrá quienes busquen su beneficio personal, o los que reduzcan su labor ministerial a la doctrina desencarnada y carente de compasión, pero no creo que sea ni destacable.
Sin embargo sí es notable el hecho de magnificar cualquier tipo de escándalo eclesial, y dar una imagen generalizada de ese hecho que por muy deleznable que sea sólo responde a la acción de un sujeto y nunca al desarrollo de la vida eclesial. El caso es que esta imagen, en parte real pero también enormemente distorsionada, genera una opinión en algunos sectores de la sociedad e incluso de la propia Iglesia de que o bien todo vale, o no hay que fiarse de nadie.
Y es entonces cuando hay que volver a escuchar la voz del Señor, “haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”. El hecho de que la vida de algunos vaya en contra de lo que sus labios profesan, no quita valor a la fe anunciada, sino sólo a la autenticidad de sus vidas. Y esto que en los sacerdotes y Obispos adquiere notas mayores, también sirve para el conjunto de los cristianos.
Todos somos responsables de la acción evangelizadora por lo que si conforme a nuestra manera de vivir estamos poniendo en riesgo la veracidad de esa misión, debemos saber acoger la justa crítica que se nos pueda hacer e iniciar un camino de conversión. No podemos pretender ser seguidores de Jesús, anunciar su Palabra, proponer su proyecto de vida y llevar nosotros un estilo contrario a los fundamentos de la misma. En este sentido debemos ser humildes y saber aceptar la justa denuncia que se nos pueda hacer por parte de los creyentes y de cualquier otra persona.
Pero junto a esto, también debemos tener clara conciencia de que a pesar de nuestras infidelidades y fracasos, la verdad del Evangelio no depende de nuestra forma de vivir, sino que viene avalada por Aquel que se entregó por nosotros, y con su sangre mostró al mundo el amor de Dios que a todos ofrece su salvación y vida en plenitud.
El evangelio, mis queridos hermanos, a todos nos confronta con la verdad del Señor, y por mucho que nos resistamos, al final esa verdad prevalece y resplandece con intensidad. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido, dice el Señor.
Pidamos con humildad al Señor, el don de la fidelidad y de la coherencia, para que los cristianos llevemos siempre una vida acorde a nuestra fe, y de esa forma podamos dar un testimonio creíble Jesucristo en medio de nuestro mundo, tan necesitado de amor y de esperanza.

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