jueves, 28 de junio de 2018

DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO

1-7-18 (Ciclo B)



Hay una frase de Jesús, que constituye el núcleo fundamental de la Palabra proclamada y, desde ella, de toda nuestra vida, la que dirige con firmeza a ese padre desesperado que acude a él para que cure a su niña: “No temas; basta que tengas fe”.

Lo mismo que reclamaba el domingo pasado a sus discípulos cuando aterrados creían ahogarse en medio de la tempestad, “¿es que todavía no tenéis fe?”

La fe es el fundamento de nuestra existencia. La fe es el tesoro más preciado que podemos tener, ya que constituye la roca sobre la que asentar nuestra vida, porque ante los momentos de adversidad, cuando los acontecimientos personales, familiares o sociales nos desestabilizan y parece que el suelo desaparece bajo nuestros pies, qué necesario nos resulta estar bien asentados en Jesús, roca y cimiento de nuestra vida.

Y desde esa fe en el Señor, vamos a profundizar en la Palabra que hoy nos propone la liturgia de la comunidad eclesial. Y así lo primero que debe resonar siempre con indudable insistencia es lo que nos dice el Libro de la Sabiduría: “Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. /…/Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser”

La muerte no es obra de Dios, por lo tanto cuando esta ocurre, y buscamos las causas que la provocaron, debemos encontrarlas fuera del ser de Dios en cuanto a su causa. Y la causa la da el mismo autor sagrado “mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. La muerte es siempre consecuencia del pecado, y aunque esta expresión sea tantas veces repetida, no siempre la comprendemos bien.

Existe una relación causa-efecto entre el mal y la muerte. Y estamos exhaustos de verlo con tanta frecuencia cerca y lejos de nuestra realidad vital. Asesinatos, guerras, terrorismo, crímenes de género, extorsiones, robos, secuestros, abusos y violaciones. Podríamos ampliar todo lo que nos da la mente para darnos cuenta de cuanta destrucción provoca el ser humano cuando su alma se pervierte, cuando el mal le ciega, cuando se deja seducir por un egoísmo y soberbia desmedida. Cómo es posible que si Dios nos ha creado a su imagen y nos ha hecho substancialmente buenos, insuflando en nosotros su espíritu de vida, podamos producir efectos tan destructores e inhumanos.

Y la respuesta que da la Sagrada Escritura apunta a la envidia del diablo como causa originaria de ese mal, y cuyo relato nos retrotrae a esa soberbia del hombre que se deja seducir para ser como Dios. En el relato del fruto prohibido del cual el hombre y la mujer comen, está el deseo de convertirnos en dueños de la vida y de la determinación del bien y del mal, en definitiva, sustituir a Dios por el hombre idolatrado.

Yo soy quien decide lo que es bueno y malo, lo que se puede o no hacer, lo que quiero en cada momento, y en última instancia la vida y la muerte. Porque cuando los intereses egoístas del hombre se topan con algún obstáculo, este se puede sortear conforme a mis intereses y criterios. Y si estos criterios carecen de cualquier referencia a Dios, porque yo mismo me he erigido en dueño de todo, el poder que ostento se hace absoluto y tirano.

Frente a esta realidad, fruto de una libertad mal entendida y peor ejercida, Jesús muestra una manera de vivir totalmente contraria y liberadora. Jesús sabe que Dios no es el autor del mal, ni de la muerte, sino el Dios de la vida y del amor, por medio del cual fuimos creados a imagen y semejanza suya, y que es permanente referencia de una auténtica humanidad.

Por esa razón siempre estará atento a las necesidades de los demás, vengan de donde vengan, bien sea del jefe de la sinagoga, como de aquella pobre mujer anónima que llevaba doce años enferma.

Una mujer que en medio de la muchedumbre busca desesperadamente encontrarse con Jesús en quien ha puesto su última esperanza de curación. O bien ese hombre llamado Jairo, quien no siente escuchadas sus oraciones y que acude ante el nuevo maestro que a todos desconcierta.

Y la respuesta de Jesús es la misma para los dos, tened fe. A la mujer su fe la ha curado, a Jairo le pide que no pierda su fe en Dios.

Cuantas personas hoy y siempre han acudido a Dios con ese deseo ferviente de encontrar una respuesta a su súplica; ante la enfermedad grave de un ser querido, ante la pérdida de un empleo siempre necesario para poder desarrollar dignamente la vida, ante cualquier tipo de sufrimiento que nos arrebata la paz. Y esa es una buena actitud si nuestra confianza permanece a pesar del resultado tantas veces contrario a lo deseado.

 Una cosa es acudir a Dios desde una fe confiada y otra muy distinta condicionar esa fe a la obtención de  los resultados requeridos. El amor siempre es incondicional, y hemos de asumir la limitación de nuestra condición humana, sabiendo que a pesar de la inocencia la dinámica del mal del mundo también impone su ley.

Pero una cosa es aceptar la finitud del presente y otra que Dios no tenga una palabra que decir al respecto.

El mal, el pecado, la muerte, se han hecho su sitio dentro de la historia humana, pero no tienen la última palabra sobre la misma. Y es lo que tantas veces Jesús ha intentado transmitirnos con su entrega absoluta al plan salvador de Dios. Ahí se sitúan sus milagros, no como algo discriminatorio, que a unos sana y a otros nos, a unos devuelve a la vida y otros se mueren. La acción de Jesús apunta a una realidad mucho más grande, donde la salvación universal es un deseo de Dios para todos sus hijos, y donde la respuesta del hombre a ese amor creador, le abre la puerta de la vida en plenitud.

Dios no nos ha abandonado, aunque en ocasiones la barbarie del hombre, nos pueda llevar al escándalo. Dios se hace partícipe del sufrimiento del hombre, experimentado en la muerte violenta de su Hijo Jesucristo. Pero el silencio de Dios ante el grito desesperado de sus hijos no es debilidad divina, sino espera respetuosa a la respuesta que el ser humano quiera darle como opción fundamental de su vida. Y si esta respuesta humana parte de la confianza, de la conversión y de la acogida agradecida al amor que de Él hemos recibido, nuestro sitio es el mismo que preparó desde siempre para todos los bienaventurados. Pero si la respuesta es la negación de Dios y la permanencia en el mal causado, no será posible que encuentre su sitio en la mesa del Reino de Dios.

Dios nos ha dado el don inmenso de la libertad, pero si no somos capaces de desarrollarlo conforme a su proyecto de vida, de amor y de paz, ese don se convertirá en cauce de perdición.

Que el Señor siga animando nuestra fe y nuestra esperanza, para que en medio de las dificultades de este mundo sigamos asentados en la confianza a su amor, que nunca nos defrauda.

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