sábado, 8 de noviembre de 2014

DOMINGO XXXII - T.O. DEDICACION CATEDRAL DE S. JUAN DE LETRAN


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
DEDICACIÓN DE LA BASILICA DE S. JUAN DE LETRÁN
9-11-14 (Ciclo A)

La fiesta que hoy celebramos en este domingo, tiene dos referencias fundamentales que han de centrar nuestra atención. La primera y que se nos presenta a través de la Palabra de Dios proclamada, se refiere a nuestro ser “templo de Dios”. Las personas no somos sólo un cuerpo material provisto de necesidades físicas que han de satisfacerse para poder subsistir, como si de un mecanismo locomotor se tratara. Ante todo somos un lugar donde habita el Espíritu de Dios, y que la tradición cristiana ha llamado “alma”, y que si bien forma una unidad con nuestra realidad material para constituir nuestro ser personal, esta dimensión espiritual nunca está subordinada a la materialidad.

Es el Espíritu que habita en nosotros el que nos constituye en hijos e hijas de Dios, un Espíritu que nos abre el corazón para acoger la llamada de Dios y dispone nuestra voluntad para responderle positivamente.

Es el Espíritu del Señor que nos habita el que nos ha hecho imagen y semejanza suya desde el momento de nuestra creación para llevar adelante su plan salvador en cada uno de nosotros. Y esta realidad humana en la que habita Dios mismo, es la que nos hace templos suyos y por lo tanto santuarios de su amor.

El ser humano no es una materialidad caduca y dejada al libre albedrío de los elementos que lo componen. El ser humano tiene conciencia, libertad y voluntad para orientar su existencia hacia horizontes de plenitud capaces de superar el obstáculo mayor de lo puramente material como es la enfermedad y la muerte.

Por esa razón, nuestro ser templos de Dios, donde su Espíritu mora y nos impulsa a reconocerlo como Padre y Señor, conlleva la responsabilidad de cuidarlo y respetarlo conforme a su dignidad.

El hombre no puede hacer lo que le da la gana con su cuerpo, aunque emerjan con fuerza defensores de esta falsa libertad. Y todos sabemos lo que sucede cuando uno pierde el respeto sobre sí mismo, que inmediatamente lo desprecia respecto de los demás.

La consideración cristiana por la cual se defiende el respeto de nuestro ser corpóreo, incluso mucho antes de tener una conciencia desarrollada como es el caso de los no nacidos, y más allá de quienes la han podido perder por razón de cualquier enfermedad o limitación, encuentra su fundamento en esta realidad teológica que afecta a nuestra antropología más básica, somos templo de Dios. Así el mismo Jesús cuando se enfrenta con dureza contra aquellos que profanan el templo sagrado de Jerusalén, convirtiéndolo en “cueva de ladrones”, nos muestra que el mejor lugar donde Dios habita está en el corazón del hombre que lo acoge, lo ama y reverencia.

Y el segundo aspecto de la fiesta de este día, se une estrechamente al ya expresado. Todos nosotros que somos templos de Dios, y que por esa razón vivimos el gozo de sentirnos portadores del Espíritu Santo que nos anima, alienta y sostiene, conformamos el Pueblo Santo que es la Iglesia.

Una Iglesia que también se manifiesta en su dimensión externa y simbólica, constituida por templos de piedra que reconocemos como nuestra casa, a los que venimos con frecuencia, que los sentimos como propios y donde unidos en la oración, compartiendo nuestras vidas a la luz de la Palabra de Dios, y celebrando los sacramentos que nos alimentan y confortan en el caminar de cada día, vamos creando lazos de auténtica fraternidad.

Esta Iglesia tiene como lugar simbólico de unidad y comunión la Basílica de S. Juan de Letrán, primer templo del mundo cristiano, catedral del Obispo de Roma, el Papa, y que en este día nos invita a estrechar los lazos que a toda la comunidad cristiana del mundo nos une en el Señor.

Lo mismo que comprendemos que nuestra realidad personal es portadora de la dignidad de los hijos de Dios, también reconocemos que no somos los únicos en ostentar esta cualidad, y que todos los que hemos sido constituidos en hermanos por Jesucristo, formamos la gran familia eclesial. Una familia en la que todos contamos y a la que cada cual contribuye con los dones que del Señor ha recibido. Una familia en la que los diferentes ministerios y carismas se articulan animados por el Espíritu Santo para vivir con fidelidad la misión que hemos recibido de Jesucristo.

Hoy pedimos de manera especial por aquellos que han sido llamados al servicio ministerial. Por nuestros Obispos, sucesores del colegio apostólico, que en medio de las dificultades del presente nos ofrecen el testimonio de sus vidas, la entrega servicial de sus personas y, sobre todo, el anuncio permanente de la Palabra de Dios de forma autorizada y fiel.

La fiesta de la dedicación de S. Juan de Letrán nos vincula de forma especial al sucesor de Pedro, el Papa. Nuestra Iglesia católica reconoce en el Primado de Pedro una función esencial para el desarrollo de la misión encomendada por el Señor. El Papa es garante de la comunión en la Iglesia, “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (LG 23), es Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia. Esta sucesión ininterrumpida desde que el Señor encomendara a S. Pedro que “apacentara a sus ovejas y cuidara de sus corderos” ha llegado hasta nuestros días en la persona del 266º sucesor del Pescador de Galilea, el Santo Padre Francisco.

Que importante es para el sano mantenimiento de nuestra fe y comunión eclesial agradecer el don del ministerio pastoral. La Iglesia, a pesar de haber vivido situaciones delicadas en su larga historia, ha contado siempre con personas entregadas y dedicadas por entero al Señor y a los hermanos, viviendo con fidelidad su misión evangelizadora. Ese generoso servicio ministerial, sostenido por la oración de todos los fieles, por el fraternal afecto hacia sus pastores y por la corresponsabilidad que nace del bautismo común, es lo que contribuye a la construcción del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.

La profecía de Ezequiel sigue haciéndose realidad cada vez que un corazón generoso escucha con confianza la llamada de Dios; “Vi que manaba agua del lado derecho del templo y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.

Porque del templo que somos cada uno de nosotros, y de este templo que es la Iglesia de Cristo sigue manando agua cada día. Un agua capaz de regar la aridez de nuestro mundo para hacer que emerja con vigor la fuente de la fe, la esperanza y el amor.

Que la vivencia personal y comunitaria de nuestra fe nos hagan generosos en la transmisión de la misma a los demás.

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